Tu voz desempolvó las horas.

Alegraste mis siete angustias.

En cuatro patas

maúllo en los tejados.

Te separo de las sombras,

del recuerdo.

Atrapo un relámpago

y vuelvo a casa.

Me meto entre las cobijas

y estás en mi lecho,

gatamente disponible

como si no hubieras muerto.

No es por ego o pura vanidad, pero en el sentido intimo de las cosas, y mis amigos lo comparten, soy el más inteligente.
No hablo de la inteligencia adquirida con disciplina y que es ágil y certera como la de un matemático o un físico. Tampoco de la inteligencia lucida que profesan los sabios y los poetas maduros. Menos de la inteligencia que alumbra ante otras y hace ver las cosas fáciles como la de los artistas.
Mi inteligencia es distinta porque surge del ingenio, y el ingenio como la música, cada vez debe ser más sutil y fino.
No afirmo que las otras inteligencias carezcan de ingenio. Es solo que la mía carece de disciplina. No me interesa dar respuestas sistemáticas y generales, sin darme la oportunidad de florecer mientras hablo, entregándome al asombro.
Muchos dedican todo su ingenio a luchar por un sueño y lo consiguen. Se condenan al amor por el amor, tienen hijos y envejecen, debido al éxito de sus aciertos, cómodamente (todo hombre soñador y coherente tiene una mujer que lo sueña). Son, en resumidas cuentas, el ejemplo a seguir de las generaciones futuras. Se les recuerda por su aporte a la humanidad. Son los puntos de referencia de sus adeptos.
Pero también hay otro tipos de personas, la mayoría, que por miedo a enfrentar sus demonios se aferran a los que otros ya vencieron y asumen como propios.
En forma moderada, pertenezco al segundo tipo de individuos, a los indefinibles. Con la diferencia que en mí las ambiciones no van más allá de mis narices. Por ello, no puedo defender una idea cabalmente porque deja de interesarme cuando ya no me pertenece. Tampoco me preocupa el seguir los preceptos de la sociedad, de lo simple que se ve conseguir un trabajo, una mujer, una casa y vivir lleno de ilusiones.
No puedo, por lo inteligente que soy, hacer bien las cosas. Debo agudizar, cada día, el ingenio y solucionar mis problemas más inmediatos, como el conseguir dinero para los cigarrillos y las cervezas.
Cada día es otro paso al anonimato. Cada día me despreocupo más del mañana y duermo, al final de la jornada, contento de conseguir lo necesario. Al no tener dinero controlo los impulsos de consumir cosas que no necesito.
Al no poseer proyectos a futuro, el presente, un poco, se me dificulta. Entonces, mi inteligencia, al igual que mi ingenio que la bombea, con los días, se agudiza. Mi genialidad se debe a que, lo que para otros es casi biológico (una vida tranquila, rutinaria, en una casa, enamorado, con un buen sueldo y un perro que ladre a las visitas) para mí es casi imposible.
Soy genio en la medida en que hago mal las cosas. Entre más desfachatado más brillante. En eso, sin duda, aventajo a mis contemporáneos. Ellos pertenecen a la época de la precocidad, donde los más precoses son los preferidos de la suerte y están, a causa del compromiso, siempre ocupados. Ellos no sentirán una crisis existencial como solitaria en el estómago.
Por ellos, por los que ignoran que la tristeza es posible, seré el caudillo de los inútiles, a los que como a mí se les oxidó el corazón por el desuso, pero que, admiten, sin envidia, que yo, de manera impecable, hice las cosas mal.