La coleccionista de presencias ausentes

Desde hace algunos meses, con el rompimiento de su última pareja, un escritor de baja categoría que la había atormentado los últimos cinco años, ella se dispuso a viajar por el país. Creía que entre más movimiento de cuerpo, menos posibilidad de recordar el lugar de origen.
Conoció variedad de climas, de comidas, de culturas, de distracciones. Pero en las noches, siempre, a la misma hora, sentía un deseo incontenible de llamarlo o mandarlo de una buena vez a la mierda, pero sobre todo llamarlo. No soportaba ver en su celular mensajitos como: "A pesar de todo eres la mujer de mis sombras" "Me desangro de amor y no puedo ya encontrarte". Aunque también, no quería aceptar, esperaba encontrar esos mensajes en el trascurso del día. Quería olvidarlo y no olvidarlo. Quería decirse así misma que podía olvidar en pocos días a ese fantasma que más de una vez la tarjó de muerte, le hizo el amor con escupitajos y veladoras, le escribió las peores cartas de amor y le leyó capitulos aburridos de una historia que ella no entendía. Quería mentirse y volver a llamarlo. Quería que se repitiera la historia: el infierno, los reclamos, las peleas, el sexo de los ahorcados.
Miraba a través de la ventana el cielo. No había estrellas. En su cabeza las ideas eran automoviles chocones sin rumbo determinado. Otro mensajito en el celular. "Recuerdo la humedad de tu cuerpo en mitad de la noche". ¡Puta madre!, piensa. Enciende un cigarrillo y tira el celular por la ventana.
Afuera, tras el rompimiento de un aparato pequeño, un Huawei de servicio limitado, surgen sombras que empiezan a desfilar y a susurrar cosas que ella no entiende.

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