El nombre y la imagen del personaje no han sido reveladas por peticiĂ³n de la fuente.
No es un hombre atractivo aunque su actitud podrĂa posar en un comercial de maquinas de afeitar y vender mĂ¡s que los modelos varoniles y casi irreales que aparecen allĂ. Pero, su rostro, mĂ¡s bien de anfibio, intimidante, no clasifica para avisos publicitarios.
Es un hombre bravo, como un vaquero de la vieja usanza que puede desafiarlo todo, incluso, el miedo a morir. QuizĂ¡s, por ello, se la pasa desde hace algĂºn tiempo de fiesta en fiesta, entre pistolas y drogas. No importa si muere intoxicado o baleado con tal de que siga siendo respetado o temido. Por ningĂºn motivo aceptarĂ¡, aunque ya nada pueda hacer para evitarlo, convertirse en el extra de su propia pelĂcula, en el suplente del jugador que alguna vez por sus gambetas y sus goles fue un Ădolo en las canchas, en el espejismo de una promesa para los mĂ¡s entendidos de futbol del paĂs… Pero despuĂ©s de aquel fatĂdico accidente automovilĂstico donde se fracturĂ³ la columna y quedĂ³ en silla de ruedas algunos meses, es todo aquello que se niega a ser: el extra de sĂ mismo.
En las tardes en que recuerda el pasado, que procura sean pocas porque no soporta la nostalgia, se ve en la cancha corriendo con el balĂ³n delante de sus pies como una flecha en direcciĂ³n del arco del equipo enemigo. Enfrenta las defensas y patea el balĂ³n que como un proyectil es inalcanzable para el portero. DespuĂ©s de ese recuerdo, de esa sensaciĂ³n de frustraciĂ³n que se despierta, sale de casa dispuesto a ahogar el pasado en licor.
En su Ă©poca dorada estuvo en Buenos Aires, en la Bombonera, en un partido entre San Lorenzo Vs River. Ese fue uno de los recuerdos mĂ¡s preciados que lo atormenta en igual medida. El otro fue el encuentro con Maradona donde ambos se metieron varios pases de cocaĂna. Por ese entonces podĂa viajar en carros lujosos, con escoltas, intimar con las mujeres mĂ¡s atractivas que el dinero pudiera seducir, meter la droga que el cuerpo soportara, porque era un hombre que naciĂ³ para no estar pintado en la pared. AdemĂ¡s, Faustino Asprilla habĂa afirmado que ese muchacho iba camino a convertirse en el mejor delantero del paĂs. AsĂ lo veĂan tambiĂ©n los comentaristas deportivos, las aves de rapiña del fĂºtbol.
DespuĂ©s de que le informaron que no podrĂa volver a jugar, paradĂ³jicamente, el dinero desapareciĂ³ igual que la mayorĂa de los amigos. Aquellos que despuĂ©s de un partido lo esperaban en carros blindados y le pagaban cantidades exorbitantes por gol anotado. QuedĂ³ solo arrastrĂ¡ndose en una silla de ruedas.
Cuando se hubo recuperado recibiĂ³ llamadas de Higuita, Aristizabal, el Totono… entre otros, invitĂ¡ndolo a jugar en partidos amistosos en honor de lo que pudo haber sido. Pero para Ă©l no era suficiente. Necesitaba demostrar que era un hombre rudo que habĂa nacido para ser grande. Apenas pudo caminar, salir de la terapia, jugar uno que otro partido con los amigos, empuĂ±Ă³ un revolver y se dedicĂ³ a otros trabajos con los que ha mandado a mĂ¡s de uno al otro mundo.
Vive de lo que pudo haber sido. Se rodea de amigos que lo admiran y lo invitan a beber hasta que el mareo y la nausea le dicen que no es un superhombre. AĂºn asĂ, como si fuera un hombre superior, advierte a todos los que lo conocen que no deben decir su nombre porque hay personas que lo buscan. En caso tal de que un soplĂ³n diga su nombre en pĂºblico, entonces… bueno, mejor no imaginarlo. Pero, asĂ diga una y otra vez su nombre a desconocidos y advierta que nadie puede decirlo, no es capaz de no hablar de sĂ mismo, de alimentar un mito que fue y ahora es una imagen de un hombre cansado que se opaca con los dĂas.
No es un hombre atractivo aunque su actitud podrĂa posar en un comercial de maquinas de afeitar y vender mĂ¡s que los modelos varoniles y casi irreales que aparecen allĂ. Pero, su rostro, mĂ¡s bien de anfibio, intimidante, no clasifica para avisos publicitarios.
Es un hombre bravo, como un vaquero de la vieja usanza que puede desafiarlo todo, incluso, el miedo a morir. QuizĂ¡s, por ello, se la pasa desde hace algĂºn tiempo de fiesta en fiesta, entre pistolas y drogas. No importa si muere intoxicado o baleado con tal de que siga siendo respetado o temido. Por ningĂºn motivo aceptarĂ¡, aunque ya nada pueda hacer para evitarlo, convertirse en el extra de su propia pelĂcula, en el suplente del jugador que alguna vez por sus gambetas y sus goles fue un Ădolo en las canchas, en el espejismo de una promesa para los mĂ¡s entendidos de futbol del paĂs… Pero despuĂ©s de aquel fatĂdico accidente automovilĂstico donde se fracturĂ³ la columna y quedĂ³ en silla de ruedas algunos meses, es todo aquello que se niega a ser: el extra de sĂ mismo.
En las tardes en que recuerda el pasado, que procura sean pocas porque no soporta la nostalgia, se ve en la cancha corriendo con el balĂ³n delante de sus pies como una flecha en direcciĂ³n del arco del equipo enemigo. Enfrenta las defensas y patea el balĂ³n que como un proyectil es inalcanzable para el portero. DespuĂ©s de ese recuerdo, de esa sensaciĂ³n de frustraciĂ³n que se despierta, sale de casa dispuesto a ahogar el pasado en licor.
En su Ă©poca dorada estuvo en Buenos Aires, en la Bombonera, en un partido entre San Lorenzo Vs River. Ese fue uno de los recuerdos mĂ¡s preciados que lo atormenta en igual medida. El otro fue el encuentro con Maradona donde ambos se metieron varios pases de cocaĂna. Por ese entonces podĂa viajar en carros lujosos, con escoltas, intimar con las mujeres mĂ¡s atractivas que el dinero pudiera seducir, meter la droga que el cuerpo soportara, porque era un hombre que naciĂ³ para no estar pintado en la pared. AdemĂ¡s, Faustino Asprilla habĂa afirmado que ese muchacho iba camino a convertirse en el mejor delantero del paĂs. AsĂ lo veĂan tambiĂ©n los comentaristas deportivos, las aves de rapiña del fĂºtbol.
DespuĂ©s de que le informaron que no podrĂa volver a jugar, paradĂ³jicamente, el dinero desapareciĂ³ igual que la mayorĂa de los amigos. Aquellos que despuĂ©s de un partido lo esperaban en carros blindados y le pagaban cantidades exorbitantes por gol anotado. QuedĂ³ solo arrastrĂ¡ndose en una silla de ruedas.
Cuando se hubo recuperado recibiĂ³ llamadas de Higuita, Aristizabal, el Totono… entre otros, invitĂ¡ndolo a jugar en partidos amistosos en honor de lo que pudo haber sido. Pero para Ă©l no era suficiente. Necesitaba demostrar que era un hombre rudo que habĂa nacido para ser grande. Apenas pudo caminar, salir de la terapia, jugar uno que otro partido con los amigos, empuĂ±Ă³ un revolver y se dedicĂ³ a otros trabajos con los que ha mandado a mĂ¡s de uno al otro mundo.
Vive de lo que pudo haber sido. Se rodea de amigos que lo admiran y lo invitan a beber hasta que el mareo y la nausea le dicen que no es un superhombre. AĂºn asĂ, como si fuera un hombre superior, advierte a todos los que lo conocen que no deben decir su nombre porque hay personas que lo buscan. En caso tal de que un soplĂ³n diga su nombre en pĂºblico, entonces… bueno, mejor no imaginarlo. Pero, asĂ diga una y otra vez su nombre a desconocidos y advierta que nadie puede decirlo, no es capaz de no hablar de sĂ mismo, de alimentar un mito que fue y ahora es una imagen de un hombre cansado que se opaca con los dĂas.
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