- Manuela, ese Jairo si era muy malo.
- Es cierto Josefa ¿Sabes la última?
- No querida, contame

- Vos sabías, claro que sabías, todos sabíamos, que ese muchacho era muy malo. Buen trabajador si, pero ¡Maldadoso! Como él solo. Si cuando estaba chiquito perseguía gallinas con un tenedor porque quería comerselas vivas. Era un muchacho muy inquieto. A la comadre Amparo le robó unos zapatos y después de amarrar ambos de los cordones los engarzó en los alambres de electricidad.

- A mí, Manuela, en esa época, ese culicagado y sus amigos me explotaron el televisor con una papeleta en diciembre. Estaba con mi marido en la habitación y de pronto, trannnnnn… Luego del sonido la casa se llenó de humo. Dios quiera que no, pero ojala se mueran toditicos por malos.

- Pues mija, el Jairo ya está muerto.
- ¡Cómo! ¿Cuándo?

- Pues ayer, pero espera que me hiciste acordar de algo, ya te cuento el chisme. No se acelere Josefa, ya le cuento. Hay tiempo pa todo. Lo único seguro es la muerte. No se desespere. El caso que yo no lo odiaba del todo. Si, a veces deseaba que se fuera y que no volviera, pero ¡era tan buen trabajador ese Jairo! ninguno como él. Tenía unas manos mágicas. Nadie lo superaba desyerbando, deshojando o raspando coca. No era vicioso, no bebía, no fumaba pero… mija, tenía el diablo por dentro.

- Si mija, en la época de la coca Jairo era famoso. Mi marido lo vio y me dijo que en un día raspaba como 10 arrobas mientras mi marido, el pobre, si mucho, raspaba tres. Hasta que se fue como tres años con unos mafiosos para Puerto Asís. Cuando volvió compró la casa, la que está al lado del Pio XII, y se quedó quieto dos meses.

- Si Josefa, si hasta fue a la casa para que le hiciera de comer porque la Magola no lo quería ver por mal hijo y su hermano lo iba a picar a machetazos porque haber embarazado a su mujer. A los dos meses llegó una patrulla de policías y lo sacaron de la casa y lo balearon. Ahhh… y ese Jairo se hizo el muerto 15 minutos, como las lagartijas. Los policías habían llevado el cadáver a la casa de la comadre Magola convencidos de su muerte y de que ya había pagado lo que había hecho. Pues mija, ese Jairo en Puerto Asís había estafado a un teniente de la policía, y peor aún, se había volado con la mujer del teniente, y para ajustar, abandonó la mujer.

- Claro que me acuerdo de eso, si yo misma lo vi cuando lo trajeron los policías. El pobre tenía la camisa roja y no se movía. Magola empezó a llorar cuando los tombos se fueron. Pero el Jairo se puso de pie y se entró para la casa. Me quedé helada del susto. ¡Ese bergajo! Magola le curó las heridas. A la semana se perdió otra vez.

- No sé Josefa, ese muchacho era hasta lo más de pispo, pero estaba muy feo por dentro. Claro que yo le creí que se había convertido cuando regresó. ¿Te acuerdas? venía bien vestido, con una Biblia bajo el brazo, dizque evangélico. Abrió su casa para la oración. Y los vecinos nos regalaba bocadillos y nos hablaba de lo arrepentido que estaba de su vida pasada.

- Si mija, era otro. Decía que había encontrado a Dios en Antioquia. Pero que va, todo era mentiras. Se perdió una tarde, la tarde del miércoles de la semana pasada. De una me imaginé que había vuelto a lo de antes, por eso no me asusté cuando ayer vino a buscarlo la policía. Perro viejo no mea distinto. Después de eso, ummmm… no sé.

- Bueno Josefa, le voy a contar el chismecito completo, es para no creerlo. ¡Ese Jairo si era! La policía vino a buscarlo porque había vuelto a la casa del teniente y se había robado unas joyas de la mujer. Entonces el teniente armó un grupo para buscarlo. Por eso estuvieron patrullando todo el pueblo. Y lo encontraron en un bus que iba para Pasto, casi llegando al Mirador. Lo bajaron del bus y le abrieron la barriga a metralla. Luego de muerto lo esposaron y se lo llevaron para el calabozo. Y hoy, en la mañana, cuando vieron el cuerpo tieso, se lo entregaron a la comadre Magola. La pobre estaba desde ayer en el comando rogando para que le entregaran a Jairo.

- Uff… ¡Qué cosas! Pobre Magola, ¿ya hablaste con ella?
- Nada… con qué tiempo. Ella ni quiso velar a su hijo. Le compró el cajón, le pagó la misa… ahhhh… ¡Mira Josefa! Ahí vienen con el difunto. Qué descanse en paz ¡Persígnate que te cae una maldición!
- ¿Viene Magola?

- Si. Debe estar sufriendo mucho. Pero… la pura verdad, para mí es mejor que se haya muerto. Qué mi diosito me perdone, pero es mejor, o no Josefa, ¿Tengo razón?
- Si… jummm… pero… ¿mira el vestido de Magola? Ni lo aplanchó.

Los pulgares son la contra parte de la mano. Con ellos se puede sujetar y manipular objetos. Estos dedos nos permitieron culturizarnos. Montaigne, el papá de los ensayos, en su texto “De los pulgares”, afirma que son los dedos maestro de la mano. Por algo lo dijo.

Pero, es la mano en su conjunto la que nos distanció del simio. Fue la mano la que le permitió a nuestro antepasado, antes de tener conciencia del lenguaje y caminar erguido, experimentar las nociones más antiguas del amor.

Tesis indebatible en el libro “La importancia de vivir” del filosofo Chino Lin Yutang. Donde se expone que el simio evolucionó debido a su ociosidad de manipularlo todo, de mirar las orejas por lado y lado en busca de piojos. Así, por tocar, el simio descubrió la utilidad de las rocas. Pero el gran descubrimiento fue sentir otras texturas y reconocer el cuerpo del otro, experimentar el tacto y los primeros indicios de ternura y seducción.

Son las manos el gran testimonio de la evolución, pero también son ellas las que delatan y recuerdan nuestro origen. Son ellas las que dieron las pautas del amor y las que afloran los instintos. Por algo el amor es el equilibrio entre la carne y el espíritu.

A lo que voy, es que desde siempre hemos recordado al padre simio. Qué nos de vergüenza admitirlo es otra cosa.
La pregunta es ¿Cómo evocamos el origen? La respuesta es aún más sencilla, a través del amor.

Utilizamos como pretexto el amor para volver a ser simios. Y para volver a ser simios basta con tomarnos de las manos. Entonces, es el amor la unificación de todas las búsquedas.

No importa los estudios, los viajes, los adelantos tecnológicos, las maquinas de afeitar, los implantes, las cirugías, los retiros espirituales, el arte, el avión, el televisor de plasma, el malestar estomacal de saber el significado de la palabra paramilitar, el computador de cartera... cuando nos tomamos de la mano somos un recuerdo reconocido que nos conmueve, dociliza y satisface.

Tomarse de las manos, fue, es y será la primera señal que nos enternece y nos hace sentir enamorados. Por ello, en el cortejo, cuando por primera vez se toma la mano del otro, se siente un escalofrío en la parte baja de la columna vertebral, lo que atestigua que antes teníamos cola.

En la calle, en el idilio del amor, caminamos tomados de la mano sumidos en cierta alegría sospechosa. Admitimos el origen cuando andábamos en cuatro patas. Porque al tomarnos de la mano volvemos a tener cuatro extremidades para desplazarnos con la sensación de haber recuperado un objeto de valor que se había perdido hace tiempo.

A veces, ni se habla por sentir las otras dos piernas que acompañan a las nuestras a un mismo ritmo.

No es de extrañar, cuando se acaba el impulso del cortejo, que las parejas sigan tomadas de la mano. No les molesta. Saben que es un reclamo del cuerpo no concertado en palabras: La evocación del cuadrúpedo, antecesor del cromañón, de una manera disimulada, sin atentar a la estética bípeda.


La presa de gallina es más dura y más gustosa que la del pollo porque es carne adulta. La cáscara del huevo de la gallina del Putumayo es más dura que la cáscara del huevo de la gallina de Antioquia. Quizás por eso es más rica la gallina del Putumayo. Pero la presa del pollo de Antioquia es más dura que la del pollo del Putumayo porque camina más. Gallina o pollo sigue siendo carne y la carne activa las pasiones, altera el juicio y enferma de prisa. Carne es carne. Blanca o roja, carne. Mejor no comer carne.

Lo ideal es consumir garbanzos, frijoles, alverjas, naranjas, mandarinas, papayas, yogur, leche, queso, plátano, yuca, lechuga, agua de apio en ayunas para limpiar la sangre, papa sancochada para el dolor muscular, habas para el buen funcionamiento del cerebro, pera para limpiar la próstata, tomate para la ensalada, carne de pollo para el turista, carne de gallina para el solo que busca sola, carne de res para el político y el abogado y el terrateniente que es ganadero y mentiroso y ladrón.

Carne roja para patrocinar la infidelidad y blanca para atraer malos pensamientos.

No coma carne y verá a Dios más cerca, más acá del catolicismo, porque Dios es vegetariano.




Ahora entiendo que el movimiento de los cuerpos es otra conversación, con otras pautas. Qué es más efectista un bailarín que un conversador a la hora de encontrar una pareja saludable y que cocine bien. El primero se demora menos porque es conducido por sus ritmos naturales.

En cuanto a la música y al baile, lo único claro es que no tengo ritmo en las venas. Ante eso no hay remedio. Por ello, desde siempre he evitado los bailes. Al principio porque creí que no me interesaban. Entonces me justificaba diciendo que creía que el amor se daba era hablando y no sacudiéndose y prefería conversar que sudar. Aún prefiero conversar. Pero descubrí que evitaba los bailes por vergüenza. No quería admitir que no sabía bailar, o peor aún, tener que mover mi armazón de huesos y sufrir cada segundo en la pista. La veces que bailé fue horrible porque no disfruté. Por estar pendiente de no pisar al otro no disfruté en dejarme llevar por la música. Lo rescatable de esos días era mirarle los hombros a la pareja. Había escuchado que los hombros daban las pautas del paso a seguir. A mi ese detalle no me dio ninguna pauta. Pero me gustaba mirar los hombros y los senos moverse bajo la camisa.

Me supe a-motriz y todo lo que había perdido por ello. No puedo llegar como cualquier tipo y decirle a una nena: ¡Hey te invito a bailar! porque no sé bailar.

Intenté bailar solo en casa, en mi cuarto. Prendí la grabadora pero me enredaba con mis mismos pasos. Parecía un caballo con patines. Así que terminaba brincando sin coordinación.

Aún bailo solo en el cuarto o cuando me emborracho. Si bien no puedo repetir un paso dos veces, sé que afirmo un estilo y entre más me equivoque mejor. Hago el baile del solo y algunos amigos han sido testigos de ello y me han acompañado. Claro, las mujeres que me han visto se ríen en vez de acompañarme porque les bailo desnudo entregado a mis desparpajos musculares.

Sabía que cada individuo tenía su ritmo, y así el mío no se notara en público, en algo debía sobresalir. Y descubrí el milagro. Encontré que soy un buen bailarín escribiendo cartas. Entendí que disfruto escribiendo una carta así como un negro disfruta bailando una cumbia. Igual, con las cartas también puedo conseguir una mujer sana que cocine rico.

Al saber que escribiendo cartas tenía un ritmo juguetón y erótico, empecé a escribir cartas a los amigos, a la pareja de turno, a las mujeres que me gustaban, pero sobre todo a los amigos. Y mientras escribía una carta movía el cuerpo como si bailara del ombligo para arriba una canción que solo yo sabía.

Al principio, como el que aprende a bailar, los pasos eran torpes. Las cartas eran demasiado dulces y fatalistas o pecaban de ingenuidad. Eran cartas fingidas que no me tenían a mí como material de exposición. Pero luego, con practica, me fui sintiendo cómodo y me dejaba llevar por el ritmo de las cosas que quería decir. Escribía como un salsero bailando en Cuba una canción de la Sonora Matancera. Hasta que me olvidé de decirme que escribía cartas por escribir entregado al ritmo de las palabras. Pues en las cartas, en las verdaderas, en la de los amigos, no hay protagonismos literarios, ni giros engorrosos, ni estilos adoptados de literato serio y castrado. En las cartas de amigos se escribe de la vida en su estado puro, desde la intimidad del abrazo, es decir, de los dolores de pecho porque una mujer no nos determina, del poema en curso, de los proyectos de teatro y esas cosas en las que nos ocupamos a diario y solo a nosotros nos interesan.

Además, en la carta como en el baile se necesita de dos. Si el baile es una coreografía de muchos, entonces se escribe una circular. Pero con dos basta: El remitente y el destinatario.

Personalmente, me gusta más escribir una carta a un amigo que ir un sábado a una discoteca. El baile de la discoteca es de una noche, de dos personas que se tocan y se sienten y se sudan y se quieren mientras dura el calambre del movimiento y aturdimiento. En cambio el baile de una carta es a dos tiempos y no requiere de contacto. Una canción no se puede bailar a tiempos dispares y sin tocar al otro. Una carta se puede leer a tiempos dispares y sentir como si fuera al mismo tiempo. Al escribir la carta la pareja no existe. El remitente la invoca, la contornea, le propone un movimiento y la escribe como si el destinatario estuviera presente. El destinatario al leer la carta sabe que está escrita desde antes. No le importa. La lee y siente que ese es el momento y que está listo para el baile.

La carta es un baile en tiempo distinto que se baila como si fuera al mismo tiempo. Por lo tanto soy un experto bailarín de cartas. De eso no hay dudas. No importa mis movimientos asimétricos a la hora de escribir. Entre más me equivoque más gracia tiene el baile. He bailado muchas cartas. Perdí la cuenta. Algunas las bailo varias veces. Una que ya bailé la repito y luego otra que repetí la retomo. Como una buena canción se baila una carta sin agotamiento.

En esta ocasión invoco la canción Lián-ju, una canción que he bailado de tiempo atrás. Con ese nombre se suele creer que la letra o la música son de china o de algún país de oriente. Pero no, es un bambuco antioqueño, de cabello largo, que estudia filosofía .

Una canción movida por el viento y que encanta damiselas con pestañeos o silabas picarescas. Una canción que gusta de abrazos y que por la tardes hurga las nubes. Imagina que trepa un ave para destilarse por el aire en cantos y danzas improvisadas. Una canción que fuma marihuana y que no le importa vestirse elegante para salir un domingo a la calle, por algo nació sin ropa. Una canción que escucha a Joaquín Sabinas, Silvio Rodríguez, Serrat, Radiohed... Lee a Nietzsche, Pesooa, Barba Jacob, Rimbaud... y se ve en los vitrales de los kioskos mientras se toma un café.

Para bailar la canción Lián-ju no hay que saber bailar, mucho menos cantar, la cuestión es estar dispuesto a ver atardeceres sin preguntas, sin existencialismos baratos de político de fabrica. El único requisito es escuchar más allá del ruido como la tarde se hunde en la noche y los pájaros acompañan tal acontecimiento. Luego mover los pies, reír, y al abrir los ojos, enterarse que estabas sumido en un baile natural, no buscado, de un recuerdo juguetón y querido.









- Hey, ¡sos paisa!
- Si, de Medellín y voy para Colombia.
- Yo también, parce, que chimba, me llamo Jair Cartagena.
- Mucho gusto, Camilo solo

Seguí sentado con la carta del denuncio de la perdida del pasaporte y que me había costado 30 dólares sobre las piernas. Remojaba en la boca un pedazo de pan. Miraba la bolsa con los panes, las galletitas de soda y los atunes que Jimena me había dado para el viaje. Mientras mordía el pan y pensaba en ella.

Me decía que no era posible que en tan poco tiempo sintiera tanto por una mujer. En dos semanas se fermentó la ausencia que siento. En dos semanas una mujer despeinaba los suspiros. En dos semanas me sabía minusválido del corazón. Recordaba el cuerpo de Jimena mientras se ablandaba y remojaba el pan con saliva. Pensaba en sus ojos verdes y cabello castaño claro, en su tesis de grado para recibirse de abogada, en su gata araña dedos, en sus labios, en su manera de decir que era una mentira lo nuestro pero que era más real de lo necesario y en lo lejos que estaba de ella.

- Camilo, ya sellaste el pasaporte
- ¿El pasaporte?
- Sisas parce, porque sino te cobran una multa por entrar de ilegal al país, incluso te pueden llevar preso.

Jair llevaba un día más en Huaquillas Ecuador. Subía desde Brasil. Vendía estiker de cristo y con eso se costeaba el viaje. Tenía un tic nervioso en el lado izquierdo de la cara y parecía una ramita de cilantro de lo flaco que estaba. De Brasil pasó a Argentina donde lo robaron y tuvo que pedir dinero y comida en las calles. En la embajada unos colombianos le ayudaron para salir. Atravesó Bolivia, entró a Perú y estaba en Ecuador esperando el bus de Panamericana que lo llevara a Tulcán, cerca de la frontera de Ecuador con Colombia.
Invité a Jair a un atún con pan. Me regaló un estiker.

- Hermano, no tengo pasaporte. Bueno, si tengo pero lo tengo escondido. Porque si muestro el pasaporte me cobran una multa abismal. Cuento con una carta de la comisaría de Huaquillas para atravesar el país y no la he sellado en migraciones. Creí que el bus pasaba por Migraciones.
- Hombre, no sé, esperemos.

Jair me ayudó a esconder el pasaporte en la mochila. Pero en ningún lugar me sentía seguro. Así que por decisión compartida Jair llevó el pasaporte con él. Nos subimos al bus dispuestos a soportar 18 horas de viaje.

- Caballero, ¿pasa por migraciones?
- No, no paso, contesta el chofer
- Ah!!! Caramba, entonces como hago para sellar el pasaporte
- Pues hermano le tocó irse así y rezar para que no se lo lleven preso.
- No hay una posibilidad remota de que me espere.
- No señor, eso es descuido suyo y no mío. Pero si quiere lo dejo cerca de migraciones. Sella el pasaporte. Luego toma una combi llamada Cifa y por un dólar cincuenta lo lleva hasta la Y de Machala y allá me espera.
- ¿Y de Machala?
- Si, o si prefiere póngase a rezar para que pase a salvo el país.

Miré el chofer y me dieron ganas de darle un puño. Pero como ahora soy un alma de Dios me contuve y me quedé pensando que hacer. Jair decidió acompañarme.

Nos bajamos del bus con los bolsos de mano. Habíamos dejado la comida y las mochilas grandes, además habíamos pagado por el pasaje. En migración me miraron. Me pidieron la cédula. Me reclamaron el pasado judicial. Les dije que también lo había perdido. Me dieron 5 días para atravesar el país. En migraciones hablé con el conductor de un bus que iba hasta Guayaquil. Le pregunté si conocía la Y de Machala. Negocié el pasaje de Jair y el mío en 2 dólares.

En Machala a Jair el tic nervioso del rostro empezó a delatarle los nervios. El ojo izquierdo le brincaba como una bola de pimpón. Y parecía que el mentón se le fuera a pegar del hombro. Hablaba de las maletas y de que íbamos a hacer si el bus no aparecía, de cómo íbamos a seguir el camino. No le decía nada. No tenía miedo. No me importaba ir preso. Sabía que las cosas podían empeorar. Así que fumé, miré el cielo, sentí el bochorno y la humedad del trópico.

En Machala me enteré de que en Ecuador Juan Manuel Santos tenía orden de captura. Me sonreí. Era la primera buena noticia que recibía en Ecuador. Hablé mal de Juan Manuel Santos y le dije a un vendedor de piñas que fuéramos a capturarlo a Bogotá, le amarráramos las manos y a rejo lo hacíamos cruzar la frontera porque era un asesino. El vendedor de piñas sonrío y me dijo que ya venía el Bus de Panamericana.

El conductor me saludó. Busqué mi asiento. Le di una galletita a Jair. Me quedé mirando las estrellas hasta que me dormí.

- Por favor, todos bajen del bus para control, dijo un policía de carretera.
- Pasaporte.
- No tengo, pero tengo esta carta.
- Esto no sirve. ¿Para donde va?
- Para Colombia a reunirme con mi madre y mi hermana y enderezar mis días torcidos.
- Bueno, porque hoy estoy de buen humor lo dejo seguir, pero estarías de perla en el comando. Siga, pero si lo vuelvo a ver me lo llevo preso.

Volvimos a subirnos al bus. En media hora hicieron otros dos controles y en todos tenía que explicar la carta y exponer como había sido la perdida de mi pasaporte y algunos utensilios más. Luego me recosté en el asiento y los ojos se me fueron cerrando poco a poco.

- Hey, ese es mi asiento, me dijo una mujer medio desesperada y delgada, de gafas y boca torcida.
- ¡Cómo!, hola… qué! Le contesté sin dejar de mirarle la boca
- Si, ese es mi asiento, y sentía mi mirada en sus labios.
- - Ehhhh… ahhhh… bueno entonces ¿cuál es el mío?
- No sé, es problema suyo, yo pagué aquí en Quito por este asiento. Dijo mientras se llevaba la mano a la boca. Ocultaba algo.

Me había sentado, desde el inicio, en un asiento equivocado. Busqué el mío y estaba ubicado al lado de otro colombiano, Jairo, de Popayán.

Jairo era esmeraldero. Había viajado a Perú para buscar negocios. Había conseguido algunos contactos. Pero no le había gustado la distancia de lo peruanos hacía él porque era colombiano. Y el colombiano, conocido como “colocho” prefieren ignorarlo en los negocios porque termina ganando. Con lo que podía comerciar sin concertaciones era con mujeres y con coca. Pero Jairo prefirió seguir con lo de las esmeraldas. Regresaba a Colombia para llevarse algunas otras piedras preciosas y venderlas. Hablamos un poco de todo. Y a ambos nos indignó recordar las atrocidades de los paramilitares. De cómo habían acabado con la juventud de Frontino, adueñado del narcotráfico, la política. En ese momento quise tener un rifle e irme a cazar paramilitares.

Llegamos a Tulcán. Jair, Jairo y yo tomamos un taxi hasta Rumichaca, frontera de Ecuador con Colombia. Jair y Jairo sellaron los pasaportes. Yo les dejé mis mochilas y pasé como se fuera de la zona. Nadie me detuvo. Pero dejaba atrás una deuda en Migraciones Perú que crece con lo días y una estafa en Ecuador. Sabía que estaba en Colombia y que por un buen tiempo no podría salir de ella. Después llegaron Jairo y Jair.

Jairo me preguntó si era cierto lo que le había dicho sobre las cartas de amor. Le dije si pero le valía dos almuerzos, uno para Jair y otro para mí. Le escribí una carta para su esposa Dora.

Partimos en taxi hasta la Terminal de Ipiales por 1.500 pesos. Hacía meses no veía un billete de 20 mil pesos. En la Terminal de Ipiales Jairo tomó un bus para Popayán, Jair iba a buscar como solucionaba la estadía y el pasaje hasta Calí y yo negocié por 5 mil pesos un pasaje hasta Pasto.

Las montañas de Nariño me hacían sentir en casa. Los pastusos y las montañas y los cultivos de cebolla.

En Pasto por 20 pesos conseguí un pasaje hasta Mocoa. Me subí al bus, 5 horas de viaje. Me senté. Recordé que iba para una zona violentada por la coca y la guerrilla. Miré por la ventanilla a una niña lamiendo un helado. Recordé que llevaba dos días sin bañarme y me sentía pegajoso. Volví a pensar Jimena. Cerré los ojos y seguí viendo las montañas que entraban y salían del Putumayo sin distintivos fronterizos, sin sellos migratorios, sin conflictos políticos. Luego los abismos y los deslizamientos en la vía hacía Mocoa. Lo peor aún era que el conductor por la montaña, en curvas, iba a alta velocidad y las chantas del bus tocaban el abismo. Entendí que estaba en Colombia. Me llevé un pedazo de pan a la boca, el último pedazo real y palpable de regalo de Jimena para distraerme y no mirar por la ventana un fin poco generoso a mis ambiciones.

- Les escribo una carta de amor para sus mujeres. Las cartas son efectistas. Vea, si es para reconquistar a una esposa es mejor una carta medio dulzona y cotidiana. Nunca fallan. Soy experto en eso.

- ¿Y cuánto sale eso?, dice uno Daniel, uno de los eciatorianos

- Es sencillo, la pago yo, contesto

- ¿Cómo?, responde Matín, el otro ecuatoriano

- Si, vea, por la denuncia de la perdida del pasaporte, de la tarjeta andina y la cámara digital que no tengo, ustedes me cobraron 30 dólares. Yo necesito 15 para llegar a la frontera de Ecuador Colombia. Así que con 15 dólares, que antes no tenían, para esta noche tendrán una mujer contenta. Porque si ven bien mi sutación, no tengo los 60 dólares que me cobra migarciones para costear el sello que no aparece en el pasaporte, dije.

- No sé, contesta Martin, uno de los ecuatorianos que sabe que sé que todo es una farsa.

- Bueno, es cosa que se debe decidir. Además, por una carta tendrán más que un beso. Dije

- Pero puedes trabajar en el parque, prosigue Daniel, el otro ecuatoriano, como si ignorara que en un parque ecuatoriano no se puede hacer actos públicos

- Es cierto, pero para conseguir el almuerzo, pero no para el pasaje. Pero muchachos, sus corazones me lo agradecerán así me hayan cobrado una fortuna por una denuncia que se hace gratis.

Los dos ecuatorianos se vieron. Me dieron los nombres de sus mujeres, Dolores y Milagros. Le escribí las cartas. Pagaron mi pasaje. Sonreí y salí a ver como solucionaba lo del almuerzo. Todavía me falta llegar a Tulcán. Salí a caminar Huaquillas, municipio de Ecuador y a pensar en Jimena, la peruana que me enseñó a abrazar de nuevo. Ay Jimena tus besos aleteo de suspiro me calman el hambre hoy que hace un calor insoportable.