Me nombro el naciente, el que nace todos los días, el sacerdote del amor. Soy un mago de la luz y creo que uno puede vivir como quiere vivir y no como le toca vivir. Ejemplo. Quiero vivir en Dios con la mujer que amo en una casa en el campo con un gato y una huerta casera. Quiero trabajar, no mucho, lo suficiente para ganarme el sustento diario y que me quede tiempo para disfrutar de la tarde y de la literatura. Quiero estar saludable para recibir la porción de amor, sabiduría y amor que me pertenece. Quiero creer que puedo. Quiero seguir investigando sobre mí sin descuidar un solo movimiento porque soy mi propio maestro. Quiero escribir y ganarme la vida con la literatura. Quiero tener un hijo, uno solo, y crecer con él. Quiero viajar hasta que el cuerpo me lo permita. Quiero aprender a bailar y llevar a mi chica a una disco y besarla como si la acabara de conocer. Quiero hacer el amor en una oración continua de dos cuerpos que se entregan para aprender a vibrar con la creación. Quiero empezar el 2012 respirando el cuerpo de la mujer agapanto, tomarme un vaso de vino tinto, encender un cigarrillo sin filtro, morder una galletita dulce, escuchar el día hacerse luz con su ejército de pájaros. Quiero vivir como un pájaro en continuo vuelo y que mi futuro sea un cielo azul para mis intenciones.

Llegué con Diana a eso de las siete de la noche en medio de un aguacero. Los taxis con el agua hasta la mitad de los neumáticos pasaban de largo. Recordé que en la mañana en las noticias habían anunciado fuertes lluvias mientras mostraban una toma área de la entrada de la ciudad. La autopista parecía un hilo de hierro sobre un rio gris patrullado por peces metálicos.

Después de una hora resolvimos abordar un bus y luego un taxi que nos llevaría hasta la casa de una hermana de Diana. Allá, al bajarnos, sin percatarnos, dejamos una maleta con la mitad de nuestro efectivo. No quedamos con las placas del vehículo ni con el nombre del chofer. Nada podíamos hacer más que respirar y comernos un ajiaco para desintoxicar nuestra suerte.

Decidimos arrancar de nuestro vocabulario la palabra hubiera para no atormentarnos por la perdida del maletín. Porque el hubiera empieza invocar una cantidad de cosas que ya no van a pasar porque nunca fueron. De esta manera evitamos desencadenar malestares y culpas innecesarias.

Nos madrugamos para el centro de la ciudad. Entramos al café El Automático donde el humo era un pasado de pulmón roto que retumbaba en el aire. Un café que a falta de fumadores consiguió un televisor de pantalla plana, del tamaño de una pared, para que la gente consuma y hable menos. Es una característica de estos tiempos creer en el malsano imaginario de que entre más grande el televisor más prospero el negocio.

Caminamos por la séptima, una tripa de cemento congestionada de parásitos provistos de sombrillas, chaquetas y bufandas. El olor del café con orín se filtraba entre la lluvia, más bien se trepaba a la lluvia. Afortunadamente en la Candelaria, donde nació la Sabana de Bogotá, el progreso de rascacielos y vidrios polarizados no tiene entrada. Es posible sentirse en un pueblo atrapado en el tiempo de José Asunción Silva con sus trajes bien planchados para sus excursiones nocturnas. 

Entramos en un café y pedimos un vino. Encendimos de a cigarrillo. Miramos el cielo y parecía que el apocalipsis fuera una espuma gris que se iba a abalanzar sobre la ciudad más gris de Colombia. Abracé a Diana y la besé. Ante el desastre mejor besar a la mujer que amas que salvar lo insalvable.
En el extremo superior derecho encontraras el link al libro de La mujer agapanto. Es el diario de un jardinero, El Hortalero, que se enamora de una flor que es mitad mujer. Allí, este personaje solitario, emocional, lacónico escribe sus reflexiones más intimas y sinceras. Sus notas pasan de lo cotidiano a lo fantástico de una forma asombrosa y preocupante porque las flores son como señoritas que pasan por la calle y uno las sigue con la mirada, como si llevaran un secreto oculto en alguna parte. Es un libro corto y sustancioso y  ante todo cursi para una mujer cursi de un hombre cursi. Pero ser cursi y salir bien librado es una osadía en estos tiempos  donde los escritores se dedicaron a escribir en los blog olvidándose de la lectura, la verdadera, la de los libros que se llenan de polillas. Por ende, se olvidaron de escribir bien. En este caso uno se divierte y se interroga. Al menos todavía se encuentran propuestas innovadoras, con errores gramaticales, que se atreven a pintar un mundo posible.

Att: Florentino Cólera
En una iglesia del barrio Las Independencias, ubicado en la comuna 13 de Medellín, un toro entró y arremetió contra los feligreses.






Eran las doce del medio día del domingo cuando un toro negro, de cachos largos, “se introdujo en la iglesia envistiendo todo lo que encontraba a su paso. Yo fui el primero en verlo. Parecía el diablo en persona. Me eché la bendición y salí corriendo”, dijo Facundo Restrepo, comerciante de la zona.

Una monja, tal vez creyendo que el poder del espíritu santo podría interceder entre ella y el animal, tomó la camándula, cerró los ojos y empezó a rezar. La mujer se quedó parada frente al altar donde estaba el sacerdote, quién al ver al animal alzó la túnica y escapó.

“Vi como la monja volaba como un enorme pájaro. No podía creer que el toro la hubiera envestido y arrojado contra una banca de la iglesia. Cuando cayó el toro volvió a alzarla en los cachos arrojándola al suelo. Fue horrible. Sino hubiera sido porque don Pacho y Don Lolo distrajeron al animal la monja hubiera… mejor ni lo dijo… ¡Santo Dios! Eso es señal de que el mundo se va a acabar” Manifestó Ester Rodríguez, vendedora ambulante. La monja sufrió fracturas serias en la espalda y el las piernas y está hospitalizada.

La policía y los habitantes de la zona capturaron al animal y se lo llevaron. Se desconoce el paradero del camión, que se rumora, era el vehículo que transportaba al animal y que desapareció sin dejar rastro.


Lleva varias horas intentando escribir un poema que sea propio. Tras cada verso se evidencia las sombras de Juan Ramón Jiménez, Jaime Sabines, Rubén Darío, Porfirio Barba Jacob, Gonzalo Rojas, Antonio Machado… Y cuando no es una mala imitación de sus poetas favoritos su verso se repite en otros versos. Esto lo hace sentir que da círculos sobre un mismo asunto. Además, le disgusta sus problemas de ritmo. Cada poema es un muchacho cojo dispuesto a participar en una prueba de velocidad de cien metros. Le preocupa no sentir que su voz interna despierte en él la mirada del niño, eso que llaman don poético, y reinvente el significado de las cosas. Pero lo que más le atormenta es saber que la emoción, espíritu del poeta, no sea en él el rayo que atraviesa las palabras. Entonces deja caer el bolígrafo sobre el cuaderno de apuntes. Fija su mirada en el horizonte sin visualizar algo especifico. No se percata de que la niebla como tinta de Dios cubre el paisaje en letras gigantes: “El ocaso se derrite sobre la noche de párpados de acero/ La niebla, como una yegüa briosa, atraviesa el Valle”.



Entras desnuda a mi habitación y te introduces bajo las cobijas. Conversamos un poco de lo bien que te hacen los colibrís. Luego, nos besamos, tocamos, olemos y solo importa el impulso frenético de penetrarte. Un olor a flor invade el cuarto mientras entro en ti como otra casa habitable. Siento tu humedad de almidón y tierra movediza inundar mi cuerpo. Me quedo quieto dentro tuyo como si hubiera llegado al momento preciso de la evolución donde nuestros cuerpos son un mamífero de cuatro piernas y cuatro brazos. Ambos pronunciamos un mismo discurso, una misma oración. Incluso caminamos de lado, como los cangrejos, sin pensar que antes éramos dos seres diferentes. Ahora lo femenino y lo masculino no se buscan como complemento porque son una misma cosa: Nosotros desnudos dispuestos a sembrar el amor. En la sábana nos revolcamos y siento algunos granos que me tallan en la espalda, pero los ignoro porque quiero envestirte con mis bríos de jardinero. Nuestros pies se unen y juntos buscan la tierra que ahora cubre todo el colchón. Nuestras bocas se encuentran. Cada vez más cerca. La piel empieza a tornarse verde y nos hacemos atractivos a los pájaros.
A veces, en las mañanas, el sol estira sus rayos y se despereza a un costado de la montaña donde está constituida gran parte de la comuna 13 de Medellín. El sol bosteza pájaros verde-azules que se filtran por los vitrales de la estación del metro San Javier y se reflejan en las escalas, paralelas a las eléctricas. La luz hiere la retina del fotógrafo y le impide ver con nitidez el movimiento alucinante de los senos de las mujeres recién bañadas  que se dirigen  a sus trabajos. 



El sol no ha salido. Debe ser que se trasnochó y no quiere trabajar o ya se olvidó de nosotros. Me pesa la tristeza. Siento que soy una tristeza larga que va a ninguna parte. Soy una tristeza con ganas de llorar en la mañana de un día gris. El problema no es que el sol se haya olvidado de nosotros. El meollo del asunto es que amanecí triste y cuando estoy así suelo delegar al otro el origen de mi tristeza. El sol, lo sé, no tiene nada que ver con mi tristeza. O tal vez si. Es difícil culpar al sol de algo si existir es ya un milagro. Pero estoy triste y nada me consuela. Ella me duele y culpo al sol. Desde hace días está marchita, con las hojas caídas, el color apagado, los pétalos arrugados. Su tristeza también es mi tristeza. Incluso el gris está pálido, como si tuviera fiebre.

Estar solo no es ninguna imposición, como alguna vez leí en Fernando Pessoa. Basta esta frase para saber que soy más un solitario que un lector. Más un hombre dedicado a escucharse a sí mismo que a encerrarse en un cuarto a leer sin mesura. En esa forma, confieso, no soy un lector, mejor dicho, no leo. De vez en cuando hojeo un libro que uno de mis amigos me presta. Además, sospecho, que no es en los libros donde he encontrado la tranquilidad. Eso no quiere decir que no haya leído. Al contrario, he devorado libros, pero ninguno es suficiente. Siempre hay otro. Así me fui llenando de palabras inoficiosas, de ruidos sin sentido. Luego, un día que miré el alba, me dije que el amanecer es el mejor libro que nunca terminaré de leer y todas las palabras se me borraron. Entonces el sol naciente ha sido el libro que leo todos los días. El libro que me muestra las palabras del corazón. Palabras que me enseñan a estar solo. Porque estar solo es aprender a habitarse y a desaprender todo lo leído. Estar solo es un diálogo directo con las flores.


Cuando joven creí muchas veces que había encontrado el amor de mi vida. Pero fueron muchos los golpes que me di en la cara. Ahora de viejo sé que el verdadero amor es una mentira que uno toma por cierta para enredarse, confundirse y creer que eso es lo más milagroso de la vida. Ahora no me preocupo por eso. Aunque Lucrecia me abandonó definitivamente porque me considera un viejo cascarrabias e infantil. Sé que ya no tengo la energía para cortejar a nadie. Por eso dejé buscar lo que no llegará. Entonces me dedico a recordar mis pequeñas tragedias, las que constituyen el día a día. Curiosamente se recuerdan los momentos más emotivos. Uno de ellos ocurrió hace mucho ya mucho en Argentina. Y lo que ocurrió lo sabía antes de que sucediera. Ella me esperaba en el aeropuerto y cuando la vi supe que ella no era mi apuesta. Me pregunté el por qué estaba allí, si ya no había vuelta atrás y empezaba a dudar. Amanda ya no era un motivo para agradecer la existencia de cada átomo. En ese instante empezó a importar el objeto amado, más que el amor. Pero, no quise admitir ese presentimiento por miedo de que fuera cierto.

Ella esperaba afuera del aeropuerto. Nos saludamos y respondí al beso por decencia. Ella encendió un cigarrillo y me dijo que ya estábamos juntos, volvió a besarme. Esperamos el autobús que nos llevaría a la terminal de transporte de El Retiro, dónde abordaríamos otro autobús rumbo a la casa de sus padres en el municipio de Suipacha.
El municipio de Suipacha está ubicado en el oeste de la Provincia de Buenos Aires, en la llamada Pampa Ondulada a 126 km de la Capital Federal. “Pampa”, una palabra aymara que significa “espacio”. Y si que había espacio porque se podía contemplar la inmensidad del horizonte. Incluso, a veces, cuando intentaba mirar más allá del primer pantallazo visual sentía un dolor en la córnea, como si el ojo empezara a utilizar otros músculos.

Suipacha fue la primera batalla que los argentinos ganaron en la Guerra de Independencia. Batalla disputada en Bolivia el 7 de noviembre de 1810. Suipacha también era el municipio de la siesta. Afortunadamente, durante la siesta no se escuchaba el aullido oxidado de la locomotora. Se almorzaba a la una y se dormía hasta las cuatro de la tarde. Durante tres horas el silencio era eco. No había radios a alto volumen. El viento despeinaba los árboles y levantaba el polvo. Había bicicletas estacionadas en las calles, automóviles viejos, perros inmensos y flacos, empanadas de pollo enrazadas en pastel de guayaba, estofado de carne, fideos, arroz aguachento, ancianas en bici, niños en bici, mujeres con sus bebés en bici.

Lo que más me impactó fue empezar a moverme sin ver una sola montaña. El horizonte era una línea recta por todas partes. Era sorprendente que eso me hiciera sentir más cansado y torpe. Habían desaparecido las calles empinadas que me permitían demostrar la destreza del mono que se evidencia en las personas de zonas montañosas. Estas personas desarrollan cierta agilidad que les permite pensarme al ritmo de su geografía. Pero cuando se encuentran en otra geografía su ritmo es distinto y no logran concentrarse en el camino porque sienten que algo les falla. Frente a Amanda no encontraba las palabras para comunicarme y esa era mi falla. Quizás porque no veía las montañas empecé a cansarme del camino, a pensar más en cómo seguir que en seguir. Más en el cansancio y las necesidades fisiológicas que en la contemplación del paisaje. Estaba atrapado en el miedo.

Esa noche de domingo hacía un calor del demonio y los zancudos patrullaban el aire. En cama, con el ventilador encendido, mirábamos televisión. Cuando desperté Amanda no estaba, así que me quedé en la habitación porque no quería ver a nadie. Sabía que el rumor del novio de Amanda era más atractivo que yo. Un yo que permanecía en cama intentando encontrarse a sí mismo para llegar hasta el centro de mando que Amanda tenía entre las piernas. Centro rosado e inalcanzable que me hacía decir más te quiero de lo necesario.

Amanda me decía que era pasivo, antisocial, cobarde. Me reía de sus acusaciones porque eran ciertas. Aún así, se sentía responsable de la tristeza que se me veía por encima y me dejaba en la mesa de noche un billete de 10 pesos para los cigarrillos. La preocupaba ver que el gris era en mis ojos un color incómodo. Tanto que ella en los días de descanso se quedaba conmigo en cama mirando Los Simpson. Intentaba acompañarme con la intención de establecer los primeros hábitos de la convivencia que nos permitiera estar juntos muchos días. A eso había ido, a vivir con ella mucho tiempo. Pero esa utopía la mataba poco a poco.

Desde que llegué a su casa quería tener sexo con ella porque me sentía muy triste, aún sabiendo que después del coito el hombre es un animal más triste. Quizás fue mejor no haber tenido sexo porque nos hubiéramos hecho más daño. Pero no me importaba lo triste que pudiera estar después de penetrarla. Quería llegar hasta el fondo, con tal de no seguir suplicando afecto. Me había convertido en un mendigo de las caricias de Amanda y como el mendigo dejé de ser mirado como un igual. Porque lo que más repugna del indigente es que representa la miseria humana. Mi miseria era la tristeza y la necesidad del cuerpo de Amanda. Eso no me permitía estar bien conmigo mismo porque me sentía inconcluso, como un viajero sin rumbo, con miedo a viajar. Entre más inestable más necesidad de Amanda. En las noches buscaba su cuerpo y ella sólo se dejaba acariciar hasta cierto punto. Cuando sentía que no podía controlar el deseo me decía en tono amenazante: “Allá”, refiriéndose al extremo de la cama. “Allá” significaba separación, fin de la función, detener la marcha del instinto. A Amanda la enojaba decir “Allá”. A mí me excitaba que dijera “Allá”.

Hacer el amor fue una imposición. Silencio. Era el rey de los monosílabos. Silencio. Amanda más distante porque el sueño se hacía infierno. Silencio. Yo quería hacer el amor porque estaba muy triste. Ella quería evitar hacer el amor porque estaba muy triste. Silencio. Amanda había conseguido un apartamento en un hotel en Suipacha, su pueblo natal, y había que ir a la ciudad por el equipaje. Fuimos en tren. Llegamos al apartamento. Silencio. Ambos sabíamos que íbamos a hacer el amor pero no encontrábamos los movimientos naturales. Sin preámbulos la besé. Ella sabía que algo se rompería esa tarde porque las cosas iban mal y lo que hiciéramos estaría mal. Pero también lo anhelaba. No de la forma en que ocurrió, pero lo anhelaba. Acaricié a Amanda. Sus senos a mis manos, su vientre a mis manos, sus labios a mis dedos, su ombligo a mis labios, sus senos a mis labios, su gemido a mi peso, sus retorcijones a mis movimientos y sus lágrimas a mi silencio. Amanda lloró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Silencio. Me vestí y salí al balcón a fumarme un cigarrillo. Era inaudito que llorara. No lo había hecho tan mal. Pero ella lloró. Algo había fallado, lo que presentí desde el principio. Silencio. Por horas miré la calle. Los automóviles en fila. Los transeúntes, el cielo, las nubes, los colillas de cigarrillos al lado del cuaderno de apuntes, la tristeza, la soledad. 

Amanda empezó a ver en mí una atadura y un límite a sus espacios. Sentía que no era justo que aparte de sus problemas tuviera que soportar los míos. Por ello, se desentendió de mis cosas y me quedé en casa de sus padres durmiendo, leyendo, encerrado, sin ganas de hablar. No volví a decirle te quiero y el silencio aumentaba con los días entre ambos. Nuestro diálogo se había reducido a los buenos días y a las buenas noches. Hasta que de tanto silencio una tarde abrí la boca y hablé desde la necesidad de irme y recuperar el sentido del viaje que era viajar:

—Las cosas no funcionan. La vida sigue. Tomo mi mochila y me largo. Trabajo de peón. Aunque tampoco quiero regresar a Colombia. Es hora de hacerme hombrecito.

—Florentino, si no puedes conseguir trabajo. Te la pasas encerrado todo el día. No hablas con nadie. No me dices lo que te pasa. No imagino cómo harás para conseguir comida y dormida. Aquí al menos tienes techo. No digas bobadas que ni tú mismo te crees.

Amanda lloró y sus lágrimas me dieron fuerza. No se habló más del tema. Seguí en casa de sus padres. Pero después de ese enfrentamiento ella asumió mis ocupaciones y se hizo responsable de mí. Fue en ese momento cuando ella mutó de amante a madre. Me había asumido como un ser desvalido que necesitaba afecto y comida. Si antes no habíamos logrado solucionar nuestras diferencias, ahora sería más difícil. Yo ya no era el hombre que la acompañaría sino el desvalido al que debía cuidar. Mi incapacidad para sentirme autosuficiente generó el doble de estrés al que Amanda estaba acostumbrada a soportar y el estrés engorda, la grasa engorda, la harina engorda, la prisa engorda, la culpa engorda, el fracaso engorda. Amanda se engordaba y más me atraía su carne, su carácter, su actitud callada de hincha-pelotas, su manía de arrancarse los callos de la planta de los pies y masticarlos. Ella era una mujer gorda y eso implicaba que era más discreta a la hora de vestir, pero más atrevida a la hora de hablar. No era una de esas mujeres que usaban minifaldas trasparentes para atropellar la imaginación con la furia del instinto, el instante, la prisa y el olvido. En cambio, Amanda era una mujer de más tiempo, de más carne. Por eso cuando me besaba despertaba los más negros instintos y me hacía creer que podíamos estar juntos.

Amanda consiguió un apartamento en un hotel a una cuadra del parque de Suipacha. El apartamento era un salón que a la vez era sala, comedor, habitación, patio y cocina. Lo mejor era el baño porque me sentaba en el bidé y abría una llave multidireccional. Las primeras veces grité porque no estaba acostumbrado a las cosquillas que me producía el chorrito de agua. Al costado del bidé estaba el lavamanos y el espejo. Al fondo, la bañera y la ducha. En el nuevo espacio la distancia entre ambos fue mayor. Ella trabajaba lunes y martes de siete de la mañana a cuatro de la tarde. El miércoles viajaba en tren a Buenos Aires. El jueves a las diez de la noche se acostaba a dormir para madrugar el viernes. Los sábados los dedicaba a las artesanías. Los domingos cantaba en algún matrimonio o tomaba mate con sus conocidos. Mi itinerario era despertarme a las once y desayunar dos galletas con dulce de leche y un vaso de agua. Luego me dirigía a la bañera. Giraba la llave del agua caliente. Cerraba los ojos. La bañera se había convertido en un lugar de refugio, de recogimiento para no sentirme tan triste. Era como entrar de nuevo a la placenta, a un recuerdo mudo donde fui autosuficiente. La situación era cada día más complicada, así mismo eran más las ganas de hacerle el amor a Amanda. Cuanto más triste necesitaba más de ella. No encontraba cómo sacarme ese deseo enfermizo de la cabeza. Sentía una pasión violenta que sabía que de ser satisfecha abriría una herida insondable. Pero quería penetrar a Amanda con violencia y también quería no penetrar a Amanda. La única salida que encontré para controlar el deseo fue masturbarme. Sabía que no tenía la fuerza ni la voluntad para enfrentar ese deseo, y si no buscaba cómo enfrentarlo podría enloquecerme y perder el control definitivamente. Después de que el semen flotaba me sentía menos triste y me era menos doloroso pasar el resto del día semimuerto, con sueño, los ojos vidriosos, con ganas de llorar, desganado, encorvado, sin palabras, apetito ni deseo; que sentir la necesidad de Amanda. El semen flotaba. Bajo el semen mi cuerpo cadavérico.

Días atrás quise hacer una crónica para el especial de Semana Santa que organizaba El Espectador. Un compañero de la universidad hacía las prácticas en este diario colombiano. Contacté a Bibian, un sacerdote irlandés que conocía a profundidad la historia de sus compañeros asesinados en la dictadura militar en Argentina en los 70. La mamá de Amanda me indicó dónde encontrarlo. Llegué a la casa cural y me presenté como el reportero Florentino de El Espectador. Bibian recién salía de una diálisis. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que era el novio de Amanda y que buscaba hacerle un reportaje. Además, me parecía muy interesante que él escuchara a Pink Floyd, Led Zeppelin, The Kiss, The Rolling Stones, Alice In Chain, Black Sabbat… y que tocara guitarra. El sacerdote me contestó que no tocaba guitarra y que no era el indicado para el reportaje. Le dije por decir, no tenía que decir, que las obras de caridad eran universales. Sonrió y dijo que no le interesaba. Salí de la casa cural con la saliva seca. El humo del cigarrillo sabía amargo. Otra bocanada. Los calzoncillos en el borde de la bañera. El cabello flotaba. Pensé en Amanda. Otra bocanada. Vi anotaciones de otra crónica. Había encontrado un refugio con el Grupo de Teatro Integrado de Suipacha. Iba a los ensayos dos veces a la semana. El grupo estaba integrado por seis jóvenes de capacidades insuficientes y dos chicos menores de dieciocho años con facultades mentales suficientes. La directora quería viajar a Colombia. Le dije que en Colombia no había proyectos como el de ella. Los chicos me abrazaban y me permitían ser. Al menos con ellos me sentía seguro porque no me exigían demostrarles que podía valerme por mí mismo. Fueron los únicos amigos que conseguí en Suipacha. Por eso, no sabía cómo decirles que la crónica no había pasado el Comité Editorial. Según los editores de El Espectador al texto le faltaba contexto y calidad. Era una crónica de aficionado. Entonces les dije que habían publicado la crónica en una gaceta impresa en Bogotá.

Otro cigarrillo. Parte de la ceniza cayó al agua. Los dedos de los pies estaban arrugados y blancos. Cerré los ojos y recordé el primer asado al que fui. Asaban media res. Por el consumo de carne los habitantes de Suipacha son histéricos, redondos, cachetones, grandes, rosados, con manos gruesas. En cambio en Antioquia los gordos, en su mayoría, se caracterizan por la barriga que les cuelga sobre el vientre. Una gordura dispareja, donde la barriga se asoma por los espacios que hay entre los botones. Pero a los gordos de Suipacha la adrenalina segregada en la carne de la vaca y del chancho al morir, les recorre las venas. Tienen más vértigo en el cuerpo. Quizás, por ello, son en exceso alegres o depresivos y acuden al sicólogo porque no pueden con ellos mismos. Mientras que el antioqueño con algunos tiros al aire encuentra una buena terapia para transferir sus emociones.


En el asado me decían: “Flaco, si no come se muere”, “Flaco, es necesario consumir vitaminas”, “Flaco, cuidado con una torcedura de hueso”, “Flaco, la salud es lo más importante”. Mi contextura era la de un chico de quince años. Incluso, Augusto, el hermano menor de Amanda, tenía catorce años y era más corpulento. Yo era uno de los tipos más delgados de Suipacha. Por no decir el más delgado y el único trigueño. Los hombres cocinaban. Las mujeres conversaban en el comedor. Yo estaba con los hombres. Me hablaban gritado, pausado, graficando con las manos lo que decían. Acentuaban las palabras más de lo necesario como si me tradujeran de otro idioma. Mientras escuchaba mordí un trozo de carne de más de una pulgada de grueso.

Vacié  la bañera. Esperé que el agua desapareciera. Me vestí. Me puse el pulóver que Amanda me había tejido. Salí a caminar, a presenciar el primer otoño de mi vida. Era como si hubieran florecido todos los guayacanes amarillos. El azul del cielo contrastaba con el amarillo. El azul era tan azul que la retina se dilataba. Las hojas amarillas luego se secaban y caían de los árboles. Las calles eran un colchón de hojas amarillosas.
Dentro,
muy dentro de tu vientre
el eco de un gemido retumba,
titila en lo oscuro
y desaparece
en luces en diamante.


Dentro
hay un manantial de gemidos en caracol
para beber
gota a gota
tu cáliz envinado
tu sudor sacro
tu secreto de Eva.
“Me envolvió en sus cabellos
ondeantes y rojos,
y hallé el deleite en ellos
entornados los ojos.”

Porfirio Barba Jacob

La Marihuana o Cannabis es una planta que proviene de Asia central y se esparció por todos los continentes debido al consumo y las búsquedas de los hombres. Quizás, aquellos primeros consumidores de la Cannabis descubrieron en ella un espíritu de mujer, de amor incomprendido y abismal, y por ello la cultivaron. Además ayudó la adaptabilidad de la planta al entorno para que se estableciera como una planta milenaria.

Ya en la antigüedad denominaban a la Cannabis como una planta con poderes que podía hacer sentir, como la mujer, cosas diferentes. Tanto que en los escritos Sustra, el tratado más antiguo de medicina hindú, la nombran Vilahia, que significa: productora de vida.

Se cuenta que los asirios conocían la Cannabis y la usaban como anestésico para encarar el paso a la muerte, como catalizador de misterios del más allá. Esto sucedió por el siglo IX a.C.. La mujer también es un anestésico para el viaje a la muerte. Pues si cada día es un paso a la muerte es la mujer quien mejor está equipada para el viaje porque ella puede trasmutar el dolor en calma y alegría. Quizás esa presencia, ese espíritu femenino, es el que referencian los textos sánscritos cuando nombran la Cannabis como “las píldoras de la alegría”.

La etimología devela el poder femenino que domina a quien la consume si éste no la respeta. La palabra Marihuana proviene del náhuatl marihuana que está compuesta por mallin que quiere decir prisionero. Es decir, aquel que irrespete su espíritu y la consuma sin ritual queda sumergido en un abismo inexplicable y necesario. Lo mismo le sucede al hombre que se enamora de muchas mujeres y no es capaz de quedarse con una; queda sumergido en un vacío que ningún cuerpo femenino puede cubrir. Y hua significa propiedad y la terminación ana, agarrar. Entonces, como en el amor, si un individuo no está firme con sus ideas y propósitos puede eliminar su individualidad ante el otro. Esto debió entenderlo los indígenas al nombrar a la planta marihuana: planta que se apodera del individuo.

Pero, lo saben aquellos que actúan desde el respeto, con un propósito la Marihuana y la mujer son aliadas que hacen del amor una religión de los sentidos. En caso contrario consumir es como estar con una chica por miedo a estar solo. Mientras se esté así se está en traición a sí mismo.

Si se acude a la Marihuana sin claridad así como se acude a una mujer movido por el instinto y el miedo a estar más que por la magia de estar, se seguirá amando el equívoco, estando con cualquier mujer y consumiendo cualquier Marihuana, sin poder ver como arde, con el viento, sus cabellos salvajes y mágicos.


Me duele la muerte de Facundo y no se me ocurre qué escribir. Pienso en la posibilidad de utilizar mis propias palabras para decir lo que siento y las palabras parecen ocultarse. Cada que intento nombrarlas se escabullen como aves que se asustan con los transeúntes. Entonces las dejo ir. No las persigo. Me quedo callado. Recuerdo una de las tantas frases de Facundo: “no estas deprimido… estas distraído…” y es inevitable que sienta que en sus letras hay algo, una energía vagabunda, un llamado a la contemplación de las nubes, un deseo de comprarse unos zapatos y cruzar el desierto silbando una canción no aprendida… un aire que infla el pecho y angustia porque se entiende que el lenguaje es insuficiente para explicar el por qué de todo lo que sucede, al menos con hechos tan cuestionables como el asesinato.
Su marido estaba en el patio tercero de la cárcel por porte ilegal de armas y hurto agravado. Por buena conducta y dinero logró llegar al patio tercero, lugar donde están los reclusos mejor posicionados y más peligrosos: los políticos que se chupan los recursos del país, los empresarios que despoblaron hectáreas de selva virgen para sus monocultivos, los francotiradores del estado que trabajan para las multinacionales extranjeras que pretenden eliminar a los indígenas y campesinos…

Ella iba todos los domingos a las visitas maritales. Para esos días se ponía el vestido de flores naranjas que tanto le gustaba a él quitar con los dientes. No le importaba someterse a la requisa que cada vez era más incierta. Cada vez le era más difícil saber que podía llevar porque eso dependía del humor del guardia. Si éste estaba de buenas pulgas dejaba entrar frutas, enlatados o algún almuerzo. Pero si había amanecido de mal genio debía dejarle todo en la entrada, sin posibilidad de volverlo a llevar para la casa, porque ya le pertenecía al guardia. Aún así ella iba a visitarlo porque lo que le interesaba era su dosis de sexo violento. Lo que más le gustaba era que él le hiciera el amor como si la estuviera violando, descarnando. No sabía si lo quería porque, a veces, hasta odiaba verlo. Pero desde que estaba preso no le importaba si lo quería o no porque solo iba a verlo para proporcionarse un buen polvo. Necesitaba de la furia de él, pero él podía pasar a un segundo plano. A veces rezaba para que nunca saliera de la cárcel. Que él fuera su sexo violento de fin de semana. Solo eso, porque no se lo aguantaba más de unas horas. Lo único que le gustaba era su animalidad en la cama. Ni sabe, ahora que él está preso, como vivió con él tres años. Tal vez por miedo.

Se despidió de ella, como todos los domingos, a las dos de la tarde. Él la vio partir y se sintió feliz de que su mujer lo hubiera visitado. Desde que está preso se siente más solo y con más rabia con el mundo y con Dios. Todos los días quiere darse puñetazos con alguien. Calma su furia con flexiones de pecho. Pero, espera salir pronto para hacer un robo más grande. No lo satisface el mundo ni la posibilidad de ser un buen ciudadano. Lo único que lo guía es la ley del más fuerte. Quiso fumarse un cigarrillo, pero se dio cuenta de que ella se fue con ellos. Salió corriendo para alcanzarla antes de que se marchara. Cuál fue su sorpresa al verla en el patio primero, el de los más peligrosos, en los brazos de un muchacho, sumergida en un beso lento y largo, de esos que frenan el tiempo y que a él no le había dado.

Después del alboroto los guardias sacaron en una camilla dos cadáveres: el de una mujer de vestido naranja apuñalada por la espalda y el de un joven degollado, quien había sido acusado de haber asesinado a un taxista cuando intentaba robarle el auto.

- En menos de un mes me voy para Argentina y creo que me iré sin acostarme con algún chico.

- Pensemos, entonces, en un candidato.

- La verdad no hay ninguno que me guste.

- Eso es un problema. Pero… si… te digo el nombre de un chico y me decís que te parece. Haber… que tal el músico aquel… ¿Cómo es que se llamaba?

- Ahhh… ni pensarlo… Yo quería con él algo serio. Además me gustaba. Lo veía tan centrado, tan dulce, tan buen partido, tan conversador… pero la cagó a última hora. Una noche me rogó para que nos tomáramos un café. Acepté. Las cosas se calentaron y nos dimos unos besos y empezó a decirme una cantidad de cosas raras. Fue muy meloso. Y eso que me pasara una y otra vez las manos por el rostro no me gustó. Así que le dije chao. La idea era hacerle las cosas difíciles para que me valora y viniera a visitarme no solo en busca de una aventura sino de una compañera. Pero no volvió ni siquiera a saludarme. Y cuando le hice el reclamo se puso a llorar.

- Descartado. Y el muchacho que te está llamando.

- Ehhh… ese está muy pollo e inseguro... y yo bien insegura… Imagínate… ¡Un desastre! Además, él acaba de salir de una relación larga y se le nota a leguas que lo que quiere es no estar solo. Lo peor es que es un bobo. Ayer estábamos en el bar. Me dieron ganas de ir al baño y él me siguió. En la puerta me dio un beso y me gustó. Claro, quise otro beso y lo busqué pero el pendejo me dijo que no daba besos en público. Así que se pudra.

- Y el arquitecto.

- Al pobre ni lo menciones. Él solo sirve para hablar por teléfono. Por la bocina él puede destrozarla a una y revivirla infinidades de veces. Pero cuando está en cama… la verdad… no sé como se lo aguanta la esposa… pues… la vez que estábamos en el lecho no hubo poder humano que le despertara su muchacho. Mucho bla… lo único que se levantó fue él movido por la vergüenza y se fue.
- Ni modo. Ninguno podrá ayudarte.

- Es cierto. No hay un chico con el que pueda estar y me trate con amor al menos una noche. Queda desmitificada la teoría de que una mujer puede acostarse con el hombre que quiera. Al menos a mí no me sucede así.

- Y… si… mira… que tal… yo… y… no sé… ya te vaz…

- No sé… y si… uhhh… tú… no… ahhh… si… uf… ahhh…
Por épocas el impulso de abrirse las venas en las manos se disipa porque encuentra un amor, un trabajo o alguna distracción momentánea. Luego, como siempre, vuelve la sensación recurrente de que la vida no tiene sentido.

La familia un fiasco. La madre hizo un préstamo dejándole una deuda por más de un año. El hermano la convenció de que fuera fiadora para compararse una moto y trabajar de mensajero. Pero él se gastó el dinero en fiestas y en una de esas embarazó a una chica. Por lo tanto no pagó la deuda y el banco le va embargar a ella las máquinas con las que trabaja. Maquinas que no le pertenecen. Pero eso no le importa a al banco porque se sabe que esa entidad es el templo del diablo. Por algo nunca pierde.

El amor una mentira. Todas las relaciones basadas desde la desgarradura, el sexo frenético, el miedo a estar sola oculto en el gemido ensangrentado. Ningún hombre la ha conocido más allá de sus piernas abiertas. Le pesa los treinta y no haber encontrado un compañero, no haber tenido un hijo, no haber terminado la universidad, no poder pedir ayuda cuando las pesadillas la despiertan en un solo temblor.

Y aún así, no son esos motivos los que la hacen pensar en suicidarse. Hay algo más antiguo, de otras vidas que la impulsa a hacerlo. Cree, en investigaciones exotéricas realizadas, que en sus otras vidas se ha suicidado y hasta que eso no lo transforme, no lo trasmute, se repetirá en las vidas siguientes. Es decir, en esta vida.

Los treinta sin nada seguro en una mujer es como habitar un hueco dentro del abismo. Ayer quemó todas las hojas de un diario que la acompañó desde hace años, en el que todas las noches escribía: “hoy es un buen día para morir”. Hoy, apenas se despertó, aseó la casa. Todo lo que no le gustaba lo echó a la basura. Escribió una carta. En la tarde se bañó, se puso el mejor vestido, programó en el computador las cuatro estaciones de Vivaldi y se acostó en su cama. Minutos después, las palomas, en manada, precipitaron el vuelo.
No odio a nadie y nadie le deseo el mal. Pero tampoco soy un alcahuete y no estoy dispuesto a que nadie me humille y ofenda. Estoy hasta la coronilla de sus viles manifestaciones de desprecio. De que me insulte y ante los jueces cambie la versión de los hechos manifestando que soy yo quien lo ataca sin que se le compruebe lo contrario. Hoy será el último día que le permito hacer lo que le da la gana. No tengo la culpa de que la mujer que él ama me ame a mí. Eso es problema de él y no mío. Que solucione sus carencias afectivas consigo mismo o como pueda. Además, yo no me metí en ninguna relación. Cuando llegué ellos ya habían terminando hace tiempo. Y como él no pudo hacerle el duelo se dedicó a amenazar a todos los hombres que se le acercaban a ella. Pero el muro siempre encuentra la roca que lo tarja. Sé que aparecerá en unos minutos a amenazarme con la idea de amedrentarme. Primero la insulta a ella y luego me insulta a mí. Y como la justicia no hace nada para impedirlo me tocará tomar la ley por mis propias manos. Por eso salí de la casa con un cuchillo en el bolsillo del pantalón. Ella no sospecha de lo que puede suceder. Aunque sabe que él aparecerá, cree, como en otras ocasiones, que pasaremos en silencio para no alterarlo más. Dejo que piense así porque está asustada. Lo sé porque le tiemblan las manos y tiene la respiración agitada.

- Ahhh… así los quería ver… par de hijos de puta… ¡haber!.. puta… por esa poca cosa me cambiaste… me das lastima… perra… maldita perra…

Ella me aprieta la mano para no llorar. Entiendo que está aterrada. Él huele su miedo y se nos atraviesa en el camino. Empuño el cuchillo en el bolsillo. Cuando está cerca, muy cerca, donde no pueda escapar, lo alzo y se lo clavo en el ojo izquierdo. Un chorrito de sangre precedido por un chillido asqueroso, como el de un cerdo que es sacrificado me estremece. Lo veo caer y revolcarse en el suelo pidiéndome ayuda. Vuelvo alzar el cuchillo y se lo entierro en la espalda, creo que cerca del pulmón, antes de irme. Partimos en silencio y con cada paso los chillidos insoportables del hombre menguan.
Me escapé con una alumna de la universidad para Perú. Le dije a Lucrecia que iba por cuestiones de trabajo. La alumna, quien lo imaginara, era gorda. ¡Yo, Florentino, con una gorda! Pero me gustaba y fuimos a unos termales que estaban en la entrada de Machu Picchu. Fuimos a los termales que olían a plumas de gallina remojadas en agua caliente. Lorena se quedó en el hostal. No quería que la vieran en vestido de baño. Desde que estábamos juntos su gordura le representaba un problema. Cuando su gordura había dejado de importarme porque ella me había demostrado que su inteligencia era más sensual que su cuerpo. Por ello, no necesitaba ser delgada ni vestirse con minifaldas o prendas insinuantes para llamar la atención. No era una mujer para olvidar como se olvidan a las mujeres que pasan todo el día preocupadas por su imagen. Mujeres que se visten con prendas trasparentes, insinuantes, con escotes profundos, con los que más que despertar la imaginación despiertan el instinto. Lorena no era una de esas mujeres que se deja por otra parecida, y así sucesivamente en el tiempo de la prisa y la Internet, donde el amor es una ecuación de utilidades y apariencias. Como si todas las mujeres fueran la misma mujer. Cada vez hay más mujeres delgadas que parecen muñecas exhibidas en vitrinas que para acceder a ellas sólo exigen deseo y olvido. En cambio, Lorena era una mujer que no se agotaba en la conversación y cuando se desnudaba su actitud era como un vestido que no podía quitarle. Incitaba el erotismo a través de la imaginación.

Partimos de Aguas Calientes en la mañana. Abordamos el tren que llevaba a los obreros hasta Hidro. Allá conseguimos una combi que nos condujo hasta Ollantaytambo, el lugar donde estaban las torres de vigilancia de los incas. Conseguimos un hostal y descansamos. La dueña, una mujer joven, nos dijo que podíamos entrar de ilegales a unas ruinas y nos dio las indicaciones. Madrugamos a las seis de la mañana, cruzamos un campo de trigo y saltamos un arroyo para entrar en las ruinas. Encontramos algunos lugares destinados a las torturas. Por lo general, los incas eran pacíficos pero inclementes si alguien quebrantaba sus leyes. En el suelo había fisuras de roca donde amarraban a los infractores que eran apaleados, muchos hasta morir. A los incas de rango alto se les castigaba tirándoles rocas sobre la espalda desde las altas peñas. A las vírgenes que sorprendían hablando con un hombre las colgaban del cabello. Los métodos de castigo eran arbitrarios, pero era una de las bases para el funcionamiento de la civilización Inca. Sin los castigos no hubiera sido posible la obediencia. Por eso los líderes, los caudillos, tienen cierto aire militar que les ayuda a implantar el orden. Necesitan imponer sus ideas para demostrar su poder. Un Simón Bolívar, un Napoleón, un Alejandro… no hubieran conducido grandes ejércitos si no hubieran impuesto la obediencia y la disciplina en sus hombres. Las casas de los incas no hubieran sido construidas si no hubieran creído en el poder de sus líderes. Poder que les permitía defenderse ante el enemigo y construir moradas de gruesas paredes, ubicadas en lugares estratégicos para que los guerreros pudieran observar el avance de los españoles. Otra sería la historia si los españoles no hubieran conocido la pólvora. Salimos de las ruinas por la entrada principal y nos despedimos de los guardas como si hubiéramos pagado la entrada.

Lorena y yo compramos pasaje para Arequipa, la ciudad natal del escritor Mario Vargas Llosa. Nos hospedamos en un hostal a cuatro cuadras de la Plaza de Armas. Arequipay, término quechua, quiere decir: “bien está, quedaos” en Arequipa la ciudad blanca. La ciudad de la piedra sillar en la construcción de templos, conventos y casonas. La ciudad de las canteras del volcán Misti. La ciudad-puente a los dos cañones más profundos del mundo: Cotahuasi, provincia de La Unión, y Colca, provincia de Caylloma. La ciudad colonial de Perú. La ciudad sin edificios. La ciudad medida de evacuación en caso de sismos.

En las afueras de Arequipa estaba la mansión del fundador Francisco Pizarro. Lo monstruoso de la mansión era la cocina. Más que cocina era un salón de tortura. No había chimenea para el escape del humo. Cada olla pesaba entre 25 y 40 kilos. La indígena que rechazaba al fundador o a algún español de alto rango, estaba destinada a cocinarle al ejército español hasta encorvarse debido al peso de las ollas, o a morir asfixiada. Su promedio de vida era de cincuenta años.

En la Plaza de Armas, en las escalas de la catedral, Lorena dijo que soñaba conmigo de la mano por las calles de Lima. Sonreí y le dije que podía regalarle una argolla sin necesidad de comprarla, por arte de magia. Al instante apareció un artesano y nos ofreció un anillo en tres soles y le dije:

—Viejo no tengo dinero, pero le propongo un trato.

—¿Cuál?

—Vea… No tengo dinero. Sé que necesitas dinero para los materiales de las artesanías. Pero puedo decirte un versito. No es dinero pero es arte. Si crees que ese versito pesa tres soles me das el anillo. Si no, nada.

—Ehhh… a ver… ¡Este colocho! Listo, porque me cae bien acepto el negocio.

—Bueno, el verso es este: “Si la vida es una autopista al mar yo soy un automóvil en reversa”.

—¡Caramba! Toma el anillo. Dios los bendiga.

El verso lo había escuchado hacía años en la universidad, aunque desconocía el autor lo hice pasar como propio. Fuimos al hostal y nos dimos un beso lento. En la mañana me desperté y en una libreta en blanco escribí un promedio de treinta poemas donde pinté con versos a Lorena. Puse la libreta con los poemas cerca de la almohada y salí del cuarto. En el hostal había viajeros transitorios. Pero los que más me inquietaron fueron dos franceses que estaban en una mesa tocando blues. Cantaron varias canciones de Manu Chao en francés. Los franceses no pasaban de los veinticinco años y eran estudiantes de filosofía. Habían presentado un proyecto en la universidad para viajar a Latinoamérica: aprender español y hacer un relato de viaje. En su travesía habían conseguido marihuana chilena y me ofrecieron. Fue una traba dulce y tranquila. Uno de los franceses sabía quiromancia. Me dijo que iba a vivir mucho tiempo y mi vida sería muy tranquila. Pero en el amor todo estaba enredado. Muchos problemas. Por eso, para soportar ese choque sentimental, la línea de la vida estaba clara y sin altibajos. La línea de la cabeza, la que está paralela a la unión de los dedos, era una línea profunda, la más profunda en comparación con las otras líneas. Eso significaba que tenía muchas ideas locas en la cabeza. Que era un ser creativo. También, que era un tipo muy erótico pero no tenía potencia sexual. Sonreí. Quité la mano y dije: “Suficiente”. Entré al cuarto, Lorena leía el mini-librito de poemas que le había regalado. Me tiré a la cama y le conté el episodio con los franceses. Ella frunció el ceño y me preguntó si yo era homosexual:

—¿Por qué la pregunta?

—No te hagas el inocente, Florentino. Esos francesitos no hacían sino mirarte y tú sonreírles.

—Pero le sonrío a todo el mundo.

—¡Mentira! A ellos más. Si quieres te quedas con ellos.

—Lorena. Espera. Te conté algo que me pareció curioso. Sobre todo lo de la potencia sexual. Porque sabes que no es tan cierto.

—Eso no va al caso, Florentino.

—Bueno, Lorena. Bueno. No tengo cómo demostrarte que no lo soy. Además, no quiero demostrarte nada.

—No te pongas serio, Florentino.


Llego a tu cuerpo con Dios
La luz llega al tacto
El origen de los sentidos
explosión de colores
Beso tu vientre
vacío dulce
abismo cálido
y eres manantial
Toda tú
agridulce
te llenas de peces y suspiros
Eres tierra y firmamento
de ensueños
de espíritus que acuden a la vida
Llego a tu cuerpo con mi muerte primera
dispuesto a nacer
y orar todos los días.
Me gustan los senos grandes, que más le vamos a hacer. No me puedo mentir y menos privarme de verlos por la calle moviéndose con sus vibraciones gelatinosas roba miradas. Debe ser que tengo algún asunto que solucionar con mi madre. Pero la verdad es que disfruto en pararme en las escalas del metro a ver desfilar senos de todos los tamaños, de todas las contexturas e imaginarlos con sus pezones al aire libre señalándome y sintiendo cierto escozor en el estómago. Lo extraño es que Lucrecia, mi compañera, tiene casi el pecho plano y la quiero sin saber muy bien por qué la quiero si sus senos apenas alcanzan el tamaño de las naranjas. Bueno, eso si debo resolverlo pronto. Es una necesidad urgente dormir con una almohada cómoda y delicada.

Hoy salía del trabajo y en el metro vi una mujer con unos senos que me hicieron temblar. Me ubiqué al lado de ella. Miraba el reflejo de sus senos a través de la ventanilla del vagón. Eran grandes y firmes. Dos montañas con un Crucifijo en el medio. Pensé que era injusto ver esos senos porque después ya no me interesaría ver los de Lucrecia. Así que intenté no verlos. Pero una fuerza superior a mi voluntad llevaba una y otra vez mis ojos al reflejo difuso de la ventanilla. Cuando llegamos a la última estación salí primero para no verla irse. Pero, contrario a mi propósito, me quedé esperando que pasara. Toda ella era una vibración gelatinosa que aguaba la boca y los ojos. La estación se llenó de senos, de escotes descarados, de protuberancias dispersas que iban a todas partes menos a mi encuentro. Cuando llegué a casa Lucrecia me esperaba y no me importó que tuviera senos pequeños.

 - ¡Para florentino! ¡Para! En mis tiempos se saludaba antes.
 - Ehhh… en tus tiempos… ehhh en mis tiempos… ehhh…  en estos… ya sabes… no hay tiempo porque dicen en las noticias que el mundo se acaba en una hora y quiero morir… ya sabes… ehhh… amándote… así que hola y prosigamos…

La noche olía a mermelada de guayaba, a leche en nata, a te quiero desnuda hasta que amanezca. La miraba y quería estar dentro suyo y sentir su humedad. Ella me miraba y quería que yo estuviera dentro.

- Florentino a que no eres capaz de estar dentro mío y acompañarme hasta la cocina, como un solo ser, y volver a la cama con un vaso de agua.

- Ehhh… no sé… ehhh… interesante… ehhh… podemos intentarlo… ehhh… pero… ehhh… no respondo si de pronto… ehhh… tu sabes… salimos de la casa y como un ser mitológico patrullamos la noche…

Ella en posición de montaña, sin doblar las rodillas y con las puntas de las manos en el suelo, dirigía la marcha. Yo, unido a ella, erguido, respirando lento, intentaba coordinar mis pasos con los suyos. Salimos de la habitación. Llegamos a un pasillo y nos desplazamos como un mamífero desconocido por la ciencia. Nuestros pasos amortiguaban la respiración y las ganas de correr como niños asustados de tanta alegría. Llegamos a la cocina, ella lentamente se incorporó, abrió la nevera y sirvió un vaso de agua. Bebimos, nos besamos y sentimos que podíamos estar así tiempo indefinido.

- Florentino te siento estómago arriba, que tal si caminamos hasta el patio y miramos la luna llena.

- Esta bien Lucrecia. Vamos hasta más allá del patio e intentamos atrapar una que otra estrella.

Continuamos hasta el patio. Atrás quedaba un ruido de madera seca, un olor a incienso de pino, a animal recién bañado, a noche sin limites, a amor envuelto en suspiros y a centauro que cazaba estrellas.
cuando la conocí ella daba una conferencia sobre la primera infancia. En el recinto habíamos dos ó tres hombres, mientras había unas sesenta mujeres. Me sentía como un consolador en una vitrina. Ella dirigía la charla con mucho carácter y agilidad. La veía tan aire, tan suspiro, tan trasparente que mejor me dije que era mejor no verla más para no seguir con más ganas de verla. Salí con la certeza de que no la volvería a ver porque me moría por ganas de verla. Como quería conocerla por eso no la busqué. A los días ella fue al colegio en el que yo trabajaba a mirar la metodología de la institución. Su olor a durazno en leche, a café con galletitas de soda a las tres de la tarde, a suspiro con miel invadía todo el colegio. La sentí tan cerca que le escribí una carta. Pues, lo confieso, soy un hombre cursi. Me gusta escribir carticas, dedicar besos y canciones y esas cosas que tanto nos gusta hacer para que nadie nos vea. Ese día me enfermé. Creo que fueron las ganas de ella las que me hicieron temblar y sudar y estornudar… pedí permiso para irme temprano. Cuando iba a tomar el bus me la encontré en el paradero. Nos saludamos. Hablamos como si ya nos conociéramos. Mis ganas de ella dolían en los huesos. En un momento, en que ya la carta no era lo fundamental, la saqué de mi mochila y se la entregué. Desde ese instante todo fue un hechizo. Cada cosa sucedida fue un encuentro de luces que se hicieron carne. Recuerdo que hablamos de todo porque todo nos interesaba. Al día siguiente fuimos a un bar y pedimos tequila y el tequila nos llevó al primer beso, al primer temblor de luna, al primer capitulo de una historia de asombro sin remedio. Luego, la noche y los sueños de eucalipto con almidón tatuados en las sábanas. Casi al instante, apenas hubo amanecido, viajamos a Guatapé a construir en un fin de semana una historia tranquila para que apaciguara los torbellinos y abismos que habíamos coleccionado en nuestros corazones.

Ella fue un conjuro, una barca con mariposa en la represa, un beso con margarita, un abrazo bajo la lluvia, un guaro calienta estómago, un temblor de piel, una mirada amarilla bajo el cielo azul, un cuerpo desnudo al tacto, un calorcito húmedo, un gracias en papel de regalo. Yo fui un mago con sombrero que hizo aparecer chocolatinas del bolsillo de la chaqueta, un chico con mirada de tierra y musgo, un mercader de abrazos y besos prófugos, un Romeo que se robó a Julieta del balcón por unas horas, un Ulises de un sueño de Penélope, un Paris que besa a Elena hasta el atardecer… fui un hombre feliz porque en el fondo, ambos lo sabíamos, lo nuestro era finito y solo teníamos ese instante para creer que el encuentro era posible… Luego, ella se despidió y se fue a continuar con sus ocupaciones. Yo me guardé un pedazo de su recuerdo en el bolsillo del jean. Sabía que no la vería más, así que di media vuelta y volví a mi casa a mirar la lluvia empañar los cristales. A veces, cuando me acuerdo de ella, llevo la mano al bolsillo del jean y un temblor me recorre todo el cuerpo.

 
“…mis ojos errabundos / familiares del hórrido vértigo del abismo”
León de Greiff


—Florentino, usted no hace nada. La que toma las decisiones soy yo. Soy la que hace todo. Esto no puede seguir así.

—Me voy —dije.

—No digas pavadas, Florentino. Pero sí necesito que salgas un rato. Necesito espacio para hacer algunas artesanias. Necesito estar sola por lo menos dos horas.

Era jueves, y Lucrecia solucionaba nuestra crisis de dinero. Durante el día hizo artesanías para la Rural. La Rural era un festival de negociantes que se realizaba en Suipacha cada año a principios de mayo. Al evento acudían artesanos, medios de comunicación, comerciantes, artistas, bailarines, recreacioncitas y campesinos. A Lucrecia, la municipalidad le había dado una caseta para sus artesanías.
A las tres de la tarde decidí irme de Suipacha con la determinación de no volver. No soportaba más mi condición de zombi y tomé el pasaporte, la cédula de ciudadanía, el pulóver que había tejido Lucrecia, un libro de poemas de León de Greiff, el gorro peruano, una bufanda, una camisa, el cuaderno de apuntes y unos guantes, y seguí las vías del tren. A esa hora empezaba a sentirse el aire frío porque se terminaba el otoño y el invierno entraba poco a poco. Iba cabizbajo observando cómo las botas se hundían en el polvo por una vía alterna, de tierra y poco transitada, paralela a la ruta 5. Estaba tan triste que no me di cuenta del tiempo, del dolor de los pies, de los rugidos del estómago. Llegué a un pueblo a 17 kilómetros. En la entrada había un hombre de barba blanca, boina, pipa, botas de cuero y cinturón ancho, tomando mate. Al lado del hombre había un policía quien me dijo que lo acompañara:

—Flaco, de dónde viene.
—Soy colombiano. Pero vengo de… eh…
—¿Qué hace tan lejos?
—Me perdí.
—No le creo.
—Salí a caminar porque peleé con mi enamorada, Lucrecia. Estamos de vacaciones y peleamos. Así es el amor. Uno sabe si ama a alguien solo cuando viaja con él. La verdad, ya no sé si la amo. Por eso caminé y creí que estaba de vuelta y resulté aquí. ¿Me regala un cigarrillo?

—¡Claro, Flaco! ¡Che, tienes una cara de muerto! Flaco, páseme el pasaporte y el DNI. Flaco, aquí no puede pasar la noche. Flaco, ¿no tiene un número de teléfono para avisar que estás acá?

—No.
—Problema, Flaco. Problema. Toma el pasaporte y el DNI. Siga esta calle. Allá al fondo pregunta por doña Coca. Dígale que va de parte mía. No tengo dinero para darle pero sí comida. Flaco, con ese aspecto un choripán le hará bien.

Ese pueblo era una calle custodiada de casas. Era una línea con bombillas y un puñado de personas. Parecía una maqueta de pueblo a gran escala. Llegué al club y vi a doña Coca, era una mujer diminuta de unos cincuenta y cinco años. Dije que iba de parte del policía y que si me daba un choripán. El choripan era rodajas de chorizo que invernaba en bodegas hasta un año y se comía con pan. Doña Coca me miró y dijo que eso no le constaba. No insistí, pero le pedí el favor de que me dejara descansar en un rincón para reponer fuerzas. Dijo que bueno. El club era un salón provisto de mesas para jugar póquer y billar pool. Al fondo se divisaba un salón grande con cajas de cerveza y canastas con empanadas. Frente al salón había una pista de baile con mesas incluidas donde sonaba cumbia y la gente se iba acomodando. Los niños se arrumaban en la ventana para verme y cuando los miraba se escondían. Me olvidé de los niños y sin saber bien en qué momento todos los que minutos antes jugaban en la mesa de póquer estaban en el salón de baile. Me quedé hasta las dos de la mañana sentado en el mismo lugar esperando el policía que no apareció. A doña Coca debió conmoverla mi situación porque me tocó el hombro y me dio un choripán y una coca-cola. Sonreí antes de comer. Luego, en agradecimiento, busqué en el bolso el libro de León de Greiff y le dije a doña Coca que no tenía nada más que ofrecerle. Ella sonrió y se quedó viéndome salir del Club. Afuera el frío heló mis manos. Así que me puse los guantes dispuesto a caminar en dirección a al cuartucho que tenía rentado con Lucrecia, pero desconocí el camino de regreso. Giré a la izquierda. Otra vez a la izquierda. De nuevo frente al club de doña Coca. Respiré. Giré a la derecha. Llegué a un molino donde encontré la recta que me llevaría hasta el hotel. Había una niebla densa que no permitía ver más de dos metros. Maldije la niebla y la promesa de envejecer junto a Lucrecia.

Las rodillas dolían desde los huesos. Empecé a sentir frío y cansancio. Cualquier cosa podía sucederme porque no tenía las fuerzas para defenderme. Empecé a sentir que me faltaba el aire y que algo crecía en el pecho, como una especie de nudo. Fue cuando no resistí el dolor y grité enojado con Dios. En ese instante el cielo se despejó y se insinuaron las estrellas. Pero maldije las estrellas y le dije a Dios que Él era un hijo de puta. Las estrellas se tornaron cada vez más difusas. Bajé la cremallera y saqué el miembro:

—Dios, ¡chúpamela! ¡Cabrón, hazme algo! ¡Mátame de una vez! No he hecho nada tan malo para merecerme tal tristeza. ¡Nunca estuviste conmigo! ¡Nunca! Pero siento que me abandonaste.

El llanto se hizo incontrolable y los gritos me desgarraban las entrañas. Quería morirme para no sentir más la agonía de estar solo y el frío que me quemaba en el rostro. Quería verle la cara al espanto para que me dejara de espantar. Quería enfrentar el miedo al dolor, a saber que podía morir. Quería gritar y que lo que había dentro saliera. Quería purgar toda mi tristeza, sacar desde las tripas todos los pensamientos que oprimían el espíritu. Quería sanar para encontrar en mí la fuerza para continuar el camino. Quería nacer y para nacer había que morir y para morir había que dejarse llevar, sin resistencia, sin miedo, como dice el proverbio chino: “Para vencer, ceder”. Entonces se me doblaron las rodillas y todo se hizo oscuro.

Abrí los ojos y estaba acostado a la orilla de la carretera. Como pude me levanté y di pasos cortos. Un paso tras otro. Cuando llegué al hotel me enteré de que Lucrecia tenía un operativo de búsqueda. Al verme, ella hizo una llamada por teléfono: “Ya llegó”, dijo. Luego se fue sin despedirse para la Rural. Me quité las botas y tenía los pies hinchados con ampollas de sangre. Cerré los ojos y no pude dormir. Aunque estaba solo algo me decía que no estaba solo. Por primera vez, desde que había salido de casa, sentí que había hecho algo por mí. Había enfrentado el miedo a morir. Entonces, dejé de asustarme ante Lucrecia. Algo, dentro, me decía que iniciaba el viaje. Ya no era necesario ser un hombre servicial por miedo a quedarme sin techo o comida, sino que era hora de salir a mi encuentro. Porque son más los que se aferran a la servidumbre por miedo a perder cierta estabilidad que los que se atreven a buscarse a sí mismos. Sabía que algo en mí había muerto y por ello podía dejar de servirle al miedo de morir solo. Creo que fue en ese instante cuando sentí que otra mano era mi mano, otros pies mis pies, otros oídos mis oídos. Escuché los pájaros y su canto fue hermoso. Empezaba a reconocer la magia que siempre estuvo pegada a mis narices.
Me gustaba, de chico, ir a la casa del vecino y robarle naranjas. Aunque en mi casa había naranjas no me gustaban porque no me exigían esfuerzo e ingenio y por eso no me sabían tan buenas. En cambio, las naranjas del vecino requerían la formulación de un plan para poderlas saborear. Imaginaba la ruta hasta el árbol, la hora en que debía dirigirme entre el cafetal para que Don Álvaro, el vecino, el dueño de los naranjos (como si los naranjos tuvieran dueño) no me descubriera. Pero ocurrió el día en que me descubrió y mientras pelaba una naranja me dijo que se quedaba con las otras. Me fui para la casa furioso con un naranja en el bolsillo imaginándome como desquitarme. Como él en las tardes pasaba por la casa en caballo imaginé lo que debía hacer. Aproveché que el césped estaba crecido y con cada mano hice un montoncito y los até formando una n. Esa era mi trampa y de esta manera el transeúnte, en este caso Don Álvaro, se tropezaría y trannn… lamentaría haberme quitado las naranjas. Hice cantidad de trampas y me quedé bajo un árbol de café esperando que apareciera don Álvaro. Cuando lo vi en su caballo blanco sentí un vértigo y una descarga eléctrica de satisfacción en el estómago…

- ¡Hifueputaaaa… quién putaaas… hijo de puta… ehhh… ahhh… ayyy… mierda..! dijo don Álvaro mientras se paraba con césped en todo el cuerpo.

De mi casa Salió el abuelo y yo aproveché y lo tomé de la mano y salí, como si no supiera, a ver que había sucedido. Miré a don Álvaro furioso madreando a todo el mundo. Sonreí y mientras se marchaba mordí la naranja que no alcanzó a quitarme. Pocas veces he sido tan feliz.

Las calles de la comuna trece de Medellín son peligrosas. La sangre de los muertos y el llanto de las victimas callaron todas las cantinas. Desde hace días las cosas empeoran y no hay como remediar la guerra porque nadie quiere remediarla. Marzo inició con una balacera e insultos que hicieron de la ciudad una caldera. Sobre la terraza de las casas se escuchaban caer, como lluvia, los casquillos de las balas.

La guerra de Medellín es una guerra de adolescentes porque entre más jóvenes más peligrosos. Entre más jóvenes más amorales, entre más jóvenes más pistoleros... Todavía se recuerda el caso de los menores de 17 años descuartizados en la cima de la montaña de Belencito Corazón. También, el crimen impune de los estudiantes que sacan de las aulas de clase para abrirles la cabeza de un... Cada vez parecen estar más enojados.

Tanto silencio asusta. El viento, como en los pueblos fantasmas, silba canciones fúnebres. Solo tres chicos, con morrales, cruzan la calle en dirección a la montaña. Uno de ellos lleva una pala. El tercero, un muchacho que nadie ha visto antes en el barrio, va atrás, cabizbajo. Cruzan el puente y el último edificio. Luego, a las tres horas, vuelven solo dos chicos sin pala…

El silencio aturde. Los pájaros no volvieron por esta parte de la ciudad. Parece que a Dios lo hirió algún joven iracundo.