“…mis ojos errabundos / familiares del hórrido vértigo del abismo”
León de Greiff


—Florentino, usted no hace nada. La que toma las decisiones soy yo. Soy la que hace todo. Esto no puede seguir así.

—Me voy —dije.

—No digas pavadas, Florentino. Pero sí necesito que salgas un rato. Necesito espacio para hacer algunas artesanias. Necesito estar sola por lo menos dos horas.

Era jueves, y Lucrecia solucionaba nuestra crisis de dinero. Durante el día hizo artesanías para la Rural. La Rural era un festival de negociantes que se realizaba en Suipacha cada año a principios de mayo. Al evento acudían artesanos, medios de comunicación, comerciantes, artistas, bailarines, recreacioncitas y campesinos. A Lucrecia, la municipalidad le había dado una caseta para sus artesanías.
A las tres de la tarde decidí irme de Suipacha con la determinación de no volver. No soportaba más mi condición de zombi y tomé el pasaporte, la cédula de ciudadanía, el pulóver que había tejido Lucrecia, un libro de poemas de León de Greiff, el gorro peruano, una bufanda, una camisa, el cuaderno de apuntes y unos guantes, y seguí las vías del tren. A esa hora empezaba a sentirse el aire frío porque se terminaba el otoño y el invierno entraba poco a poco. Iba cabizbajo observando cómo las botas se hundían en el polvo por una vía alterna, de tierra y poco transitada, paralela a la ruta 5. Estaba tan triste que no me di cuenta del tiempo, del dolor de los pies, de los rugidos del estómago. Llegué a un pueblo a 17 kilómetros. En la entrada había un hombre de barba blanca, boina, pipa, botas de cuero y cinturón ancho, tomando mate. Al lado del hombre había un policía quien me dijo que lo acompañara:

—Flaco, de dónde viene.
—Soy colombiano. Pero vengo de… eh…
—¿Qué hace tan lejos?
—Me perdí.
—No le creo.
—Salí a caminar porque peleé con mi enamorada, Lucrecia. Estamos de vacaciones y peleamos. Así es el amor. Uno sabe si ama a alguien solo cuando viaja con él. La verdad, ya no sé si la amo. Por eso caminé y creí que estaba de vuelta y resulté aquí. ¿Me regala un cigarrillo?

—¡Claro, Flaco! ¡Che, tienes una cara de muerto! Flaco, páseme el pasaporte y el DNI. Flaco, aquí no puede pasar la noche. Flaco, ¿no tiene un número de teléfono para avisar que estás acá?

—No.
—Problema, Flaco. Problema. Toma el pasaporte y el DNI. Siga esta calle. Allá al fondo pregunta por doña Coca. Dígale que va de parte mía. No tengo dinero para darle pero sí comida. Flaco, con ese aspecto un choripán le hará bien.

Ese pueblo era una calle custodiada de casas. Era una línea con bombillas y un puñado de personas. Parecía una maqueta de pueblo a gran escala. Llegué al club y vi a doña Coca, era una mujer diminuta de unos cincuenta y cinco años. Dije que iba de parte del policía y que si me daba un choripán. El choripan era rodajas de chorizo que invernaba en bodegas hasta un año y se comía con pan. Doña Coca me miró y dijo que eso no le constaba. No insistí, pero le pedí el favor de que me dejara descansar en un rincón para reponer fuerzas. Dijo que bueno. El club era un salón provisto de mesas para jugar póquer y billar pool. Al fondo se divisaba un salón grande con cajas de cerveza y canastas con empanadas. Frente al salón había una pista de baile con mesas incluidas donde sonaba cumbia y la gente se iba acomodando. Los niños se arrumaban en la ventana para verme y cuando los miraba se escondían. Me olvidé de los niños y sin saber bien en qué momento todos los que minutos antes jugaban en la mesa de póquer estaban en el salón de baile. Me quedé hasta las dos de la mañana sentado en el mismo lugar esperando el policía que no apareció. A doña Coca debió conmoverla mi situación porque me tocó el hombro y me dio un choripán y una coca-cola. Sonreí antes de comer. Luego, en agradecimiento, busqué en el bolso el libro de León de Greiff y le dije a doña Coca que no tenía nada más que ofrecerle. Ella sonrió y se quedó viéndome salir del Club. Afuera el frío heló mis manos. Así que me puse los guantes dispuesto a caminar en dirección a al cuartucho que tenía rentado con Lucrecia, pero desconocí el camino de regreso. Giré a la izquierda. Otra vez a la izquierda. De nuevo frente al club de doña Coca. Respiré. Giré a la derecha. Llegué a un molino donde encontré la recta que me llevaría hasta el hotel. Había una niebla densa que no permitía ver más de dos metros. Maldije la niebla y la promesa de envejecer junto a Lucrecia.

Las rodillas dolían desde los huesos. Empecé a sentir frío y cansancio. Cualquier cosa podía sucederme porque no tenía las fuerzas para defenderme. Empecé a sentir que me faltaba el aire y que algo crecía en el pecho, como una especie de nudo. Fue cuando no resistí el dolor y grité enojado con Dios. En ese instante el cielo se despejó y se insinuaron las estrellas. Pero maldije las estrellas y le dije a Dios que Él era un hijo de puta. Las estrellas se tornaron cada vez más difusas. Bajé la cremallera y saqué el miembro:

—Dios, ¡chúpamela! ¡Cabrón, hazme algo! ¡Mátame de una vez! No he hecho nada tan malo para merecerme tal tristeza. ¡Nunca estuviste conmigo! ¡Nunca! Pero siento que me abandonaste.

El llanto se hizo incontrolable y los gritos me desgarraban las entrañas. Quería morirme para no sentir más la agonía de estar solo y el frío que me quemaba en el rostro. Quería verle la cara al espanto para que me dejara de espantar. Quería enfrentar el miedo al dolor, a saber que podía morir. Quería gritar y que lo que había dentro saliera. Quería purgar toda mi tristeza, sacar desde las tripas todos los pensamientos que oprimían el espíritu. Quería sanar para encontrar en mí la fuerza para continuar el camino. Quería nacer y para nacer había que morir y para morir había que dejarse llevar, sin resistencia, sin miedo, como dice el proverbio chino: “Para vencer, ceder”. Entonces se me doblaron las rodillas y todo se hizo oscuro.

Abrí los ojos y estaba acostado a la orilla de la carretera. Como pude me levanté y di pasos cortos. Un paso tras otro. Cuando llegué al hotel me enteré de que Lucrecia tenía un operativo de búsqueda. Al verme, ella hizo una llamada por teléfono: “Ya llegó”, dijo. Luego se fue sin despedirse para la Rural. Me quité las botas y tenía los pies hinchados con ampollas de sangre. Cerré los ojos y no pude dormir. Aunque estaba solo algo me decía que no estaba solo. Por primera vez, desde que había salido de casa, sentí que había hecho algo por mí. Había enfrentado el miedo a morir. Entonces, dejé de asustarme ante Lucrecia. Algo, dentro, me decía que iniciaba el viaje. Ya no era necesario ser un hombre servicial por miedo a quedarme sin techo o comida, sino que era hora de salir a mi encuentro. Porque son más los que se aferran a la servidumbre por miedo a perder cierta estabilidad que los que se atreven a buscarse a sí mismos. Sabía que algo en mí había muerto y por ello podía dejar de servirle al miedo de morir solo. Creo que fue en ese instante cuando sentí que otra mano era mi mano, otros pies mis pies, otros oídos mis oídos. Escuché los pájaros y su canto fue hermoso. Empezaba a reconocer la magia que siempre estuvo pegada a mis narices.
Me gustaba, de chico, ir a la casa del vecino y robarle naranjas. Aunque en mi casa había naranjas no me gustaban porque no me exigían esfuerzo e ingenio y por eso no me sabían tan buenas. En cambio, las naranjas del vecino requerían la formulación de un plan para poderlas saborear. Imaginaba la ruta hasta el árbol, la hora en que debía dirigirme entre el cafetal para que Don Álvaro, el vecino, el dueño de los naranjos (como si los naranjos tuvieran dueño) no me descubriera. Pero ocurrió el día en que me descubrió y mientras pelaba una naranja me dijo que se quedaba con las otras. Me fui para la casa furioso con un naranja en el bolsillo imaginándome como desquitarme. Como él en las tardes pasaba por la casa en caballo imaginé lo que debía hacer. Aproveché que el césped estaba crecido y con cada mano hice un montoncito y los até formando una n. Esa era mi trampa y de esta manera el transeúnte, en este caso Don Álvaro, se tropezaría y trannn… lamentaría haberme quitado las naranjas. Hice cantidad de trampas y me quedé bajo un árbol de café esperando que apareciera don Álvaro. Cuando lo vi en su caballo blanco sentí un vértigo y una descarga eléctrica de satisfacción en el estómago…

- ¡Hifueputaaaa… quién putaaas… hijo de puta… ehhh… ahhh… ayyy… mierda..! dijo don Álvaro mientras se paraba con césped en todo el cuerpo.

De mi casa Salió el abuelo y yo aproveché y lo tomé de la mano y salí, como si no supiera, a ver que había sucedido. Miré a don Álvaro furioso madreando a todo el mundo. Sonreí y mientras se marchaba mordí la naranja que no alcanzó a quitarme. Pocas veces he sido tan feliz.