Atrapados como ciegos los habitantes del pueblo en que vivo memorizan rutas sin horizonte. Caminan sin imaginar que arriba de ellos está la luz. Para ellos la  vida fue la encrucijada de ciertas cosas que se repitieron una y otra vez sin que se dieran cuenta que pasaban.  De viejos, cuando sintieron el dolor de espalda y el temblor en las manos, se enteraron de que las cosas que los asustaron de jóvenes siguen siendo las mismas. Y los jóvenes que ven repiten sus historias y caminan por las mismas calles sin horizonte.  En esta tierra de ciegos en la que vivo alquilan recuerdos y promocionan el olvido todos los domingos después de misa.
No puedo cuadricular el cielo
en su derrier
mi muy querida, pero, inabordable dama
y soltar mis turpiales
que no entienden de espacios limitados.
El deseo es un caballo brioso que recorre las tierras más oscuras del corazón y arrastra a su jinete a aquellas sombras que se tragan sin compasión a los más valientes. Luego, regresa el jinete con la ropa andrajosa y como mendigo se sienta en una esquina a implorar que alguna chica lo salve de sí mismo. Pero nadie lo socorre y en casa se sienta frente al teléfono a esperar que lo llame un amigo y lo invite a fumarse un porrito y fantasear sexos lejanos. Así espera a reencontrarse de nuevo con el caballo que lo observa desde afuera de la casa. El jinete mira al caballo con rabia y tentación de ensillarlo de nuevo. Pero sabe que para cabalgar debe curarse las heridas y dejar de temer para no hacerse esclavo de su miedo. Porque cuando cabalga casi siempre se siente más solo. Aún se asusta con su propia sombra y asusta a muerte al corcel que lo arrastra por paraderas sin rumbo fijo. La pasión del caballo invade y aterroriza al jinete. Pasión desbocada al encuentro de lo desconocido. Pasión que consume el misticismo de inmediato y principia la ruptura que maldice a los amantes. Y sin embargo, el jinete vuelve a casa día tras día, noche tras noche y se acuesta en la cama y coquetea con el deseo que lo mira desde afuera implorándole un paseo juntos por el campo.

Ir con tu hermanita a comprar unas botas de cuero, imitación de las Brama. Al medírtelas te das cuenta de que las medias están impresentables y sacas provecho de la situación porque negociar con un olor fuerte puede ser un instante de suerte.
Agosto fue el mes de las cometas. Estuvieron las cometas coleadoras, las desequilibradas, las que no se dejaron elevar por nadie. Estas cometas se parecen a aquellas mujeres escépticas, desconfiadas, que leen en el metro y arrugan el ceño si alguien las mira. Son las mujeres que pagan la cuenta y defienden con fervor el feminismo. Estuvieron las cometas pasivas, las manufacturadas, las que se elevaron a determinada altura y no pidieron pita porque no les interesaron las nubes. Estas cometas tienen la actitud de aquellas mujeres que sonríen todo el tiempo y en la cama permanecen quietas, esperando que les digan que hacer. También estuvieron las cometas libertarias, las que pidieron altura todo el tiempo y quisieron el viento más que la tierra. De estas cometas voy a hablar, porque son las que más se parecen a las mujeres que me gustan, aquellas libertarias que no se niegan al placer, a la necesidad de sentir.

El hombre que sostiene el carrete de una cometa libertaria debe buscar un lugar propicio, el viento adecuado, para maniobrar con el carrete y la pita. Ese primer ritual del vuelo es muy parecido al ritual del cortejo. Veamos: El hombre ve esa mujer libertaria que le interesa, medio bruja y coqueta, pregunta por ella. Espera el momento preciso para invitarla a un café. Entonces empieza a maniobrar con palabras gentiles para poder ser simpático y darle libertad a su lengua tan hábil en promesas.

La cometa libertaria se eleva y cuando tiene altura suficiente, sin razón alguna, se precipita al vacío. El fin es que el hombre se olvide del carrete, se preocupe por ella y recoja con agilidad un buen tramo de pita. Ocurre también, cuando la mujer libertaria hace creer al hombre que esta jugando el mismo juego, que, sin razón alguna, sufre una depresión sin referente y él se ve sin saber que hacer. Entonces, él se preocupa y le dice palabras lisonjeras.

Llega un momento en que la mujer libertaria posa su cabeza en el pecho del hombre y le cuenta sus secretos más ocultos. Es cuando ella es más del viento que de la tierra y sabe que él puede ser el compañero que entienda sin juzgarla su manía de culpar a todo el mundo de sus inseguridades.

Entonces sucede el momento más emocionante y crítico de elevar una cometa libertaria o establecer una relación con una mujer libertaria, es cuando se establece un nuevo diálogo y se aclara hasta que punto la firmeza es también dejar que la cometa libertaria se vaya con el viento. Lo mismo si la mujer libertaria necesita tiempo para hacer ciertas cosas, sus cosas. Porque lo más aconsejable es no impedir su vuelo, su necesidad de libertad. Debe primar, para todo hombre interesado en mujeres libertarias, que cada quien es libre de irse cuando lo sienta necesario.
Desde que te vi sabía que iba a tocarte. Algo me decía que eras una presa fácil para mi sed insaciable de damiselas desprevenidas. Te vi sentada en una mesa del bar y sin decirte una palabra empecé a llamarte con la mirada. Instantes después estábamos frente el uno del otro, y la siguiente oración que presidió el saludo fue que quería pasear contigo y besarte. Fui directo porque no eras una mujer que me importaras para salir de día. Lo percibiste porque sin importar lo que te había dicho, te quedaste esperando a que se iniciara una conversación. Necesitabas sentir que estabas sintiendo también. Pero, me alejé porque no me interesaba hablar contigo y lo sabías.

Pasaron cuarenta minutos antes de que te decidieras a sentarte en la silla al lado de la mía. Apenas te habías acomodado en la silla llevé mi mano sobre tus piernas, alcé la falda y le hice presión con los dedos a tu entrepierna. Me bajé la cremallera y conduje tu mano a que estrangulara al animal que estaba ansioso por envestirte. Tus dedos en vez de calmar la furia más la endureció. Me humedecí de ti. Charquitos de ti atestiguaban el movimiento de los dedos. Tu olor de pintura a base de aceite en madera húmeda invadió la noche.

Salimos del bar a dar un paseo por los alrededores. Entramos a un parque abandonado y me aferré a ti. Llevé mi pelvis a tus caderas y te besé frenéticamente, como un animal.

Algo demoniaco había dentro. Se había despertado porque en los últimos días había controlado el deseo. Pero como un preso el deseo huyó de su cárcel y se encontraba libre de culpas y moralismos. Sentía la perversión del santo, el que busca motivos para perdonarse. Por ello, ante ti, ante tu cuerpo disponible no pude negarme y te lamí el cuello hasta hacerte caer un arete. Te envestí con violencia. Te maldije contra un muro. Te mordí los labios. Te corté la respiración. Te culpé por mi debilidad. Te asusté e intentaste huir diciéndome que te estaba maltratando y no querías que así pasaran las cosas. Pero tus peticiones fueron como leña a la llama. Con más rabia te besé. Volví a llevar mi mano a tu entrepierna. Te volví a besar casi hasta morderte los dientes. Mi respiración y la tuya un ventarrón sin rumbo, arrítmico y delirante. Volví a frotar mi miembro en una de tus piernas. Tu olor caía a goteras de los tejados y las ventanas. Tu olor era vapor en los adobes contra los que te empujaba.

Lloré por ti y por mí, por la herida que ensanchábamos, por la terrible soledad que se avecinaba. Así que mis dedos huyeron de tu cuerpo después de haber llorado de lujuria, hastío, ausencia y rencor.

Huí de ti porque me permitiste satisfacer el deseo y eso me dejó más triste y solo. Huí porque podía irme tranquilo, con la certeza de que no amanecerías en mi lecho, con la agonía de que no eras la que debía amanecer en mi cuarto. Huí porque ya no te necesitaba y estaba aterrado porque ya no te odiaba y feliz porque llamarás mañana a las cuatro de la tarde y no te contestaré el teléfono.