Me gustan los senos grandes, que más le vamos a hacer. No me puedo mentir y menos privarme de verlos por la calle moviéndose con sus vibraciones gelatinosas roba miradas. Debe ser que tengo algún asunto que solucionar con mi madre. Pero la verdad es que disfruto en pararme en las escalas del metro a ver desfilar senos de todos los tamaños, de todas las contexturas e imaginarlos con sus pezones al aire libre señalándome y sintiendo cierto escozor en el estómago. Lo extraño es que Lucrecia, mi compañera, tiene casi el pecho plano y la quiero sin saber muy bien por qué la quiero si sus senos apenas alcanzan el tamaño de las naranjas. Bueno, eso si debo resolverlo pronto. Es una necesidad urgente dormir con una almohada cómoda y delicada.

Hoy salía del trabajo y en el metro vi una mujer con unos senos que me hicieron temblar. Me ubiqué al lado de ella. Miraba el reflejo de sus senos a través de la ventanilla del vagón. Eran grandes y firmes. Dos montañas con un Crucifijo en el medio. Pensé que era injusto ver esos senos porque después ya no me interesaría ver los de Lucrecia. Así que intenté no verlos. Pero una fuerza superior a mi voluntad llevaba una y otra vez mis ojos al reflejo difuso de la ventanilla. Cuando llegamos a la última estación salí primero para no verla irse. Pero, contrario a mi propósito, me quedé esperando que pasara. Toda ella era una vibración gelatinosa que aguaba la boca y los ojos. La estación se llenó de senos, de escotes descarados, de protuberancias dispersas que iban a todas partes menos a mi encuentro. Cuando llegué a casa Lucrecia me esperaba y no me importó que tuviera senos pequeños.

 - ¡Para florentino! ¡Para! En mis tiempos se saludaba antes.
 - Ehhh… en tus tiempos… ehhh en mis tiempos… ehhh…  en estos… ya sabes… no hay tiempo porque dicen en las noticias que el mundo se acaba en una hora y quiero morir… ya sabes… ehhh… amándote… así que hola y prosigamos…

La noche olía a mermelada de guayaba, a leche en nata, a te quiero desnuda hasta que amanezca. La miraba y quería estar dentro suyo y sentir su humedad. Ella me miraba y quería que yo estuviera dentro.

- Florentino a que no eres capaz de estar dentro mío y acompañarme hasta la cocina, como un solo ser, y volver a la cama con un vaso de agua.

- Ehhh… no sé… ehhh… interesante… ehhh… podemos intentarlo… ehhh… pero… ehhh… no respondo si de pronto… ehhh… tu sabes… salimos de la casa y como un ser mitológico patrullamos la noche…

Ella en posición de montaña, sin doblar las rodillas y con las puntas de las manos en el suelo, dirigía la marcha. Yo, unido a ella, erguido, respirando lento, intentaba coordinar mis pasos con los suyos. Salimos de la habitación. Llegamos a un pasillo y nos desplazamos como un mamífero desconocido por la ciencia. Nuestros pasos amortiguaban la respiración y las ganas de correr como niños asustados de tanta alegría. Llegamos a la cocina, ella lentamente se incorporó, abrió la nevera y sirvió un vaso de agua. Bebimos, nos besamos y sentimos que podíamos estar así tiempo indefinido.

- Florentino te siento estómago arriba, que tal si caminamos hasta el patio y miramos la luna llena.

- Esta bien Lucrecia. Vamos hasta más allá del patio e intentamos atrapar una que otra estrella.

Continuamos hasta el patio. Atrás quedaba un ruido de madera seca, un olor a incienso de pino, a animal recién bañado, a noche sin limites, a amor envuelto en suspiros y a centauro que cazaba estrellas.
cuando la conocí ella daba una conferencia sobre la primera infancia. En el recinto habíamos dos ó tres hombres, mientras había unas sesenta mujeres. Me sentía como un consolador en una vitrina. Ella dirigía la charla con mucho carácter y agilidad. La veía tan aire, tan suspiro, tan trasparente que mejor me dije que era mejor no verla más para no seguir con más ganas de verla. Salí con la certeza de que no la volvería a ver porque me moría por ganas de verla. Como quería conocerla por eso no la busqué. A los días ella fue al colegio en el que yo trabajaba a mirar la metodología de la institución. Su olor a durazno en leche, a café con galletitas de soda a las tres de la tarde, a suspiro con miel invadía todo el colegio. La sentí tan cerca que le escribí una carta. Pues, lo confieso, soy un hombre cursi. Me gusta escribir carticas, dedicar besos y canciones y esas cosas que tanto nos gusta hacer para que nadie nos vea. Ese día me enfermé. Creo que fueron las ganas de ella las que me hicieron temblar y sudar y estornudar… pedí permiso para irme temprano. Cuando iba a tomar el bus me la encontré en el paradero. Nos saludamos. Hablamos como si ya nos conociéramos. Mis ganas de ella dolían en los huesos. En un momento, en que ya la carta no era lo fundamental, la saqué de mi mochila y se la entregué. Desde ese instante todo fue un hechizo. Cada cosa sucedida fue un encuentro de luces que se hicieron carne. Recuerdo que hablamos de todo porque todo nos interesaba. Al día siguiente fuimos a un bar y pedimos tequila y el tequila nos llevó al primer beso, al primer temblor de luna, al primer capitulo de una historia de asombro sin remedio. Luego, la noche y los sueños de eucalipto con almidón tatuados en las sábanas. Casi al instante, apenas hubo amanecido, viajamos a Guatapé a construir en un fin de semana una historia tranquila para que apaciguara los torbellinos y abismos que habíamos coleccionado en nuestros corazones.

Ella fue un conjuro, una barca con mariposa en la represa, un beso con margarita, un abrazo bajo la lluvia, un guaro calienta estómago, un temblor de piel, una mirada amarilla bajo el cielo azul, un cuerpo desnudo al tacto, un calorcito húmedo, un gracias en papel de regalo. Yo fui un mago con sombrero que hizo aparecer chocolatinas del bolsillo de la chaqueta, un chico con mirada de tierra y musgo, un mercader de abrazos y besos prófugos, un Romeo que se robó a Julieta del balcón por unas horas, un Ulises de un sueño de Penélope, un Paris que besa a Elena hasta el atardecer… fui un hombre feliz porque en el fondo, ambos lo sabíamos, lo nuestro era finito y solo teníamos ese instante para creer que el encuentro era posible… Luego, ella se despidió y se fue a continuar con sus ocupaciones. Yo me guardé un pedazo de su recuerdo en el bolsillo del jean. Sabía que no la vería más, así que di media vuelta y volví a mi casa a mirar la lluvia empañar los cristales. A veces, cuando me acuerdo de ella, llevo la mano al bolsillo del jean y un temblor me recorre todo el cuerpo.