Tengo un afán desenfrenado. Falta el aire. Quisiera fumar. Pero ese querer es de tiempo pasado, cuando era triste. Ahora es distinto. Siento otras sensaciones. Es como sentir en cámara lenta que es casi como no sentir. Sucede el movimiento sin ambiciones.

Cuando podía fumar lo disfrutaba porque el cigarrillo es el maquillaje del triste. Entre más triste fumar más. Se ve bien, un solitario de cabaret, el que fuma su tristeza.

Cruzo, como todas las noches, sin novedad, las calles. Atrás los faros y las conversaciones. Llego a la estación del tren. Me siento en una banquita. Deja de agradarme la idea de esperar. Ya ni sé porque razón espero pero espero. Hay algo en el movimiento del que llega que me inquieta,
ahora que han desaparecido las fechas y el tiempo se resume en un siempre y repetitivo minuto que se alarga .

La estación está vacía. Estoy solo, sentado, conciente del viento pero sin sentirlo. Un teléfono suena. Trin, trin, trin… Un perro evita pasar por mi lado, en un chillido huye con rabo entre las patas.

Los grillos, el ladrido de los perros, los motores de los automóviles anticipan el grito mecánico, la voz de hierro de la locomotora. Miro lo negro del horizonte. Espero la señal, la luz del tren atravesando con sus seis vagones la oscuridad y el silencio.

Siempre es lo mismo, la esperanza de distraerme un poco con la vida de otros.
El aburrimiento duerme hasta las 10, hora en que la ilusión se quiebra en pedazos y la soledad hace pesados los brazos.
El amor no resucita al tercer día.
Era un día de los mejores hasta que aparecí con la cámara y trácate, empecé a cazar instantes

Lo primero que hice fue besar a Lu porque me dio la gana besarla. Además tenía unos labios que eran para apretar quijada y soltar saliva. Un mua en todas las direcciones.
Ese día Lu le había escrito un poema al vendedor de tinto, pero el vendedor no le pidió el poema porque yo estaba ahí, interfiriendo con mi cara de madroño esterilizado.
Una imagen de una estación de tren. Sería inaudito no tomarla ¿No creen lo mismo?
Ah... este soy yo. Posé a propósito porque estas son las fotos que se toman en los viajes. Que se le va hacer. No soy original pero me veo bien en sepia.
A esta señora se le olvidó empacar su almuerzo y se devolvió porque se le vinagraba. Eso pasa en todos los paises.
Me callo comentario. No es necesario. Si alguien lo encuentra ofrezco recompensa.

Bueno, tengo algo de narcisita. Me gusta el tenis de mesa . Che, si encuentro algún contrincante les aviso. Por lo pronto. No nada. Suerte.

Desde hace una semana que el invierno va apareciendo en tus ojos.

Trabajas hasta las cuatro, vas a la escuela, regresas con el movimiento de las horas torturándote los huesos, y aún así me haces algo de comer, vemos una película por día, me enseñas a hacer artesanías, me invitas a tomar mate con tus amigos. Te resistes a creer que soy autista y esperas a que te sorprenda con un discurso encantador. Pero nada, no respondo.

La verdad es que la claridad me ha tragado las palabras. Ahora que puedo ver al horizonte sin interferencia me duelen los ojos.

Te veo y me veo y siento frío. Hasta pienso comprarme un paraguas para verte a los ojos. Incluso tengo un saco de lana para enfrentar tu mirada. Se hace escarcha en la piel.

Recuerdo cuando viajamos en tren desde Suipacha hasta Buenos Aires y en Buenos Aires tomamos el Subterráneo. Literalmente íbamos bajo tierra. Impresionante. Todavía me impresiona. Sin punto de transición aparecimos en el centro de la ciudad, en medios del movimiento, los automóviles, los edificios, las avenidas…

Sacaste un mapa de Buenos Aires porque es una ciudad inmensa y más vale estar preparado. Miraste el mapa y nos dirigimos a la fotocopiadora de Nervio, un amigo tuyo.

Entramos. Saludaste y me entretuve con un cd de Pearl Jam. No hablé. Apenas contestaba a las preguntas. Las palabras se me quebraban en la garganta. A la salida, en el parque del congreso, me dijiste que me distraigo con facilidad y nada se me puede cruzar en las manos porque pierdo noción del espacio y tiempo, tengo un poder de distracción bárbaro.

Caminamos. Mejor dicho caminaste, yo iba de porta retratos. Una fotografía Colombiana que gesticula y se enferma de la panza con el agua de Buenos Aires. Una fotografía que mientras empacabas tus cosas en tu apartamento se quedó mirando la película “El curioso caso de Benjamín Button” de David Fincher protagonizada por Brad Pitt. Una fotografía que le gusta la actuación de Brad Pitt en las películas de drama como la de El lado oscuro del sol o Doce monos, por citar solo algunas. Terminaste de hacer las cajas y la fotografía ahí, sin revelar intención.

Vi nubecillas en tus ojos. Nubecillas que se posaban encima mío, sobre mi cabeza. Sentí frío. Temblé.

Afuera llueve. Las nubecillas de tus ojos cubren el cielo. Llueve. Más allá de la lluvia llegan noticias. Tres amigos se graduaron: Lucho, William e Ingrid. La mamá de Alejandro lamenta que hubiera abandonado la carrera.

Las nubecillas de tus ojos bañan las calles, despintan el color de la tarde, le arranca hojas a los árboles.

Pero más allá de la lluvia se avecina el otoño. Más allá de la lluvia viene la otra estación de tus ojos, espero que también sea otoño y las hojas de los árboles que hay en tus ojos se pinten de amarillo, de un amarillo que es de todos los matices. Espero en otoño atravesar la lluvia, el frío, la llanura y morderte los labios y cantar con vos milongas amarillas.

Estoy atrapado en mi nombre. Un nombre que respira y mira. Un nombre que parece inofensivo pero que intenta gobernarme.

Llamarse Camilo es un interrogante sin resolver. Por algo camino encorvado, cada vez más parecido a un interrogante. Si hasta me conseguí un sombrero para graficar el punto que me falta para ser el interrogante completo.

Esto del nombre empecé a sentirlo desde muy chico cuando un Oscar, un Diego, un Edwin, un Mauricio se comportaban muy diferentes y parecían convivir sin problemas con el nombre que les tocó llevar como cruz. En mí era otra cosa.

En el colegio, cuando encontraba a otra persona con el mismo nombre le hacía preguntas sobre mis comportamientos. Cosas como que los asustaba, si eran introspectivos, si tenían dificultades para relacionarse con otros nombres. Me sorprendía el silencio de estas personitas a tales preguntas. Evitaban contestarme. Así que debía observarlos y sacar mis propias conclusiones.

El Camilo es cosa seria. El que lleve ese nombre por lo general es fanático algo o está en continua discordia consigo mismo porque no admite que ese nombre lo controle.

Aunque en apariencia el Camilo se puede relacionar con otros nombres no intima con nadie. No se caracteriza por llamar a un amigo, a no ser a pedir un favor. Está en líos con el amor y el trabajo. Lo único que lo salva es la salud. Necesita estar de pie para cargar el peso de llamarse Camilo.

Además, etimológicamente, llamarse Camilo es colgarse al cuello una misión divina y tormentosa. El origen de este enigma es hebreo “Kadmel” que significa “aquel que es mensajero de Dios”, un dictamen divino y el que lleva ese dictamen debe consagrarse al dolor y la purificación inmerecida. O también en griego “Kadmilos” que significa “nacido de justas bodas” que en resumidas cuentas es el que debe cargar el peso de la tradición de generaciones pasadas, el miedo heredado, el estigma de morir católico y conservador.

Y pese a todo, no renuncio al nombre de Camilo. Me gusta como suena, pero tampoco le hago caso. Pensar en eso me complica la existencia y la idea de Dios. Eso de ser emisario divino no me agrada, requiere mucho dolor y compromiso. Por algo injurié, leí el padre nuestro con los calzoncillos en la rodilla, dibujé a la Virgen desnuda con un consolador en la misma mano que sostenía al divino niño, invoqué la tristeza para librarme de las responsabilidades, rompí el cordón umbilical a muy temprana edad…

Lo que más me asusta es cuando una mujer que deseo y quiero dice mi nombre. Siento que nombra a otro que no corresponde a mí. Llama a otro con mi cara que piensa cosas diferentes. O después de hacer el amor mi nombre es el que siente mientras yo enciendo un cigarrillo y espero el momento de decir algo, sentir mi voz en mí.

A veces, también, escucho una voz que dice mi nombre, segundos antes de conciliar el sueño, y se me erizan los vellos. Es como si el nombre se pronunciase así mismo y me castigara por ignorarlo, por pasármelo de largo. Me lleva a lugares que no conozco, a paisajes pesadillescos que me hacen despertar a gritos, empapado de sudor e indefenso.

Camilo es un nombre macabro, enemigo, está en contra de todo aquel que lo posea. Por algo la mayoría de Camilos son sonámbulos. Lo que hace el nombre es que cuando el que lo posee duerme, habla através de él. Dice verdades y vergüenzas ocultas. Claro, uno no se da cuenta hasta el otro día que el nombre hizo en uno una de las de las suyas.

Ahora que no estoy en mi país y que no conozco a nadie que se llame Camilo, camino tranquilo. Pero presiento algo, una jugarreta que me puede desestabilizar, un truco de mal gusto. A Lu, con la mujer que intento algo, mi nombre le ha dicho cosas mientras duermo. Quizás también se las haya dicho mientras creo que hablo con ella. Es maldadoso ese nombre. A ciencia cierta no sé qué es lo que le haya dicho. El caso es que ella está rara conmigo, más distante, hasta me dijo que fuéramos de a poco y luego se acostó a dormir. Es culpa de mi nombre, mi puto nombre. Pero Lu tampoco quiere decirme que fue lo que le dijo mi nombre. Estoy indefenso ante tales sucesos.

Camilo es un nombre fantasma que me persigue, peor que la sombra, me hace rastrillar los dientes de una manera incontrolable cuando descanso, en las horas de la madrugada, cuando estoy en todas partes menos en mí.

Es complicado este nombre de Camilo que se come mi comida, se pone camisas, medias, lee a Jaime Jaramillo Escobar y a Kafka, tiene mal aliento, es nombrado por la mujer que está seria conmigo, se rasca las pelotas y me araña la espalda cada que le da la gana o cada que le da por empujarme al pánico y divertirse un poco.
Salí de Colombia sin ilusión alguna. No quería imaginar el viaje sin viajarlo antes. Debía renunciar a lo que consideraba mío y seguro. Era mi primer aprendizaje. Renunciar a lo aprendido y establecido.

Había quedado con Bibiana y Mauricio en encontrarnos para ir hasta el aeropuerto. No llegaron. Bueno, si llegaron pero tarde. Igual, es nuestra costumbre llegar tarde a todo. Somos lentos, en Antioquia somos lentos y la lentitud nos gobierna. Hablamos lento, caminamos lento, comemos lento, hacemos el amor lento, estamos llenos de rodeos, nos gusta todo desmenuzado y de a poquito.

A la media hora, con dos bolsos, cansado de esperarlos, partí. Tenía miedo. Dos tipejos me observaban. Querían atracarme. Tanto que uno de ellos se llevó una mano al cuello y deslizó el dedo índice como si se cortara a sí mismo la garganta. Soy cobarde. Elegí el miedo e irme a quedarme a esperar a Bibiana y a Mauricio y correr el riesgo de perder los bolsos y ser apuñalado.

Tomé el avión rumbo a Lima. En Lima esperé hasta la madrugada para hacer trasbordo y seguir hasta Argentina.

En el aeropuerto de Lima me senté en una sala de espera. En frente había una americana. La miré y la miré. Era linda. Quería hablarle, decirle hola, estoy de paso, porque no nos damos un beso y esperamos juntos. Pero me entretuve con el libro El castillo de Kafka. Además me esperaba Lu y no quería contratiempos conmigo mismo.

El viaje hasta Buenos Aires duró 4 horas. Desde el avión la llanura era para no creer. Las montañas habían sido erradicadas.

Lu me esperaba a la salida del aeropuerto. Nos dimos un abrazo y un beso. Volvimos a abrazarnos. Aunque estaba un poco cansado la alegría de verla me erotizó. Claro, no fui muy expresivo.

Llegamos a Suipacha, un pueblo que está a tres horas de Buenos Aires. Un pueblo de 10 mil habitantes. Un pueblo tranquilo. Las casas son de un piso y parecen fincas de campo. Tiene tren que hace dos viajes al día. Hay minimercados y calles aún no pavimentadas. Hay bicicletas y automóviles viejos por todas partes. Es otra cosa a los ojos. No hay balcones con flores y mecedoras. Pero hay calles amplias y tren y perros inmensos y empanadas de pollo enrazadas en pastel de arequipe y ancianas en bici y niños en bici y mujeres con sus bebes en bici y una llanura que se escapa a la retina y un pueblo en bici a principios del otoño.

De entrada a la casa de Lu me atrapó el miedo. Yo era el centro de las preguntas y las miradas. Todavía lo soy. Permanecí callado. Me encerré en el cuarto. Dormí hasta tarde. Temía hablar con los papás de Lu. Pero fue más la paranoia. Son un encanto sus viejos y sus hermanos. Después de unas horas fumé con ellos, tomé mate, toqué a Lu, la besé de cuerpo entero. Volví a fumar, caminé por las calles de Suipacha, miré la llanura, extrañé las montañas, comí empanada y estofado de carne y fideos y arroz con carne. Volví a fumar. Una bocanada, dos bocanadas, tres bocanadas y el horizonte sin interferencias y ante los ojos la tranquilidad en bici tarareando un tango.

El hombre Herror se peina, se engorda, se mira al espejo más de lo necesario, come chicharrón y ve sábados felices, saluda de golpe y dice hifueputa porque si, porque le da la gana.

El hombre Herror suele trabajar ocho horas diarias, ver futbol, tirar los pantalones sin fijarse dónde, rascarse las pelotas en la calle porque es un macho, caminar haciendo malacara, decir lo que sea porque para eso es hombre, hombre Herror.

El hombre Herror no tiene un prototipo determinado. Más que rasgos físicos son actitudes lo que lo definen. Es una idea de hombre.

Por lo regular no sabe hacerse un huevo revuelto, planchar o lavar una camisa. En la casa es un parásito que cree que por llevar dinero debe ser admirado por nada.

Se le descubre en frente de la tv, en las tardes, después del trabajo, mirando RCN y Caracol y creyendo en Uribe sobre todas las cosas.

Se le reconoce porque habla en primera persona y está rodeado de hombres. Se aburre con lo que no tiene acción. No conversa sino que da órdenes.

Para él, la mujer, no es un ser pensante sino un ente con las piernas abiertas. Acude a ella para satisfacer el instinto.

Está afanado así no tenga que hacer. Por correr no escucha, por correr cree que Dios es un bulto de billetes. Dios es dinero. Y se empeña en conseguir a Dios, ambicioso de Dios. No puede vivir sin Dios en los bolsillos. Con Dios va a misa, a los centros comerciales, a los prostíbulos. Con Dios compra amor, respeto, camisas, miedo, vulvitas aceitadas, equipos de sonido, computadores…

El hombre Herror, por su afán de Dios Herror, no se permite el ocio. El ocio le molesta porque lo demuestra hombre Herror, banal, superficial, sin Dios, sin patria, sin vida, sin tiempo. Entonces se encabrona y ataca con el exilio a todo el que le devele un detalle de la intimidad y ensueño. No le gusta sentir que es un instante la vida, de pronto se le acaba y no tiene suficiente Dios para acceder a sus necesidades mercantiles.

Pero, en el fondo, el hombre Herror no tiene tiempo. La vanidad lo ciega, lo paraliza. Por eso le gusta el poder y apoya la violencia. Es fascista por sus comodidades. No le incomoda los comunicados de que redacta el hombre Basura de las águilas negras en Medellín. Que mueran los que tengan que morir porque Uribe tiene la razón. Sino alza un arma, alza su indiferencia en ráfaga.

En definitiva el hombre Herror se cree el redentor de occidente. Hombre hacha hombre hecho hombre chuzo hombre hueso hombre hielo hombre hambre hombre Herror…

El hombre Herror cree que se las sabe todas. Se cree el galán de turno. Imagina que su mirada es un trampolín al cuerpo de la mujer Herror. La que se maquilla 8 horas al día, la que no habla sino que mueve sus tetas y culo para ser escuchada. La también conocida como la mujer enlatado, la que se agita, se le mira la fecha de vencimiento, se digiere en poco tiempo y se olvida porque en el mercado de los hombres Herror habrá otra mujer enlatado más novedosa y liviana. Cada vez la mujer Herror es más portátil y tetona.

El hombre Herror cree que en el machismo como una religión. Tras ese mecanismo de control domina lo que no entiende. Hace de la mujer una propuesta publicitaria y no una intimidad compartida. Le hace creer a la mujer que es mujer Herror, la que debe acompañarlo sin pensar, la que debe estar al alcance del apetito sexual los minutos que sea necesario, la que no tiene proyectos individuales, la que cocina, la que representa el cero a la izquierda.

La excusa es que la historia de occidente, la de Latinoamérica específicamente, es una historia de hombres, hombres Herror. Por eso estamos tan jodidos. El pensamiento es masculino al igual que toda propuesta de cambio.

Y la mujer se creyó ese cuento y representa el papel a la perfección sin quejarse. Se dejó domesticar del miedo del hombre Herror. Porque en el fondo, el hombre Herror está lleno de miedo y sabe que en la escala natural es poca cosa, una figura de acompañamiento. Es la mujer la que crea, el rostro de la vida, la conservación de la especie. A ella le corresponde cargar el látigo del dolor. Es la mujer la que da vida y manipula los deseos de los hombres. Ella es la fuerte. Por algo en el catolicismo es María el portaequipaje de la salvación y José la imagen de acompañamiento, si importancia, ahí, entreteniéndose con la carpintería.

Es indignante que el hombre Herror someta a la mujer hasta la mujer Herror. Cuando ella es la que domina. Ella es la que intuye. Por algo todo problema sentimental es una falla masculina. La insatisfacción sexual es un efecto masculino.

Es la mujer la que puede cambiar esta mierda. Ya el hombre tuvo su oportunidad y su legado fue la guerra por la guerra, por el poder, por el dominio. Es hora de que las mujeres dejen su papel de títeres y derroquen a Uribe, cambien su discursito: Trabajar, trabajar y trabajar, por trabajar, soñar y vivir.

La mujer es un ser oblicuo y el hombre Herror un ser vertical. La mujer puede hacer varias cosas al tiempo. Está demostrado que puede ver tv, remendar una camisa, estar pendiente del sartén, hablar por teléfono sin descuidar ninguna de las actividades. Eso en otro ámbito sería distinto. El hombre Herror en cambio solo puede hacer una cosa al tiempo. Es inútil en todas sus posibilidades. Se queja por todo.

Al menos yo, hijo y nieto del hombre Herror, creo en la mujer. Es ella la propuesta del cambio. Claro, si despierta y hace lo que le da la gana, lo que le nazca, como complacerse más que complacer, dejar salir sus instintos sin ser juzgada, dejar de ser mirada en tercera persona, rebelarse con los cosmeticos. A esa mujer que hace lo que quiere, enfrenta a las mujeres Herror porque las encuentra indignas de su genero, la que propone un paro domestico nacional, la esa mujer me consagro.

Ahora soy un discípulo de una mujer, la escucho. Una de esas criaturas extrañas, que mira y pregunta y menstrua y habla me hechiza. A ella le entrego mi condición de hombre Herror para que convierta en un hombre, sin adjetivos.