No quiero un harem. Con una mujer basta. Saben los amantes que una mujer es todas las mujeres si puede sostener una conversación desprovista de cosméticos baratos y caprichos de mercado, sin hacer el índice alfabético de novios que soportan los amiguitos mariquitas.

La mujer que puede decir no y mandarte a la mierda en cualquier momento es la mujer para sentir con los cinco sentidos. Es la mujer que te agua los ojos cuando es herida y recuerdo. Es la mujer de intención dirigida. Es la mujer para odiar y amar sin piedad. Es la mujer que se ve sin la estítica contaminada de la retina. Por eso no importa si es gorda y se asfixia en la cama, si su cuerpo escultural carece de bríos, si sus manos son en miniatura y es lubrica hasta dormida, si es rubia e invoca desnuda a su hermano para protegerse del amor. No importa si es extraña días después. Si esa mujer se atreve a tocar y sentir como la sienten, es que también pensó en la certeza de la entrega, del entusiasmo sin planes. Luego, ella sabe, no importa el luego. Entonces no duele la soledad después de haber querido a esa mujer de infarto.

A cada mujer que he querido la quise de caída libre al abrazo sin escatimar locura para sentir escalofríos. Los amigos dicen que son más de algunas mujeres. Para mí todas son una. Una y nada más que una en su momento. Lo que pasa es que no me niego al olvido. Me aterra convertirme en un hombrecillo-guerrero-pabellón-cadáveres-amores-inconclusos. La que se fue se fue. Claro, olvido no quiere decir huida.

Todavía creo en la magia. Todavía creo en la vida. Todavía quiero continuar el viaje sin cargas ni fantasmas en el corazón. Todavía sueño con esa mujer a la otra orilla de la cama. Todavía tengo besos en los labios y se me para cuando beso. Todavía creo que es posible anclar mis suspiros en el pecho de una emisaria de las estrellas.

Vuelvo y repito: con una mujer basta. Con una mujer que lubrique abrazos y no se crea el cuento de princesita en espera de guerreritos con escudos de hojalatas llenos de espermatozoides dispuestos a vencer su virginidad sin conquistar su corazón.





El martes de la semana pasada tumbaron uno de los árboles emblemáticos de la Universidad de Antioquia. Era el árbol fálico de la jardinera principal. Tenía una protuberancia varonil envidiable. Primero le cortaron el falo. Luego todo el árbol. Nadie se manifestó porque en Medellín los árboles no importan. Por algo nos matamos con la misma disposición que vamos a misa.

Somos naturaleza en descomposición. Nuestra lógica, la citadina, fruto descompuesto. No sentimos y creemos que eso es pensar y pensar bien. Cuando era más importante el árbol viril que todos los planos futuristas de la ciudad industrial. A desenterrar todas las raíces de la tierra y desterrar las aves y las mariposas de Medellín porque son indignas al cemento y progreso.

En Medellín ya no preocupa el origen. Medellín la generación del Metro, los parques sin árboles, las fabricas de confecciones, las balas perdidas y los atracos. La generación de la indiferencia. Indiferencia por la paloma sin nido, el grillo sin hojas, el pájaro sin ramas, el viento sin sombra. Que muera todo porque en la ciudad lo único importante es que nada es importante.

¡Si en Medellín miraran las montañas con árboles y pájaros y antioqueños! Pero la indiferencia prefiere un par de tetas, una garrafa de aguardiente y un sancocho de gallina. Luego un portátil.

Nos gusta la grasa y los tiros al aire. Nos gusta el gris en todas sus posibilidades. Nos gusta la mujer del prójimo porque está operada y es la del prójimo. Si fuera la nuestra sería feliz el prójimo. Nos gusta el árbol para leña. Nos gusta la panza llena para no pensar. Nos gusta el ruido para no escucharnos. Nos gusta los negocios para competir y eliminar. Que se muera el que se muera, igual en Medellín nacimos muertos.

En Medellín se nos olvidó que sale el sol y es un desprestigio la aguapanela, la arepa con mantequilla de vaca, las mujeres con las mejillas rosadas del frío de la montaña.

Medellín sin arcoíris. Medellín sin luna y sin poesía porque se olvidó que en la montaña la luna despoja al poeta de su alma y hace de la poesía zancudos. Pero en Medellín matamos los zancudos con desinfectantes y olvidos de grueso calibre.


El abuelo paterno fue lo único que le agradecí a mi padre. Recuerdo que a mis 7 años estaba sentado con mi abuelo en el patio de la casa. La casa era una hacienda cafetera ubicada en la vereda el Uvital del municipio de Fredonia. Había un patio empedrado con una banca de madera. Mi abuelo solía sentarse en la banca en las tardes. La abuela nos llevaba café con tostadas untadas de mantequilla de vaca.

El abuelo era blanco y se le veía la barriga. Más que blanco el abuelo era rosado. El abuelo apoyaba las manos sobre la barriga y miraba el cielo. Tarde tras tarde me sentaba con él a mirar las nubes. No hacia falta las palabras. Él miraba no se qué que lo enternecía y yo juagaba con dinosaurios gigantes de algodón. Pero una tarde el abuelo señaló el cielo con la mano derecha y me dijo: “no se olvide, nunca se olvide de mirar arriba para que no le sea insoportable respirar.” Luego puso su mano en mi hombro.

Después de la muerte del abuelo el recuerdo del abuelo era un pedazo de cielo que hería. Fui creciendo, haciéndome terrestre para mirarle el sexo al amor. Elegí la equivocación por voluntad. La adolescencia un agujero de amarguras insondables. Me escondí de la inmensidad y las nubes. Me volví impaciente. Me emborraché. Dormí en la calle con el olor de una entre pierna en los dedos. Peleé cara a cara con la muerte. Besé tantas bocas que no recuerdo. Me permití tantos enamoramientos como decepciones. Busqué el llanto para elevar la mirada a las nubes.

Quise vivir el amor como una llamarada que ardía por última vez. Por eso deseaba por desear sin cerciorarme si a la que deseaba quería ser deseada. Entonces me emputaba conmigo mismo y me enamoraba para buscar un infarto por erección y entusiasmo a destiempo.

Pero, al final, uno descubre que una sonrisa es más importante que todas las promesas mercantiles del progreso y las normas de convivencia. Más efectiva que las teorías filosóficas y los horarios de oficina. Igual de reconciliadora que los grillos, las ranas y las noches estrelladas. Y me gustó como sonrió Mayra anoche. Estaba hermosa y distante. Hermosa y con sueño. Hermosa y callada. Hermosa e intocable. Hermosa y un mensaje mudo: “Pelao, me gusta la magia. Pero algo falta. Falta saltar al cuerpo. No sé. Como que quiero a ratos.”
Igual, mirar la sonrisa de Mayra me remitió al abuelo. Te recordé abuelo, viejo barrigón y amado:

- Viejo apenas te entiendo. Me enseñaste a sonreír de nuevo. La sonrisa espanta el miedo. La sonrisa enternece como el agua dulce. Aunque, viejo, con Mayra no sé. La sonrisa me confunde. Deberías ayudarme. Soy muy ingenuo y evidente. Tal vez por eso Mayra me mira y me hace sentir piloto sin instrucciones de vuelo, ángel desterrado del cielo, viento sin árbol. Como si quisiera y no quisiera. Fuera y no fuera. Pasara y no pasara. Llegara y no llegara. Como una visión en celofán. Como si Mayra mirara golondrinas para alejar a los intrusos del misterio de sus ojos. Viejo, la verdad, estoy en aprietos porque me gustan las nubes y la sonrisa de Mayra.
Y veo como el que ve y no se gusta solo porque no tiene a quien abrazar cuando se estremece con las nubes. Entonces sé que ella, viejo, no responderá a mi llamado porque teme quedarse conmigo a contarle lunares a la noche. Ella teme que un beso le mate sus golondrinas. De que ese quererme a ratos sea un querer de más tiempo. Porque ella utiliza ese querer a ratos como un pretexto para no tomar la iniciativa. No conmigo que leo señales y de pronto las entiendo. Pero, viejo, son temores que no quiero entender porque quiero sentir más que pensar en sentir. Así que a ella sus temores y a mí las nubes.

Miro las nubes y les hago preguntas. Siguen su continúa marcha. Siempre las mismas nubes. Nada en ellas cambia. Sin embargo son otra cosa, como las angustias, distintas. Rondan, pasan, se van, vuelven, maravillan, dibujan el rostro de Mayra, desaparecen, aparecen y son una angustia insoportable pero vital y necesaria.

Luego las nubes desdibujan el rostro de Mayra porque más arriba y más abajo de las nubes están la divinidad y el misterio. Entonces no importa nada. Una mano de nube es el cielo. Una mano que me toca el hombro como se toca un recuerdo. Una mano que me enseña que tanto afuera como dentro del corazón las nubes son la misma cosa distinta. El mismo rostro del abuelo con los ojos cerrados.

Días sin leer, sin pensar, sin escribir, sin beber, sin amar, sin llorar, sin huir. Así justifica la bondad el impotente.
No te he hablado así como te veo. No me has hablado así como me ves. Estamos ahí. Preferimos la niebla para conservar el misterio de la piel. Tal vez el aburrimiento nos espante más que el amor. Tal vez.