Me distraen todas las mujeres hermosas. Ellas son alimento a los ojos. Por ello, las feas, gracias a Dios, me son indiferentes. No soportaría ver con el mismo deseo a feas y hermosas. Explotarían las corneas como bombas de aire.

Confieso que me gustaría con todas y entrar en ellas para luego partir. Así ensanchar el vacío de mí con rostros de ellas. Rostros que entre más los veo más me gusta ver porque al instante los olvido. Tocarlas y entrar. Tocarlas y besarlas. Tocarlas y dejarlas por otras que también tocaré. Tocarlas y construir de todas una Eva trasatlántica que olvide entre mis brazos, cada mañana, cuando ella sea doscientas.

 
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Las calles de los pueblos pierden la magia de ser los patios traseros de los trasnochadores que siguen en pie, desgastándose, adoleciéndose, muriéndose de amor, ebriedad, poesía, vacío, conversación… porque la lluvia ha borrado todo rastro de sueño y la libertad fue aplastada por el asfalto.

Las calles son líneas hirviendo hacia una caldera donde se funde toda hospitalidad. Por algo, se aprende a caminar sin mirar porque se nos olvidó detenernos a observar algún balcón y saludar alguna anciana. Caminamos como un topo en la luz. Molesta mirar, estar, saludar, hacer una fogata, besar desde las tripas. Molesta Dios y los caminos. Por eso, permanecemos la mayor parte del tiempo encerrados, asustados, en busca de la ventana en el muro sin ventana. Estos no-caminantes en que nos convertimos condenamos el asombro y las miradas contemplativas a permanecer bajo llave. De ahí que no nos duela lo que sucede porque no sabemos lo que sucede.

Desde que dejamos que el afán colonizara el aire y las casas de tapias fueran remplazadas por edificios se nos olvidó sonreir, caminar descalzos, jugar balón pie y escondernos de la vecina que gritaba roja de ira “¿Quién pagará el puto jarrón? el que le trajo su marido de la casa de la amante. Dejamos de perseguir globos con un espejo, trepar muros, saltar andenes, llorar por una torcedura de tobillo o golpe en el dedo meñique del pie. Dejamos que las calles fueran invadidas por el transito que no llega a transeúnte.
Desde hace unos días te apareces así, de instante, de arrebato, de asombro, como si quisieras, a propósito, dejarme sin palabras frente a la aparición que eres: el sueño posible que olvido cuando partes y vuelvo a soñar cuando apareces. 

Imagino mil formas de no tocarte para poder tocarte, inventarte cada día como si por vez primera te viera y te quedaras entera en las retinas como una enfermedad que cura. Imagino mis manos, más que los ojos, dibujando tu cuerpo como un murmullo de agua dulce, como solo de tropeta en si sostenido, como una tarde desnuda, trigueña, liviana, de senos pequeños y piel acuarelada en naranja y azul. Imagino que me acuesto en tu cuerpo a esperar a que salga la luna dispuesto a morir de ti en cada momento, en cada suspiro, en cada beso.

Eres una casa con balcón para mirar el cielo y escribir tu nombre entre las nubes y dejarlo caer y se adentre en la tierra para que retoñe una de tus sonrisas en mis manos. Porque cuando te escribo camino tu recuerdo en busca del lugar donde me esperas entre sábanas,  húmeda, tierna, con un abrazo acurrucado en tu vientre, con un te quiero despeinándote salvajemente, requiriendome tuyo, requiriendote mía. 

Rulos de nubes
cuelgan como resortes
y millones de desprevenidos
miran las suelas de sus zapatos
mientras arriba
el suspiro 
es azul extendido
a lo ancho y largo
del firmamento.
Sentado en el balcón de su casa ancló sus ojos en el sur. Desde siempre se ha sentido atraído por el sur. Cree que el sur es el punto cardinal que posee los lugares que más le gusta. En el sur está el oriente, el vacío y el occidente. En el sur está la morada para nacer. Así que él salió de su casa dispuesto a recibir el año en el sur. Solo en el sur en busca del centro, la palabra más antigua, el sentimiento más originario. Salió sin mirar atrás para olvidarse de la  hermana que lo ve como el padre más joven que hermana alguna ha  tenido y de la madre que lo ve como  el esposo más joven que madre alguna ha parido. Llegó a la terminal y abordó un bus que lo llevara al sur del país. Algunos choferes le dijeron que por el invierno las vías del sur estaban cerradas. Es decir, no había sueños porque no había sur. Pero èl querìa soñar y eso no le importó. Había decido viajar al sur así que cualquier lugar del sur era indicado. Llegó a una ciudad del sur que no conocía. Guardó la mochila y abordó una combi rumbo al sur de Cali. Se bajó en un parque donde vendían artesanías y se compró una ruana porque necesitaba una chica del sur, trigueña, caleña, de nubes negras, sol bochornoso, tráfico caótico, libros podridos en subasta en sus muslos, culebreros bendiciendo dinero alrededor de su ombligo, piernas largas y empinadas… la chica después de venderle la ruana dejó de sonreírle y le dijo que había sido un gusto atenderlo. Él salió con la ruana que no necesitaba bajo el brazo y compró un almuerzo que no necesitaba para olvidarse de la chica que si necesitaba. Caminó hasta otra plaza pública y se sentó en una banca a ver desfilar a las mujeres con faldas. Piernas de todos los tamaños para todas las direcciones. Piernas empinadas que terminaban donde empezaban las catedrales y los café internet. Piernas de chicas que no lo necesitaban y no respondían a su mirada. Piernas que pasaban de largo para ser sustituidas por otras piernas que también pasaban de largo hasta el insoportable dolor de ojos. Él decidió volver a la terminal de transporte de Cali y olvidarse de las piernas de la ciudad de Carlos Mayolo, Andrés Caicedo, Willian Ospina… La ciudad de las chicas que venden ruanas que no se necesitan porque no es una ciudad fría. La ciudad de las piernas empinadas que abren todos los ojos desprevenidos. La ciudad de las nubes pegajosas que se tragan el cielo casi todo el día. La ciudad de los culebreros y las catedrales olvidadas. Compró un tiquete más hacía el sur porque el sur es el inicio de todo viaje. El sur es a donde se mira cuando se sueña. El sur es donde más cerca  está  la sonrisa. El sur es donde más palpita el pecho.