Noche dos

El siguiente texto hace parte de una novela que nunca debí escribir: “Anatomía del destierro”. Esta novela está condenada al olvido. La condeno yo. Es una novela llena de rencor, odio, locura, incoherencia, porno. Al parecer no puedo ser parcial ni escritor ni Dios. Mi literatura, si es que se puede llamar literatura, es un cuadrilátero, un campo de batalla, un país tercermundista, un zancudo con resfriado.

Mi cuerpo es un solo temblor, un quejido, un estupor de irrealidad. Eso siempre me pasa cuando me despierto de alguna pesadilla. Los sueños no dejan de atormentarme, de sobresaltarme, de asustarme. Sopencos sueños, malditos sueños. Maldita yo que los sueño.

Soñé que estaba dentro de mi cabeza. Sí, dentro de mi cabeza. Mi cabeza era una especie de auditorio o teatro. En mi cabeza, como en un teatro, había butacas. Yo estaba sola y sentada en primera fila. Era la única espectadora de mi sueño. Mi sueño transcurría sobre una pantalla como si fuera una película en un teatro. En la pantalla, en la que mi sueño empezaba a sucederse, yo caminaba por el campo. Yo, la espectadora, era a la vez, la actora de mi sueño. Sopenca situación. En el sueño iba desnuda. Vestirse estaba pasado de moda. Caminaba. Sopa, caminaba. Al norte se escondía el sol en una montaña, al sur la noche se desperezaba, al occidente una niebla blanca se anteponía al paisaje y al oriente aparecía un caserío en imágenes difusas. Caminé hacía el caserío. Los habitantes de aquel lugar, cosa rara, también estaban desnudos. Los niños jugaban desnudos, las mujeres lavaban la ropa desnudas, los ancianos fumaban tabaco a fuera de sus casas desnudos, los leñadores trabajaban desnudos. Esta gente apenas se percataba de mis miradas indiscretas. La desnudez era su mejor traje. Miré sin vergüenza a los leñadores. Me entretuve de lo lindo. Por más que quise no ver la desnudez y... eso... eso... sopa... eso que se exhibe y cuelga de un hombre cuando está desnudo, no pude. Fui débil y miré, aún con pudor, el sexo de los leñadores. Caminaba. Miraba. caminaba. Pudor. Sopa.

Mis ojos encontraron los ojos de un leñador después de vestirlo con la mirada. El leñador medía 1,85 metros de estatura. Su barba era negra y abundante. Él dejó de trabajar. Tiró su hacha al suelo y se dirigió a mí. Parecía conocerme. Al llegar me dijo que se llamaba Ernesto. Luego, sin darme tiempo de contestar, me besó. Ernesto tomó mis senos en sus ásperas manos. Chupó, chupó y chupó. Sopa y otra vez chupó y chupó. Volvió a mi boca. Sopa. Me derrumbó. Toda la savia del leñador se derramó dentro de mí. Sentí mi pezón izquierdo hirviendo y manando algo. Ernesto, sin mirarme, se puso de pie y se marchó. Toqué mi pezón con los dedos índice y pulgar y lo sentí más grande de lo normal. Alcé la cabeza. Sopa. ¡Qué vi! Mi pezón era un pene en miniatura, de unos diez milímetros de largo por cuatro de ancho, con su respectivo glande. Éste derramaba sobre mi pecho gotitas de leche, gotitas blancuzcas y espesas. ¡Sopenca excitación! Intenté mover las manos, las piernas, pero no tenía fuerzas. Me quedé en el piso mirando las ramas de los árboles. Las ramas de un cedro eran movidas por el viento. De repente un gajo se desprendió del árbol. Escuché su grito de toro enfurecido que quería aplastarme. Cerré los ojos y grité. Sopa. Desperté y verifiqué si estaba herida. Descansé. Pero encontré sobre la camisa de la pijama un parchecito de varias gotitas de leche.

1 coment�rios:

O dijo...

Las mangas y los hombres y las mujeres, juntos, son la combinación perfecta, la que planearon los dioses desde el inicio de los tiempos. No hay nada de raro en ello. Lo raro ocurre cuando el cuento nos es referido por el punto de vista de Camilo. Cuando los penes salen de todos lados, como mosquitos o cucuyos. Los pezones, etcétera... y todas las otras cosas que nos hacen llorar.