Mamá fue la vara con que medí a las mujeres. Rompí la vara y me siento más frágil que un feto.
Soy el que siempre fui sin importar las insinuaciones y la posibilidad de la entrega:
La foto del desconocido que apenas miraste.
Se entumen las rodillas del frío. Pero me gusta el Frío. Escucho el trabajo Drean Theater de Pink Floyd. Te imagino de 7 años en las piernas de tu padre escuchando The Great Git in The Sky. El cuadro me parece hermoso. Tu con tus ojitos verdes mirando a tu padre extasiado de sonidos, mirando sin mirar la ventana empañada por el vapor del invierno. Me imagino tu padre y te beso la frente.
Recuerdo que en la universidad vi sobre un mueble un libraco que trataba la teoría de la relatividad de Einstein y comprendí nada. Acepté que no hacía parte de las 10 mil personas con cerebros calificados para entender las teorías de Einstein.

A los meses, un amigo que estudia física me explicó que en 1915 Einstein desarrolló la teoría de la relatividad general para exponer las contradicciones entre las leyes de la relatividad y la ley de la gravitación.

Mi amigo al verme la cara intentó explicarme como a un niño que Einstein le atribuye las fuerzas, las gravitacionales como las asociadas, a los efectos de la aceleración.

Como seguí sin entender me aventuré a dar mi propia teoría sobre la gravedad. Bueno, no sobre la gravedad sino sobre lo contrario, la ingravidad. Cuando no se entiende una cosa se puede acceder a ella por el contrario.

Sin asimilar lo que quería decir Einstein y lo que había dicho antes Newton de “que todo objeto atrae a los demás objetos de forma directamente proporcional a su masa”… me dio por pensar en la fuerza que nos desprende de la gravedad.

Aclaro, no soy físico, pero en el trópico la gravedad es otra cosa. Bien puede declararlo quién haya sentido la humedad de la selva y de lo pesado que se hace el cuerpo. Por ello se dice que hay más gravedad y por ende más ingravidad.

La tierra, en términos que pueda entender, según la fuerza de la gravedad, es como un imán. Esa fuerza, ese imán, ese fenómeno ocurrido en la velocidad de los cuerpos, también podría denominarse vida. Entonces la vida sería el peso del cuerpo, la fuerza milagrosa que sostiene el cuerpo del globo. Los años serían la velocidad en el cuerpo. La ingravidad sería la muerte.

La muerte (la ingravidad) sería dejarse ir, perder el peso y el movimiento, desprenderse del milagro, del centro. La ingravidad sería aceptarse boca abajo, y no boca arriba como hemos creído, ante el sol.

Los techos no servirían. Simplemente porque no tendrían uso. No atajarían los cuerpos que se desprenderían por la ingravidad hacía el vacío. Los techos funcionan mientras el hombre pueda ser movimiento para evitar precipitarse al abismo mientras duerme.

De ahí la mal sana costumbre de enterrar a los muertos. Retener sus cuerpos inertes sin aceptar que son polvo, ceniza consumada, humos. Nos dirigimos al polvo, al aire, al espacio vacío. La ingravidad es el cuerpo sin gravedad, es decir, sin vida.

Pero mientras sucede la caída de este cuerpo que soy, me gusta saltar y sentir que los pies vuelven a la tierra como un metal al imán. Me gusta sentirme grave y vivo. Me gusta imaginar que estoy sujeto a cuerdas invisibles que me sostienen y se estiran cuando salto. Entonces, en mi ingenuidad, creo que esas cuerdas invisibles son Dios y sonrío. Conozco la idea de Dios gracias a la ley de la ingravidad.

“Después del coito el hombre es animal triste” Fernando González

El hombre es una estrella fugaz que alumbra cuando las cosas no van a su ritmo. Me explico. Cuando una mujer es inabordable, el hombre siempre está disponible. Incluso, en el pre-coito, la mujer puede pedir la escritura de la casa y el hombre la firma. Por su objetivo no piensa, es carcasa, como un televisor de moda.

El televisor es de plasma, de imagen nítida y sonido casi real. El hombre es pasión, se peina con gomina y utiliza una voz pausada y atenta, casi real. Lo que delata a un hombre atento es la erección.

El televisor por si solo no sirve. Necesita de una antena para captar la señal satelital. Así llega la imagen al televisor y éste demuestra su calidad y su poder para domesticar amas de casa. El hombre sin pasión es como un televisor sin antena. No funciona. Pero cuando alza su falo, que funciona como antena, el hombre capta las imágenes nítidas del satélite interepiernaje o interescote. La penetración es un trofeo viril. El afán de hacer nítido el deseo obliga al hombre a demostrar su habilidad para mentir y envolver mujeres atolondradas.

El hombre como la televisión convence a través de la imagen. Vende el sueño de estabilidad. Las mujeres que se entregan al televisor dan rating, el sueldo de los actores y todo lo que se mueve al otro lado de la pantalla. Las mujeres que se entregan al hombre dan cuerpo, la entrepierna codiciada, el sueldo de meseros y todos los beneficiados por el impulso del cortejo.

Cuando es saciado el instinto el hombre necesita otro satélite para que la antena funcione. Cuando no funciona la antena no llega la señal satelital y sin señal el televisor no funciona. La imagen se torna ruido, borrosa, como llovizna. Es cuando el hombre es un animal triste que mira por la ventana sin ver.

En cinco años, si esto no se acaba en el 2.012 como lo predice los Mayas, de seguro, si estoy, habrá rastros del que soy ahora. Tendré más entradas y estaré más barbado. Holgado al fin y al cabo. O quizás esté solo por obstinado. Solo pero libre. De cualquier forma, para ese entonces, tendré la misma energía para seguir asombrándome con las nubes. Es de la única manera que no me siento miope.

C llega a la casa de M a las once de la mañana. M diseña una revista. M sabe que a todos les gusta lo que hace. Se da el lujo de planear proyectos de corto aliento. Esta vez le dice a C planear un pasquín. C acepta.

M y C se dirigen al encuentro con JF. M salta un alambrado. C cae al césped.

JF se había motilado. En cambio M y C tan desarreglados y tan flacos dejaban mucho que pensar. Se les notaba la ausencia de padre.

Las potencias literarias, lo mejorcito de lo inédito, como lo sospecha todo el mundo, se saludan. Por algo JF se negó a publicar los cuentos con los que ganó varios millones de pesos. Haber ganado es ya una hazaña.

M canceló semestre en la universidad para viajar con su novia por Colombia. No viajó mucho. Pero se antojó de paisaje. Sin hacer mucha bulla, escribe y rompe algunas hojas. Mientras piensa que escribir lee, dibuja, diagrama, hace bocetos de novela, concibe tres cuentos a la vez, mira el techo, el cenicero vacío, sus dibujos y se olvida de escribir. Se sumerge en un ensueño de lucubraciones. Su habitación una nave espacial en la que viaja cuando no está en la terraza mirando las nubes.

C permanece la mayor parte del tiempo encerrado en su casa cuidándose. Se volvió mañoso. No ha publicado. No se preocupa. Escribe y camina con sus amigos escritores y es vanidoso con otras vanidades bien instruidas.

Los escritores se dirigen a una cascada en lo alto de la montaña. Las casas de campo con vacas, perros, gallinas, señoras que huelen a café con galletas, naranjas inabordables porque son propiedad privada (¿Cómo si los naranjas fueran más naranjas por qué están entre cercos?) señores con bozo y machete y un cielo azul para clavarse de miradas.

Llegan. Se desvisten. JF saca un bocadillo. C mira a JF y sonríe porque es el que más se parece al sabor del bocadillo. M sin ropa es una armazón de huesos robusta en virtud.

Los escritores escalan la cascada. El agua entume los pies. Sienten frío, pero el frío en la cascada es otra cosa, es un frío dulce, alegre. Como anfibios trepan, hacen piruetas para hacer interesante la expedición. Hablan porque tienen boca. Claro, que a veces, se les va la voz de haber hablado tanto y haber dicho nada. Eso pasa cuando se creen geniales.

M toma la delantera. Salta de una roca a otra y en esta última se recuesta a recibir el sol. C sigue a JF. Ambos le sonríen a la quebrada porque escucharon que los indígenas del Putumayo le pedían permiso a los ríos para entrar a sus aguas.

Los escritores hablan del sol del trópico, del paraíso climático que les permite tener la sensibilidad afilada. El frio los hace retroceder al lugar donde se desvistieron. JF, el hombre de las sorpresas, saca de su bolso un bareto pequeño. C y M lo esperaban. Como buenos marihuaneros escritores se permiten aún, a esta altura de la desnaturalización humana, tiempo para entrar en la intimidad de la montaña, donde el medio día es un suspiro de Dios.

El agua canta y el sol hace los coros. M ve una libélula y se la muestra a JF y a C. C dice, por decir algo, que esos insectos no pueden vivir lejos del agua ¡cómo si él pudiera! C mira una araña y se pregunta por qué en los dibujos animados son personalizadas por señoras cuarentonas, con gafas, profesionales del croché.

JF le lee un cuento ruso a M. M con una navaja hace figuras precolombinas en un tronco. C se dirige, ya vestido, a un lado de la quebrada y lee a su mujer de agua dulce.

Luego, los escritores intuyen que es hora de partir. Deben hacer algo. JF debe ir a clase en la universidad, un curso en filosofía. M debe pensar unas ilustraciones para algunos poemas de José Manuel Arango. C debe dormir porque está cansado y la marihuana lo agotó más de la cuenta. Guardan la bolsa del bocadillo en el bolso de C y retornan al pueblo.

A medida que descienden hay pavimento y el sol es agresivo. Los espera la costra gris que se expande en el valle y devora árboles. En silencio se despiden. Vuelven a su individualismo, a su rincón de costra gris donde se exige el uso de anteojos.
Todavía la palabra arrastra la acción. Todavía el instinto aúlla. Todavía me desgasto en proyectos perecederos. Todavía busco donde soy tantos y otros. Todavía me encojo cuando llueve.