Un pueblo es todos los pueblos. El hombre es hombre bajo cualquier credo e idioma, así intente buscar la perfección en banalidades.

Vivo en Girardota desde hace tres años. No sé que azahares me trajeron de a este pueblo. Igual no importa.

Salí de Fredonia con un sentimiento raro de matar. No soportaba la rebeldía en mi cuerpo. La tranquilidad me olía vinagre. Tomé la tranquilidad de la mano y me quemó los dedos. La niebla de Fredonia, gracias a Dios, también me nubló el alma. Salí porque me estaba matando la lentitud de un pueblo. Porque en un pueblo el lunes se repite cinco veces a la semana. Cosa que ahora adoro.

Llegué a Medellín y la cuidad me tragó de un bocado. Me atracaron dos veces. El amor desesperó al animal que tenía dentro, y lo invocó. El animal saltó de mí y devoró algunas mujeres. Antes, mi instinto, estaba tranquilo pastando en el campo. Fui un pueblerino asustado en la ciudad que atacó, gracias al pánico. Conocí la droga, el dolor, la soledad, el hambre, el fastidio, el miedo… la incertidumbre. Pero la cuidad también me dio el anonimato, la invisibilidad, licor, buenos amigos y unas ganas terribles de fornicar sin pretexto.

Sino hubiera conocido a Mauricio, un hijo de Girardota. Si él no me hubiera mostrado que en Girardota, como en Medellín, la tradición también se puede quebrar en pedacitos. Que también era posible abrirle las piernas a la cultura, verle sus nalgas de asfalto para que se entregara sin medidas a los trasnochadores. Que se podía ir a la ciudad desde un pueblo. Que lo uno y lo otro eran lo mismo, porque una cuidad también son todas las ciudades. Por él me vine a vivir a Girardota.

En un principio, como todos los principios, el asombro es un fastidio camuflado. Me maravillé con la idea de volver a un pueblo. Sobre todo, cuando la cuidad me había dejado más flaco de lo que era, más solo, más enfermo, más demonio.

Girardota, tenía esa atmosfera de pueblo. Las calles estaban metidas en un hechizo, en un lento disfrute como de bochorno, que aún no alcanzo comprender. Calles que me hacían transitarlas, como si fueran grandes corredores de una casa gigante.

Me calmé. Decidí quedarme en Girardota por un buen rato. No sé cuanto dure, pero me agrada este pueblo. Pero las personas y los espacios cambian y Girardota cambió, le llegó el progreso y el acné.
Mierda, esa cara limpia, la de Girardota cuando llegué, de campesina juguetona, que se enrojecía si la miraban muy seguido. Ese rostro de niña que jugaba con gallinas y le tiraba maíz a las palomas, ha empezado a deteriorarse.

El monstruo del progreso, que quiere que los pueblos sean más ciudad que pueblo. Para que la gente, como en las ciudades, deje de saludarse, de mirarse a los ojos, de reconocerse, de decirse buenas noches. Porque solo en los pueblos se dice buenas noches sentido desde las tripas. Ese progreso quiere que Girardota sea invisible y le de el germen del desconocimiento. Quiere que se extingan los ancianos con sus bastones, es su esfuerzo desenfrenado de desandar los pasos, con la esperanza de meterse en un recuerdo de antaño, y no verle todas las mañanas la cara a la muerte. Muerte que los saluda dos veces al día.

El progreso quiere meterle la necesidad a los girardotanos de que hay que acabar con los balcones, con la arquitectura colonial, con las casas de bareque. Porque una mecedora, sola, en un balcón, es antiestético. Porque saludar es de gente incivilizada, porque enamorarse de esas muchachas que guardan los papeles de chocolatinas en su mesa de noche es amor de escuela, porque respirar el aire a las seis de la mañana es cosa de bobos, porque decirle a una sicóloga que te gusta es cosa de adolescente, porque mirar para el cielo es una perdida monetaria…

El progreso ha llegado a Girardota, la doble calzada, la remodelación del parque, el derrumbamiento de las casas antiguas, las fábricas, el parque empresarial… y cambiaron las apariencia del pueblo. Se llenó de obra negra, de edificios, de prisa.

Girardota empezó a menstruar. Lo dice el afán que merodea, desde hace poco, por las calles. Seremos violados por esta nueva Girardota. Nos llenaremos de acné y olvido

Desde que empecé a sentir las mujeres, a endemoniarme por ellas, me inmiscuí en un juego azaroso. Fui como un anfiteatro lleno de amores furtivos que empezaron a oler mal.

Todas mis relaciones sentimentales fueron como un juego de parqués. Cada relación, cada mujer un juego. Así de rápida, con apuestas, fichos, dados, perdidas, ganancias, rabias, huidas y dinero.

El parqués se jugaba en dos modalidades, la contada y la de piedra en piedra. Así me enseñaron en casa. Me gustaba más la contada, en la que uno tira los dados y cuenta la cantidad que sale en los dados en los cuadritos del parqués. Con ese resultado uno armaba las estrategias del juego, las de asegurar los fichos o la de dejarle carnadas a los otros jugadores. Una maravilla. Y así han sido mis relaciones, un juego de parqués en la forma contada.

La otra versión es más avanzada y más perezosa y es la de piedra en piedra. Solo son validos los 12, 7, 5. Otro número en los dados es inútil. No sirve, se pierde el tiro. Esa modalidad nunca me gustó. Tenía que limitarme y estar más quieto. Tal vez es la forma que juega la otra gente, la que tiene una vida más organizada y planeada y aburrida.

La forma contada es distinta. Esa forma me permitía más movimiento y podía saciar mi instinto de premiador insaciable. Claro, sin premiar, esa parte me asusta, así que me la salto. Me gustaba comerme todos los fichos, los que más pudiera. Renunciaba al cielo y daba la vuelta por mi apetito de fichos. Es decir, en el juego, uno tiene una casa donde guarda sus cuatro fichos. Cuando se le comen los fichos, éstos vuelven a la casa. Al lado de la casa hay una casilla que se llama el cielo. El cielo es del mismo color de la casa. El cielo es donde llegan los fichos a descansar, a salir del juego. Gana el primero que lleva los fichos al cielo y los saca del juego. Ese es el juego, en términos generales.

A mí no me gustaba meter mis fichos en el cielo sino era estrictamente necesario. Es decir, cuando los otros fichos estaban fuera de mi apetito. De lo contrario, ponía mis fichos en el límite, donde podía decidir si entrar al cielo o volver al inicio del juego, a la casa, y dar de nuevo la vuelta. Me quedaba allí, en el límite, insatisfecho. Mi sed de fichos me hacía insoportable el cielo. Mi cielo era los otros fichos.

Así en mis relaciones amorosas. Nombremos el noviazgo como el cielo del parqués. La cúspide del juego. El lugar donde se canalizan los instintos, las pasiones, las tensiones, los cortejos, las contradicciones, en otras palabras, los fichos. Es el lugar seguro donde se está protegido de los fichos de otros jugadores, jugadoras en mi caso.

Pero como dije, no me gustaba el noviazgo. Uno dice novia. Pero novia es también no-vía, no transito, obstrucción del juego, aburrimiento de salirse del juego.

Yo tenía sed de otros fichos. Y sí, me comí muchos fichos. Me satisfacía con comérmelos. Aunque no sacié el hambre, seguía comiendo fichos. Y eran los fichos de las mujeres. Con ellas jugué mis pasiones. Les mordí la entrepierna, la espalda, los labios, los senos... Hacía dos ó tres sacudidas. Tiraba los dados. Las devolvía a sus casas. Claro, también me dejaba comer con un poquito de sal y limón. Ese era el juego. Comer y dejarse comer.

Me gustaba pararme en el límite del noviazgo (cielo) y esperar que pasara otra mujer con sus fichos para comérmela. Tiraba los dados. Si lo que salía en los dados me permitía lanzarme sobre la victima, lo hacía sin dudarlo, sin arrepentimientos. Era sino dar otra vuelta y volver. Pero volvía con más apetito y más prisa a dar de nuevo la vuelta. Nunca pensé en ganar un juego.

Me comí algunas mujeres y otras tantas me comieron. Siempre perdí. Nuca llevé todos mis fichos al cielo. Siempre dejaba uno ó dos por ahí, desprevenidos. Me sentía inacabado si sacaba todos los fichos del juego. Así con las mujeres. Nunca me comprometí con todos mis fichos y cuando veía las cosas muy serias, que se podía ganar el juego, tiraba los dados y huía del cielo y salía a buscar otras mujeres.

He vivido el amor como un juego de parqués. Pero ahora las cosas son distintas. Diana, la última con quién jugué, con quién quise perder de nuevo, me cambió las reglas. Ella quiere que los dos ganemos, que yo me convierta en su cielo y ella en el mío.

Mis fichos están dentro de ella. Los fichos de Diana también están en mí y les susurran palabritas a los oídos: fichos amanecí con ganas de arañarlos, con anhelos de besarlos, con la necesidad de una erección del ficho mayor.

Tiro los dados y mi último ficho se resiste e intenta quedarse en el límite (noviazgo). Pero no hay carnada mejor que Diana. Así que me decido y meto el último ficho al cielo-Diana.

Diana tiene los dados y me mira, me dice que quiere comerme noche y día, que sus fichos esperan con las piernas abiertas a los míos. Diana es un cielo posible, mi cielo, mi apetito.

Últimamente me sos otra. Siento que algo ha cambiado. Que quisimos tanto sentirnos, que has construido un muro entre ambos. No haré nada para derrumbarlo. Hasta me seduce la idea de un muro entre dos personas. Aunque me duele sentir ese muro. El hecho de escribirte y que no contestes es como darme en la nariz con la puerta que no abre.

No sé que ha pasado. Bueno si sé, empecé a sentirte ahora que vos me has dejado de sentir. Así suceden las cosas. Conocemos más de las personas que nos interesan en su ausencia. Al menos eso es lo que demuestras.

No he hecho nada para llegar a vos, como invitarte a una cerveza, a caminar, a conversar, porque ya lo intenté y no coincidimos en el momento preciso. No insistí en algo que se tornaba en desencuentro. Pero soy terco, por algo no dejo de ser trágico. No sé como rogar. Respeto mucho el poder del no o las apariencias del no. Valoro mucho una negativa.

Lo peor de todo es que no tengo derecho de escribir esta carta. Otra carta que te escribo. Es solo que reacciono desde la última fase de la renuncia. Son mis últimos movimientos, mis últimos giros, mis últimas palabras que destino a usted. No puedo seguir escribiéndote si no me contestas o si me contestas y todo sea tan angustiante y hermoso.

No me gusta estar del lado de la orilla en que el sol nunca se oculta. Cuando encuentro un cómplice, encuentro una sombra y un viento para los abismos que me fabrico desde hace rato y que son tan insoportables como el sol.

Entendí tarde, muy tarde, que eras lo que siento. Es tarde porque ya no hay entrada. El muro está muy fuerte para mí. Y no quiero que se derrumbe. Y me tortura saber que no puedo pasar al otro lado. No tengo los bríos para hacerlo. No quiero estar detrás de vos como otros tipos. No soy otros tipos. Por eso mis complicaciones. No me imagino diciéndote reinita, echándote flores, persiguiéndote por todos lados, tratando de tocarte bajo cualquier pretexto. Me abruma la intensidad. Todo eso me parece lo más aburrido del cortejo, porque es lo más fingido.

Yo quise que las cosas nacieran como ocurrió con los abrazos. Pero tengo demasiadas complicaciones como para convencerte de que también puedo ser una elección para vos. Eso, si lo sientes, no es necesario aparentártelo o tratar de convencerte.

Soy lo que soy, y no sé como remediarlo, porque es lo que soy. Estoy en mí y con una mujer que quiero pero que siento un poco menos que vos. No te escribiré más. No quiero darle más cuerda a esta trama. Este es mi último brinco.

Te quiero, lo sé. Me gustas, no lo puedo negar. Pero no eres mi centro. Renuncio a ti, no por ti sino por mí. Estoy sintiéndote, escribiéndote, pensándote más de lo necesario. Por eso haré lo que debí hacer desde un principio. Es decir, nada. Porque creo que se debe renunciar a lo que se quiere para saber hasta que punto lo quieres. Por eso renuncio a ti. Necesito estar seguro de que esto no es pura vanidad.

Me muero por vos, pero no haré nada que me traicione para llegar a vos. Que las cosas nazcan. Si hemos de volvernos a sentir, que sea, entonces, así. Sino aprenderé de tu ausencia la forma en que no me hagas daño.

Me dueles y me salvas. Pero no me gusta estar de este lado, en que soy todos los tipos y no el tipo. Soy egoísta. Lo sé. Tengo otra y no renuncio a ti. Pero la otra está empezando a crecerme. Ya siento sus brinquitos en el estómago. Haré el intento de verte como a todas las mujeres. Eso me costará. Pero por algo soy poeta. Por algo debo hacer lo que me dicta la locura del corazón.

Y si hemos de coincidir después de mis renuncias y tus renuncias, entonces haré de ti la mejor cosecha de besos de la que se haya dado noticia en este siglo. Pero, mientras eso sucede, si ha de suceder, te cantaré en silencio hasta que se silencie la música y nos volvamos a encontrar, como queremos, con fechas y ausencias.

Desde siempre me ha inquietado la muerte. Desde muy pelao quise explicaciones sobre el tema. No entendía el por qué la muerte generaba tanto dolor y miedo. Quería sentir ese miedo y ese dolor para saber que era la muerte. Pero nada. Muerte puta. Te busqué donde no estabas.

Me subí a un árbol de ciruela que con un poquito de sal en una bolsa. Me senté en un gajo, cogí una ciruela, la mordí, le eché sal. Miré el cielo y jugué a desaparecer nubes. Guardé la fruta en los bolsillos. Una, dos, tres frutas. Esperé y la muerte nada.

Me senté en el tejado a eso de las siete de la noche. Llevé conmigo una cobija. Me enrollé. Tenía un machete de palo. Había hecho el machete con mis propias manos. Quería robarle la guadaña a la muerte. Llegó el frío, el miedo, los cocuyos, el silencio, los zancudos y la muerte nada.

Empecé el cuaderno de religión al revés. Cursaba cuarto de primaria. De la última página a la primera. Pensé que si escribía al revés podía volver al pasado, a lo que era antes de estar vivo, que sospeché era estar muerto. Creí que si escribía al revés yo crecería al revés. En vez de llegar a viejo retornaría el útero a verle la cara a la muerte. Nada. Lo del cuaderno no funcionó. La profesora me dejó toda una semana, en los descansos, pasando el cuaderno al derecho.

Busqué la muerte en las mujeres. Las amé con odio. Las odié con ternura. Me odié en ellas. Me amé en ellas. Intenté morirme en ellas. Me asusté en ellas. Huí de todas la mujeres que me dijeron te quiero mientras se cortaban las uñas. Sentí que algo tramaban. ¿Cuando crecieran de nuevo las uñas qué? Por eso el semen fue un aullido, una petición a la furia y a la desesperación. El semen fue mi grito líquido. Semen en la cama, en el baño, en el recuerdo, en la cara, en la mano, en el estómago, en el piso, en el miedo, en los calzoncillos, en los sueños, en la vida. Semen y olvido, mi legado. Pensé que la muerte tenía tetas y culo y la busqué en todas las mujeres. Las penetré queriéndome quedar dentro de ellas, en sus vientres. Quedarme allí calientito, a oscuras, buscando el verdadero rostro de la muerte. Pero fue imposible. Esa idea de muerte me dejó más vivo y más triste y más lleno de semen.

Me quedé callado en la pieza dejándome morir. Miraba el techo. Techo destechado, techo de techos, escenario de vacios, techo techón, te echo de menos techo, por techo como techo me abrumo, techo techito techo hijueputa. Sin respuestas. Me quedé con los ojos pegados al techo. Quise ser techo, materia inanimada. No sentir para no buscar. Entonces sino buscaba la muerte me encontraba. Pero nada. Me dormí y desperté yo en mí, separado del techo y de la muerte.

Escribí conjuros para invocar a la muerte. Escribí páginas y cuadernos. Creí que así ella accedía a mis llamados. Pensé que nos veríamos la cara de hombre a muerte, de muerte a muerte. Toneladas de palabras sin uso. Palabras en el basurero. Palabras pegadas con alfileres del techo. Palabras trituradas entre los dientes. Palabras empolvadas de olvido. Palabras que alzaron vuelo como pájaros y desaparecieron para siempre. Palabras aplastadas por los buses. Palabras encerradas con purina de engorde. Palabras con colmillos afilados, siempre hambrientas, sedientas de poetas chillones y afeminados, para salvar la literatura de una hecatombe.

Luego callé. Ni una palabra. La definición es definición, división de la cosa. Si digo árbol, el árbol es el árbol y no todo el paisaje. Entonces pensé que si no nombraba la muerte ella sería todo el paisaje y no la muerte. Una hormiga, una montaña, una pichada, una gotera, una nube… eran muerte. Pero el silencio era otro dialogo, otra división de de las cosas, otra enajenación de la muerte.

Busqué la muerte en la familia, en el colegio, en las mujeres, en los amigos, en los atardeceres, en los libros, el las nubes, en el miedo, en la lujuria, en la yerba, en la poesía, en la vida… Pero la muerte nada. Inalcanzable. Muerte a prueba de búsquedas. Muerte a todas las distancias y misterios. Siempre estuvo en mis ojos.
Conocí una mujer que no bebe y no fuma. Pero ella es todo el licor y el humo que necesito para espantar la pesadilla de la sobriedad. Su sobriedad me embriaga.

Ella estableció las condiciones para que la vaina entre ambos funcione. Me dijo que no peleara en la calle, no fumara marihuana sino resguardado, no estuviera con otra mujer delante de ella, no le dijera mentiras. Le dije listo.

Así son las relaciones. Acuerdos y acuerdos para acceder a la animalidad del otro. Buscamos preámbulos para no avergonzarnos del instinto. Porque somos animales que bebemos y cantamos. Es nuestra naturaleza. Hasta el asno rebuzna cuando bebe agua.

Acepté el acuerdo, soy un animal, un oscuro animal con garras y colmillos, un endemoniado animal que contiene su instinto. Un animal que bebe y se emborracha y mira el cielo. Un animal que aprendió a beberse el cuerpo de la mujer. Cada parpadeo un trago. Cada caricia un trago.

Me bebí a esta mujer el domingo. Su desnudez me aguó la boca. Su desnudez fue la caligrafía de mi erección. Su desnudez fue el octavo día de mi aullido. Su desnudez fue un cielo palpable a mis manos. Empecé a contarle los lunares. Parecían estrellas en su cuerpo. Como las estrellas eran incontables, pero se quedaron alumbrando el recuerdo. Me basta cerrar los ojos para ver su cuerpo en el firmamento, como si ella estuviera pegada con alfileres allá en lo alto y mi mirada le encendiera sus lunares- estrellas y uno que otro lunar se fugara de su cuerpo y desapareciera en la nada. Lunares fugases.

El domingo fue un astronauta borracho en su cuerpo. Viajé en ella desafiando la gravedad y bebí hasta la última gota de su desnudez.

Luego me sometí al acuerdo y le dije listo. No pelearé en público, igual nunca le busco problema a nadie, aunque por estos días quiero meterle un puño a un punkero de Girardota que lo llaman El simio. No fumaré marihuana, la primera mentira, hay que mentir un poquito, solo un poquito, es recomendable para el misterio. No me meteré con otra mujer delante de ella, me parece un buen trato, porque en ella mato la bestia que hay en mí y sé que en mis ojos, después de ella, el deseo estará dormido y veré con el desinterés y el cansancio del alma la belleza de otras mujeres.

Cuando ella partió de casa dejó en la sábana su olor a lechuga y a vino tinto. Se fue sobria de mí. Ignoró que mi mirada era de vino. No quiso embriagarse por establecer los acuerdos, el contrato para la entrega de su animalidad. Cuando yo había saciado mi apetito, había hecho las pases con el animal que llevo dentro, antes de firmar con un beso el contrato.

Ella no vio que había en mis ojos un bar, una mesa, dos sillas vacías, dos copas de vino y una canción de fondo, Contigo de Joaquín Sabina . Se fue, pero dejó en la cama, que es un desierto, su recuerdo como agua, como vino, para seguir emborrachándome.

Domingo. Otro domingo. El único día amargo y rojo. El día de la carne. Como siempre me desperté a las 10:30 de la mañana y le hice el almuerzo a mi hermanita. Pero quise hacer de ese acontecimiento algo distinto. No heroico sino distinto. Así que fumé marihuana y salí a llevarle el almuerzo a mi hermana. Quería saber que era llevarle el almuerzo a mi hermana en ese estado. Quería enojarme con el sol con argumentos porque no me gusta que me laman. Me ofusca el calor. He asociado el calor con el embarazo y la reproducción en masa. Y por estos días prefiero un Sida a un hijo.

Estaba solo y no quería soportarme en el mundo. No quería soportar el sol. Pero fue una experiencia buena. Al fin y al cabo buena.

Salí de casa y compré un cigarrillo Boston. Estaba tranquilo. Levitaba. Iba en el aire. Pero me cuidaba. No quería que nadie me sorprendiera en el aire. No es sano volar por estos días. Te pueden acusar de paraco o guerrillero o político o poeta o vago o violador… Y no quería caminar, para eso me había trabado.

El sol me quemaba el cuello. Pero ya no me importaba el sol. Mi actitud de murciélago se había rendido ante ese monstruo de luz. Igual, el sol estalla, encandila y hace felices a los más ciegos. Fui feliz levitando y con el sol lamiéndome el cuello, quemándome la piel.

Entré al atrio del pueblo. Ya sí lo hice caminando, consciente de mis pies. Como van a remodelar el parque los venteros lo invadieron. El parque es un pequeño centro comercial, de los de más baja categoría.

Las carnicerías están al lado de las verdulerías. El campesino sobre un costal exhibe su mejor yuca, la que arrancó el sábado en la tarde de su huerta casera.

La plaza de mercado huele a tierra. Huele a pantano reseco la plaza de mercado un domingo a medio día. Aunque más bien huele a todo y nada. El pantano es cosa mía. No hay olores definidos. El aroma de la cebolla sobrepasa el olor de la carne y el de la carne sobrepasa el olor de la naranja y de la naranja sobrepasa el olor del tomate y el del tomate el de la papa y el de la papa el de la yuca y el de la yuca ninguno. Pobre yuca. El campesino tiene que gritar. ¡Yuca fresca, mírenla! para que se percaten de ella. La yuca es demasiado tímida para dejarse vender. En cambio la carne es otra cosa. La carne hace fuerza, se enrojece y refresca su color. La carne muestra su mejor color ante el padre que le enseña al hijo como comprar carne. Porque a la vez el hijo a su hijo le enseñará a comprar carne, porque la carne es su sustento. Así es que se ha enseñado. Pero la yuca no. Ésta trata de esconderse todo el tiempo. Se tira tierrita encima y con las horas empalidece. Intenta confundirse entre el pavimento y el aire. Le teme al reconocimiento porque es un atajo al olvido. La yuca no quiere ser reconocida. Le aterra la idea de que como a la carne la utilicen para llenar los congeladores de las neveras. Y que una madre sienta que sin carne en la casa no hay mercado, no hay nada, se aguanta hambre. A la yuca le gusta el anonimato. No es vanidosa. Sabe que la vanidad la convierte en parte del sancocho. La vanidad la mata, le cambia la apariencia.

Llegué al supermercado donde trabaja mi hermana. Entré como pude, le entregué el almuerzo e intenté salir rápido. Tenía miedo. Debía comprar media canasta de huevos. Me sentía mal. No quería que descubrieran mi honradez. Los huevos valían 2.350 pesos y yo solo tenía 2.350 pesos. Me asustó que de pronto la cajera, que no era mi hermana, registrara más y yo no supiera que decirle.

“Perdone usted, es que pensé que valía 2350 pesos y eso fue lo que traje. Atienda al que sigue, yo dejo lo huevos”. Pensé que era una buena respuesta, en caso de peligro. Era una buena A bajo la manga.

Le entregué la plata a la cajera. Ella la contó. Mientras pasaba las monedas de 100 y 200, la de 500, la de 50, la de 200 y la de 100 y las sumaba al billete de mil, pensé que los huevos valían 2.500 y por 150 pesos tendría que salir avergonzado de no tener 150 pesos de reserva.

- Señor, le sobran cincuenta pesos, hoy los huevos están en promoción, me dijo la cajera.

Sonreí, y como ya tenía los huevos en las manos, dije gracias y partí. Al pasar por la caja registradora en que trabaja mi hermana le hice señas y me despedí. Salí del supermercado con 50 pesos. No me servían de nada. No me alcanzaba ni para un cigarrillo, pero no los arrojé a la basura, para algo te debían servir 50 pesos, así fuera para que me humillaran o para tirárselos a la yuca.

De nuevo paso por la plaza de mercado. Detalle que había pasado de largo, la música. En la plaza de mercado suena música parrandera y carrilera. Esa música crea una atmósfera distinta. Allí, perfectamente, el campo le arrebata al concreto (la civilización) el aburrimiento y lo convierte en sonrisa. Se siente bien estos lugares cuando tenes el alma empedrada con hojitas y tronquitos, cuando tenes alma de campesino.

Llegué a una tienda. No quería llevarme los 50 pesos para la casa, ni para un cigarro me alcanzaban. Pedí un confite. Una morena gordeta, de ojos desviados, porque mi compra era muy mala, mandó a su hijo a que me atendiera. El niño sacó de un frasco, redondo, de plástico, de entre una gran variedad de confites, una menta y un chicle motita. Él se destapó la motita, se la llevó a la boca, la mordió y cerró sus ojos. Se tomó su tiempo. Luego se acordó que yo existía y me dijo que con mucho gusto señor. Metí la menta en el bolsillo y me fui sin despedirme.

En casa pensé que debería escribir. Miré los árboles, escuché la cañada y busqué en el paisaje un pájaro. De entre una hoja de plátano salió un toche, voló y se alejó de mí. Sonrío. Recuerdo la invisibilidad de la yuca. Me identifico con la yuca. Me gusta la personalidad de la yuca. Y escribo como si ya supiera que escribir. Como si yo fuera una yuca. Como si ya supiera que escribir.

Te penetré odiándote. No te hice el amor. Te hice un asesinato a seis asaltos. Te odié con furia y amor.

El primer odio fue con ternura. Te toqué, fumé marihuana y bailé desnudo. Fui un caballo brioso e indomable por la planicie de tu cuerpo.

El segundo fue religioso. Entré en ti a profanar a Dios. Lo encontré entre tus piernas y me fui contra él a apuñalarlo. No me importó ser una hormiga. No fui consiente de mí fragilidad.

El tercero fue literario. Te leí algunos de mis textos. Me conté ante ti. Te puse un hombre al alcance de tus oídos. Luego, mi verga fue un lápiz que escribió en tu vientre: te odio.

El cuarto fue bohemio. Fumé más marihuana. Fuimos a un bar. Bebimos cerveza. Bailé solo porque me importaron más los amigos. No te quise besar en público. Borracho me llevaste a casa. Y te violé porque no te querías dar cuenta de que había anochecido y era necesario dormir.

El quinto fue mañanero. Me sentí mal por los dos. Antes de decirte buenos días te cabalgué dormida. Quería cerciorarme de que estabas viva para volver al intento de matarte.

El sexto fue amor. Te besé lento. Te toqué con todos los dedos. Chupé tu pezón izquierdo y me supo a chocolate y olvido. Traté de robarle a tu corazón algún latido. Ya no quise matarte. Te abracé desconsolado y triste. Me dieron ganas de llorar. Quise meterme en ti y quedarme como un microbio pegado a tu cuerpo. Y te miraba y te miraba sin palabras en la cabeza porque te habías muerto

La niña es la perrita de la casa. Es una fresh puddle que en la familia es más importante que yo.

La excusa de mi madre y mi hermana es que la niña es una animalito y depende de nosotros. Sino le damos comida se muere de hambre, sino la inyectamos se llena de perritos, sino la consentimos se muere de tristeza y necesitaría un psicólogo porque la depresión canica es una enfermedad mortal, sino la mal criamos se muere de encierro porque ella entiende otra lógica y por eso puede hacer lo que le venga en gana.

Es terrible cuando un animal se humaniza y se le trata como si fuera un humano. La niña lleva con nosotros unos siete años de humana. La miman, le traen cositas, le hablan, duermen con ella. Es como otra hija de mi madre. La niña tiene un lugar en la familia que no ha pedido. Ella llena una carencia de afecto, una incapacidad de amar a un semejante. Porque en la casa, mi madre, mi hermana y yo tenemos problemas con el amor y los afectos, y así como otros canalizan sus traumas afectivos en un gato, un cocodrilo, una ex-novia, una iguana, un conejo, un caballo, un amigo, un televisor, un vibrador, nosotros lo hacemos en una perrita.

El caso de la niña no es del otro mundo. La mayoría de las familias ven en sus mascotas la realización de muchos afectos reprimidos. Basta con escuchar el nombre de sus mascotas: Mateo, Camilo, Jesús, Lucas... y niña.

La niña es grosera y me ha hecho la vida imposible. Desde hace unos tres años nos odiamos y nos queremos sin medida.

Una vez intenté matarla, cuando eso trabajaba en un supermercado, había llegado a la casa cansado y con ganas de matar. Hay días en que uno quiere matar. Somos violentos por naturaleza. Los humanos somos una especie sensaciones y contradicciones. Estamos vivos en la medida en que sintamos. Por la sangre nos corre la guerra. Hacemos la guerra y buscamos la paz con más guerra, con la eliminación del otro. Bueno, amanecí en mí de asesino y llegué a la casa. La niña ladre que ladre. Le grité que se callara. Ladre que ladre. ¡Cállate! Ladre que ladre. ¡Cállate o te mato! Ladre que ladre. Al parecer me estaba ladrando a mí. Ladraba para sacarme de control. Ladre que ladre.

Salí y fui a una farmacia. Compré un frasco de mata ratas. Volví y la niña estaba en una silla mirándome. Empezó a ladrar de nuevo. Ese ladrido se me metía en la cabeza y me ofuscaba, me desconectaba algo. Me dolía esos ladridos. Me sentía de cortocircuito. Ladre que ladre. Me llevé las manos a las orejas. ¡Cállate demonio!

Recordé las veces que la niña me despertaba a las cinco de la mañana. Ella se hacía al lado de la cama, justo en la cabecera, y ladre que ladre. O cuando se subía a la cama, trepaba hasta la almohada y ladre que ladre. De un salto la niña se tiraba de la cama y se iba para la cama de mi hermanita. Como si cada acto fuera conciente y lo hiciera adrede. O las veces en que estaba encerrado en mi pieza leyendo. No quería que la niña me molestara con sus ladridos. Pero empezaba a rasguñar la puerta y a chillar. Me conmovía y abría. Me miraba como si realmente me necesitara y no fuera capaz de estar sola. Se echaba bajo la silla y se dormía. Al rato empezaba a roncar. La movía para que se despertara. Me gruñía. Volvía a roncar. La movía e intentaba morderme. Luego dejaba de roncar pero empezaba a peer. Tenía que irme de la pieza.
Recordé todo eso y otras cosas y fui a la cocina, saqué un pedazo de carne, le eché veneno y se lo tiré. La perrita se lo comió y me lamió las manos. Me sentí mal. La abracé y le di un beso. La niña me lamió la cara. La solté y siguió mirándome. No dejaba de mirarme. Míreme. Me sentí mal. Me dieron ganas de vomitar. Fui a la cocina por un tarro de aceite. Tomé a la niña, le abrí el hocico y le vertí el aceite. La niña se retorció y chilló hasta que vomitó. La bañé, la besé, le pedí perdón, la saqué a pasear y prometí no hacerle nada malo.

Las cosas iban bien. Hasta la perrita y yo habíamos hecho las pases. Hasta había dejado de ladrar y peer en mi pieza. Pero hoy ha vuelto a lo de antes. Me despertó a las seis del mañana. Luego me destrozó unas hojas de una novela que empecé a escribir. Dejé que destruyera las hojas, me hacía un bien. Después ladre que ladre. Ladre que ladre. ¡Cállate! Ladre que ladre. ¡Qué te calles o te tiro por la ventana! ladre que ladre. ¡Sino te callas te mato! Ladre que ladre.

Desistí de la batalla. Decidí irme a caminar y despejar la cabeza. La niña sabe que soy incapaz de alzarle la mano. No mato una mosca. Así que ella ladra y yo grito que se calle. Pero, tal vez, ella hace lo mismo que yo y grita que me calle, que deje de gritar, que mi voz es muy fea y la intranquiliza, que mis gritos se le meten al cerebro y le desconectan algo, que si sigo gritando me va a morder, que si no dejo de gritar una noche de estas me arrancará el corazón de un mordisco, que ya sabe como hacerlo, que ya lo ha intentado varias noches pero no lo ha hecho porque me quiere y le gusta que yo la mime.

Camino. Pateo piedritas de impotencia. Una piedrita, dos piedritas... La niña está en casa esperándome. Tres piedritas, cuatro piedritas. No soy capaz de matar una mosca así tenga la cabeza llena de impulsos macabros. Cinco piedritas, seis piedritas. Guau, guau, guau...