Para todos un feliz año. Nos vemos en enero. Mientras, propongo para estos días volver al ritual del café. Disfrutarlo y conjurarnos. Beberlo. Soñarnos. Porque no, vernos.



El café debe ser negro como las plumas del cuervo, amargo como una mala noticia, caliente como el aliento del fuego y dulce como un beso con los ojos cerrados para que sea una bebida espiritual. Debe beberse en cantidades reducidas, en un pocillo pequeño a medio llenar y en dosis controladas. El vapor debe ser una flor gris azulosa que se abre en el aire y perfuma.

El café es la contra a la prisa. Por ello, se recomienda tomarlo sentado, con música a no muy alto volumen. Ya que el café trae preocupaciones trascendentales como el desequilibrio ambiental y climático que enloquece las emociones. También temas más cotidianos: la camisa que vi en el centro comercial y quiero comprar, el jefe que quisiera desaparecer con decir “Hada cadabra”, las páginas verdes azules de algún clásico ruso.

El café es una bebida del espíritu cuando se siente en la garganta, en el estómago, en las tripas, en las venas, en la sangre. Entonces te habita todo el cuerpo y se puede meditar, leer a Rimbaud y Whitman, escuchar Mazzy Star, confesar los miedos más íntimos, contemplar el paisaje solo y acompañado, escribir cartas a los amigos y derramar unas gotas en la hoja.

El café se disfruta o de lo contrario es un desperdicio de bebida que se toma en oficinas o en calles atestadas de termos y vendedores ambulantes.  Por eso hay que entregarse al ritual, a la quietud. Es decir,  a la conversación y olvidarse del ritmo acelerado de estos días donde no es permitido sentarse, respirar, mirar el cielo, soñar, suspirar, robarle al viento un aroma. Días donde se necesita hacer para pagar el arriendo, el teléfono, los pasajes, las cervezas. Hacer para que el amor nos mire y se quede un ratico. Hacer para ser digno de respeto. Pero el que hace sin reposo pierde el privilegio de contemplar, sentirse, conversar, aprender, creer.

Es necesario volver a mirarse a los ojos. Volver a conversar. Volver al hechizo de las tardes de lluvia, de las ventanas empañadas, de las noticas a desconocidas, de las velas encendidas en la noche, de los abrazos compartidos, de los proyectos fecundos de cafetín, de los regalos, de las cenas. Volver a sonreír. Volver aprender a tomar café.

Aposté con un amigo quien de los dos conseguía primero novia. Visualizamos las dos niñas más lindas del curso: Él a... ya no recuerdo a quién y yo a Sandra, una niña de pequitas, ojos café miel, delgada y con un coeficiente intelectual que podría… Dios mío… solventar mi vagancia en la adultez. La elegí por sus pecas, sus puntos revueltos en el cuerpo. Pero el problema era encontrar las palabras indicadas. No ser muy directo pero tampoco muy aburrido.
Ay Sandrita, tú con tus pequitas en las mejillas me dijiste “no” sin siquiera preguntarte el cómo conseguí dinero para comprarte los caramelos y los chicles Arcoíris. Ay Sandrita, tú con tus pequitas no te enteraste de que perdí una apuesta y tuve que invitar durante un mes a mi amigo a pan con gaseosa.
Recuerdo que en mi habitación apoyaba la cabeza en las manos y fabricaba discursos: “Soy un chico educado. Me gusta jugar a la gallina ciega y al escondidijo. Además, ya tengo mis primeros cuatro pelos en las axilas y ha empezado a cambiarme la voz. Lo más importante es que no digo groserías, me baño todos los días y llevo la camisa del uniforme dentro del pantalón. Ahhh… esto si te derretirá: obedezco a mamá sin discutirle”. Es poco convincente. De seguro pensará que soy bobo. Mejor le dijo la verdad: “Sandra aposté con un amigo a que sería tu novio. Pero, como ves, voy perdiendo. Te preguntaras el por qué. Pues lo que comenzó como una apuesta trascendió y me enamoré.” Si. ¡Eso es! Mañana será el día.
En el descanso compré una chocolatina en la tienda del colegio. Vi a Sandra sentada con dos amigas desayunando. Le obsequié la chocolatina y le dije que necesitaba hablarle. Ella me dijo que al finalizar las clases.
Matemáticas con el profesor Mondri. Le decíamos Mondri por su aliento a pescado, a herida infectada, a no me hables cerca, a masacre en la autopista… Trabajamos las ecuaciones de despeje. Lo más interesante era como un número cambiaba de signo al pasar al otro lado del igual. Entonces pensé en Sandra y en nuestra relación de despeje. Ella, claro, estaba al otro lado del igual. Pero ¿Cómo pasarla? ¿Cómo restarla de mí? Dios ¿Dónde estabas cuando Sandra con sus pequitas me dijo no?
Los gritos se escucharon cuando sonó el timbre que anunciaba el fin de las clases. Fui el último en salir porque ya no quería confesarle mis sentimientos. Me asusté cuando la vi frente al portón metálico.

—Florentino, ¿qué eso tan urgente que tienes que decirme?
—Eehhh... heee... eeh... lo... que... que... yo... yo... te-te-tengo que-que de-de-cirle es...
—Florentino no decís nada. Mi mamá piensa que estas enamorado de mí. Y no quiero que te enamores de mí porque yo no estoy enamorada de ti. Si quiere, seamos amigos.

No tuve el valor de tomarle una mano, mirarla a los ojos y darle un beso. Ella se despidió y me quedé inmóvil. Desde ese episodio no volví a dirigirle la palabra.
No volví a hablar. Me sentía mal conmigo mismo. Odiaba a todas las mujeres y los hombres. Odiaba cualquier defensa sobre la humanidad. Odiaba sin remedio, sin medida, sin razón, sin mí, sin Sandra, sin pequitas, sin compañía. Odiaba porque era un puñetero cobarde incapaz de abrir la boca y morder. Odiaba el aire, la tierra, los pájaros. Odiaba los profes y por eso exploté en clase de Ética cuando la profesora arremetió en contra del machismo. Ella habló sobre el sometimiento cultural de la mujer en occidente. Criticaba que fuera valorada por sus tareas domésticas. La profesora me parecía una mujer muy extraña. Su juventud y su discurso eran extraños. Ella aseguraba que el machismo era un invento del hombre para ocultar su inferioridad. Porque la mujer es una fuerza oscura e indomable, una energía abismal que lo descontrola todo. El machismo, entonces, es un mecanismo de control regido por el miedo. El machismo sirve para que el hombre niegue públicamente las virtudes de la mujer que podrían direccionar por mejor el destino de los hombres. El machismo es la doctrina del miedo por el miedo. De ahí que el hombre necesite más de la mujer que la mujer del hombre. Pero el hombre no lo admite ante otro hombre porque parece menos hombre. Cuando es sabido que el hombre mero-macho-de-pelotas-de-toro es vencido por una gripe. Se queja porque si, porque no, porque si y no, porque no sabe que hacer consigo mismo sin una mujer a su lado.
Sentí en el estómago un ardor y olvidé que era un joven con dificultades de comunicación y alcé la mano. Era la primera vez que hablaba en clase.

—Comparto su idea pro-pro-fe. Pe-pe-ro, no creo que el machismo sea sólo por parte del hombre. La mujer también es machista. Ella es más más-más débil. Como sufre más lento sufre menos. Nunca se tarjará en segundos co-co-mo le sucede al hombre. Ella no sabrá del vacío de olvidar en pocos días una mujer de pe-pe-cas mági-gicas. La mujer se que-queda viviendo en el pa-pasado. Por eso huye de las preguntas fundamentales. Si a ella se le pregunta el por qué está tan tan sola ella pre-prefiere organizar la ropa o hacer el almuerzo. El hombre no la conoce, es va-valido, pero ella tampoco se-se conoce. Na-nadie se conoce. Pero lo pe-peor es que la mujer hace dependiente al hombre de su se-sexo y por eso él…

—¡Florentino! ¡Se calla! Acompáñame a coordinación.


Juan, un turista interesado en el arte visual, viajó a Santa Fe de Antioquia, un pueblo colonial conquistado por el Mariscal Jorge Robledo en 1541, a presenciar entre el 8 y 12 de diciembre la XI versión Festival de Cine y Video de Santa Fe de Antioquia. Lo que más le gustó fue que ese pueblo parece haberse convertido en una fotografía estática donde no pasa el tiempo.

Juan estaba contento porque podía ver películas como: Los 400 golpes (1959), Jules y Jim (1961), La piel suave (1964), Besos robados (1968), El amor en fuga (1979)… del director Fancois Truffaut. Lo interesante es que sus proyecciones, pensaba Juan, aún son vigentes. La magia radica en que sus películas hablan de la condición humana. Es decir, sus emociones. Por algo, en cada film aparece un hombre que revive episodios biográficos, sobre todo de su infancia, preocupado por la búsqueda del padre y por entender a la mujer como un ser tangible y no como un ser de porcelana que se quiebra y no suda.

Juan acudió una conferencia sobre Truffaut. Mientras escuchaba al ponente sintió que era hora de hacer un cortometraje. Olvidó lo que estaba escuchando y visualizó los momentos, que creyó, eran importantes para el corto. Ya tenía el título: Les parents. Quería algo autobiográfico, de su adolescencia, cuando su padre no estaba para decirle que las mujeres no eran creaturas de otro planeta que hablaban otro idioma. Sospechaba que al revivir un episodio de su pasado en una de las calles de Santa Fe de Antioquia podría dar la impresión de que las preocupaciones humanas son atemporales. Por eso, en su posible corto, debía aparecer una pared de estilo colonial, blanca, iluminada por el reflejo amarilloso de un farol. La pared en plano general y con sonido ambiente. De pronto, sin dejar de enfocar la pared, se escucha el taconeo de una mujer y su silueta atraviesa la pared. Cuando cruza, la pared se funde a negro y surge una mujer de perfil, en plano de busto, en una conferencia sobre Truffaut, sentada en una silla plástica con la mirada perdida y los hombros descubiertos. Atrás, de fondo, se ve al director de cine antioqueño, Víctor Gaviria, el hombre que internacionalizó las historias barriales de Medellín, rodeado de un puñado de personas que le ofrecen licor y le piden un autógrafo, una entrevista o una fotografía. Se desenfoca el fondo y en plano de detalle surgen los hombros de la mujer que sigue sentada, con la mirada perdida. Juan, en un primer plano, mira a la mujer y sacude la cabeza. Luego, aparecen sucesivos planos de detalles de pechos, traseros, rostros de mujeres abismadas, hombros y espaldas descubiertas, piernas... Los planos pasan rápidamente durante cinco segundos hasta que después de un fundido a negro aparece el padre de Juan recostado en el pared de estilo colonial, blanca, iluminada por el reflejo del farol, mirando una mujer en tacones, la madre de Juan, y la ve pasar quedándose con el eco de sus tacones martillándole en la cabeza.


Uno
Vos
Tres suspiros


El invierno hace estragos y los pobres representan el índice más alto de damnificados y los medios se aprovechan de la situación para registrar el dolor y ganar en rating y amarillismo. Por ejemplo, buscan los primeros planos de madres que lloran sus perdidas o ancianos navegando en colchones en busca de un familiar o un electrodoméstico.


Millones de pobres más pobres sin vivienda, sin dinero, sin ayudas estatales porque las catástrofes naturales no pueden atribuirse como atentados terroristas. O tal vez si: “el invierno es una peligrosa arma biológica del frente Escarcha de las FARC que opera entre las nubes”. Podría decir un comunicado de prensa gubernamental.

Millones de ilusiones bajo la tierra en tiempos de tristeza. Millones de sonrisas borradas en el lodo en tiempos de no importarnos el vecino. Millones de sueños sepultados en tiempos de usura y de escombros por todas partes. Millones de inocencias robadas por fusiles en tiempos donde la infancia es despintada de la historia patria, y es por ello, que con el nacimiento de cada niño mueren todos los colombianos. Millones de pesos en unos pocos bolsillos mientras millones de estómagos chirrean como una puerta con las bisagras mal aceitadas. Millones de lágrimas en tiempos de zombis que miran los alumbrados navideños.

En Colombia no somos dignos de la tierra porque no la escuchamos, no la cultivamos, no nos importa. En Colombia los colombianos son todo menos colombianos y esa es la razón de que no seamos un país autentico con un gobierno autosuficiente para las necesidades nacionales. En Colombia parecemos que no somos un pueblo de la tierra sino un pueblo del aire, sin raíces, que sale a la calle sin arrepentimiento porque es navidad y estamos de fiesta. Siempre estamos de fiesta. Las luces intentan alumbrar la oscuridad que nos circunda desde hace siglos y hay más luces en la ciudad, pero más oscuridad en los ciudadanos. Millones de velitas encendidas con millones de chapolas volando cerca. Millones de oportunidades para invocar la indiferencia y opacar los gritos de nuestra historia con los equipos de sonido de última tecnología. Y sin embargo, podemos beber porque es tiempo de lujuria, de noches bebidas y fumadas, de asesinatos, de fornicaciones desmedidas, de embarazos en tiempos sin padres, sin guías, sin caminos.

Millones de colombianos engañados todos los días y aún así millones de colombianos esperan el milagro en tiempos de tragedias. Y lo único que queda es bailar sobre el pantano porque el Santos de devoción nos dio la espalda.