Cuando joven creà muchas veces que habÃa encontrado el amor de mi vida. Pero fueron muchos los golpes que me di en la cara. Ahora de viejo sé que el verdadero amor es una mentira que uno toma por cierta para enredarse, confundirse y creer que eso es lo más milagroso de la vida. Ahora no me preocupo por eso. Aunque Lucrecia me abandonó definitivamente porque me considera un viejo cascarrabias e infantil. Sé que ya no tengo la energÃa para cortejar a nadie. Por eso dejé buscar lo que no llegará. Entonces me dedico a recordar mis pequeñas tragedias, las que constituyen el dÃa a dÃa. Curiosamente se recuerdan los momentos más emotivos. Uno de ellos ocurrió hace mucho ya mucho en Argentina. Y lo que ocurrió lo sabÃa antes de que sucediera. Ella me esperaba en el aeropuerto y cuando la vi supe que ella no era mi apuesta. Me pregunté el por qué estaba allÃ, si ya no habÃa vuelta atrás y empezaba a dudar. Amanda ya no era un motivo para agradecer la existencia de cada átomo. En ese instante empezó a importar el objeto amado, más que el amor. Pero, no quise admitir ese presentimiento por miedo de que fuera cierto.
Ella esperaba afuera del aeropuerto. Nos saludamos y respondà al beso por decencia. Ella encendió un cigarrillo y me dijo que ya estábamos juntos, volvió a besarme. Esperamos el autobús que nos llevarÃa a la terminal de transporte de El Retiro, dónde abordarÃamos otro autobús rumbo a la casa de sus padres en el municipio de Suipacha.
El municipio de Suipacha está ubicado en el oeste de la Provincia de Buenos Aires, en la llamada Pampa Ondulada a 126 km de la Capital Federal. “Pampa”, una palabra aymara que significa “espacio”. Y si que habÃa espacio porque se podÃa contemplar la inmensidad del horizonte. Incluso, a veces, cuando intentaba mirar más allá del primer pantallazo visual sentÃa un dolor en la córnea, como si el ojo empezara a utilizar otros músculos.
Suipacha fue la primera batalla que los argentinos ganaron en la Guerra de Independencia. Batalla disputada en Bolivia el 7 de noviembre de 1810. Suipacha también era el municipio de la siesta. Afortunadamente, durante la siesta no se escuchaba el aullido oxidado de la locomotora. Se almorzaba a la una y se dormÃa hasta las cuatro de la tarde. Durante tres horas el silencio era eco. No habÃa radios a alto volumen. El viento despeinaba los árboles y levantaba el polvo. HabÃa bicicletas estacionadas en las calles, automóviles viejos, perros inmensos y flacos, empanadas de pollo enrazadas en pastel de guayaba, estofado de carne, fideos, arroz aguachento, ancianas en bici, niños en bici, mujeres con sus bebés en bici.
Lo que más me impactó fue empezar a moverme sin ver una sola montaña. El horizonte era una lÃnea recta por todas partes. Era sorprendente que eso me hiciera sentir más cansado y torpe. HabÃan desaparecido las calles empinadas que me permitÃan demostrar la destreza del mono que se evidencia en las personas de zonas montañosas. Estas personas desarrollan cierta agilidad que les permite pensarme al ritmo de su geografÃa. Pero cuando se encuentran en otra geografÃa su ritmo es distinto y no logran concentrarse en el camino porque sienten que algo les falla. Frente a Amanda no encontraba las palabras para comunicarme y esa era mi falla. Quizás porque no veÃa las montañas empecé a cansarme del camino, a pensar más en cómo seguir que en seguir. Más en el cansancio y las necesidades fisiológicas que en la contemplación del paisaje. Estaba atrapado en el miedo.
Esa noche de domingo hacÃa un calor del demonio y los zancudos patrullaban el aire. En cama, con el ventilador encendido, mirábamos televisión. Cuando desperté Amanda no estaba, asà que me quedé en la habitación porque no querÃa ver a nadie. SabÃa que el rumor del novio de Amanda era más atractivo que yo. Un yo que permanecÃa en cama intentando encontrarse a sà mismo para llegar hasta el centro de mando que Amanda tenÃa entre las piernas. Centro rosado e inalcanzable que me hacÃa decir más te quiero de lo necesario.
Amanda me decÃa que era pasivo, antisocial, cobarde. Me reÃa de sus acusaciones porque eran ciertas. Aún asÃ, se sentÃa responsable de la tristeza que se me veÃa por encima y me dejaba en la mesa de noche un billete de 10 pesos para los cigarrillos. La preocupaba ver que el gris era en mis ojos un color incómodo. Tanto que ella en los dÃas de descanso se quedaba conmigo en cama mirando Los Simpson. Intentaba acompañarme con la intención de establecer los primeros hábitos de la convivencia que nos permitiera estar juntos muchos dÃas. A eso habÃa ido, a vivir con ella mucho tiempo. Pero esa utopÃa la mataba poco a poco.
Desde que llegué a su casa querÃa tener sexo con ella porque me sentÃa muy triste, aún sabiendo que después del coito el hombre es un animal más triste. Quizás fue mejor no haber tenido sexo porque nos hubiéramos hecho más daño. Pero no me importaba lo triste que pudiera estar después de penetrarla. QuerÃa llegar hasta el fondo, con tal de no seguir suplicando afecto. Me habÃa convertido en un mendigo de las caricias de Amanda y como el mendigo dejé de ser mirado como un igual. Porque lo que más repugna del indigente es que representa la miseria humana. Mi miseria era la tristeza y la necesidad del cuerpo de Amanda. Eso no me permitÃa estar bien conmigo mismo porque me sentÃa inconcluso, como un viajero sin rumbo, con miedo a viajar. Entre más inestable más necesidad de Amanda. En las noches buscaba su cuerpo y ella sólo se dejaba acariciar hasta cierto punto. Cuando sentÃa que no podÃa controlar el deseo me decÃa en tono amenazante: “Allá”, refiriéndose al extremo de la cama. “Allá” significaba separación, fin de la función, detener la marcha del instinto. A Amanda la enojaba decir “Allá”. A mà me excitaba que dijera “Allá”.
Hacer el amor fue una imposición. Silencio. Era el rey de los monosÃlabos. Silencio. Amanda más distante porque el sueño se hacÃa infierno. Silencio. Yo querÃa hacer el amor porque estaba muy triste. Ella querÃa evitar hacer el amor porque estaba muy triste. Silencio. Amanda habÃa conseguido un apartamento en un hotel en Suipacha, su pueblo natal, y habÃa que ir a la ciudad por el equipaje. Fuimos en tren. Llegamos al apartamento. Silencio. Ambos sabÃamos que Ãbamos a hacer el amor pero no encontrábamos los movimientos naturales. Sin preámbulos la besé. Ella sabÃa que algo se romperÃa esa tarde porque las cosas iban mal y lo que hiciéramos estarÃa mal. Pero también lo anhelaba. No de la forma en que ocurrió, pero lo anhelaba. Acaricié a Amanda. Sus senos a mis manos, su vientre a mis manos, sus labios a mis dedos, su ombligo a mis labios, sus senos a mis labios, su gemido a mi peso, sus retorcijones a mis movimientos y sus lágrimas a mi silencio. Amanda lloró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Silencio. Me vestà y salà al balcón a fumarme un cigarrillo. Era inaudito que llorara. No lo habÃa hecho tan mal. Pero ella lloró. Algo habÃa fallado, lo que presentà desde el principio. Silencio. Por horas miré la calle. Los automóviles en fila. Los transeúntes, el cielo, las nubes, los colillas de cigarrillos al lado del cuaderno de apuntes, la tristeza, la soledad.
Amanda empezó a ver en mà una atadura y un lÃmite a sus espacios. SentÃa que no era justo que aparte de sus problemas tuviera que soportar los mÃos. Por ello, se desentendió de mis cosas y me quedé en casa de sus padres durmiendo, leyendo, encerrado, sin ganas de hablar. No volvà a decirle te quiero y el silencio aumentaba con los dÃas entre ambos. Nuestro diálogo se habÃa reducido a los buenos dÃas y a las buenas noches. Hasta que de tanto silencio una tarde abrà la boca y hablé desde la necesidad de irme y recuperar el sentido del viaje que era viajar:
—Las cosas no funcionan. La vida sigue. Tomo mi mochila y me largo. Trabajo de peón. Aunque tampoco quiero regresar a Colombia. Es hora de hacerme hombrecito.
—Florentino, si no puedes conseguir trabajo. Te la pasas encerrado todo el dÃa. No hablas con nadie. No me dices lo que te pasa. No imagino cómo harás para conseguir comida y dormida. Aquà al menos tienes techo. No digas bobadas que ni tú mismo te crees.
Amanda lloró y sus lágrimas me dieron fuerza. No se habló más del tema. Seguà en casa de sus padres. Pero después de ese enfrentamiento ella asumió mis ocupaciones y se hizo responsable de mÃ. Fue en ese momento cuando ella mutó de amante a madre. Me habÃa asumido como un ser desvalido que necesitaba afecto y comida. Si antes no habÃamos logrado solucionar nuestras diferencias, ahora serÃa más difÃcil. Yo ya no era el hombre que la acompañarÃa sino el desvalido al que debÃa cuidar. Mi incapacidad para sentirme autosuficiente generó el doble de estrés al que Amanda estaba acostumbrada a soportar y el estrés engorda, la grasa engorda, la harina engorda, la prisa engorda, la culpa engorda, el fracaso engorda. Amanda se engordaba y más me atraÃa su carne, su carácter, su actitud callada de hincha-pelotas, su manÃa de arrancarse los callos de la planta de los pies y masticarlos. Ella era una mujer gorda y eso implicaba que era más discreta a la hora de vestir, pero más atrevida a la hora de hablar. No era una de esas mujeres que usaban minifaldas trasparentes para atropellar la imaginación con la furia del instinto, el instante, la prisa y el olvido. En cambio, Amanda era una mujer de más tiempo, de más carne. Por eso cuando me besaba despertaba los más negros instintos y me hacÃa creer que podÃamos estar juntos.
Amanda consiguió un apartamento en un hotel a una cuadra del parque de Suipacha. El apartamento era un salón que a la vez era sala, comedor, habitación, patio y cocina. Lo mejor era el baño porque me sentaba en el bidé y abrÃa una llave multidireccional. Las primeras veces grité porque no estaba acostumbrado a las cosquillas que me producÃa el chorrito de agua. Al costado del bidé estaba el lavamanos y el espejo. Al fondo, la bañera y la ducha. En el nuevo espacio la distancia entre ambos fue mayor. Ella trabajaba lunes y martes de siete de la mañana a cuatro de la tarde. El miércoles viajaba en tren a Buenos Aires. El jueves a las diez de la noche se acostaba a dormir para madrugar el viernes. Los sábados los dedicaba a las artesanÃas. Los domingos cantaba en algún matrimonio o tomaba mate con sus conocidos. Mi itinerario era despertarme a las once y desayunar dos galletas con dulce de leche y un vaso de agua. Luego me dirigÃa a la bañera. Giraba la llave del agua caliente. Cerraba los ojos. La bañera se habÃa convertido en un lugar de refugio, de recogimiento para no sentirme tan triste. Era como entrar de nuevo a la placenta, a un recuerdo mudo donde fui autosuficiente. La situación era cada dÃa más complicada, asà mismo eran más las ganas de hacerle el amor a Amanda. Cuanto más triste necesitaba más de ella. No encontraba cómo sacarme ese deseo enfermizo de la cabeza. SentÃa una pasión violenta que sabÃa que de ser satisfecha abrirÃa una herida insondable. Pero querÃa penetrar a Amanda con violencia y también querÃa no penetrar a Amanda. La única salida que encontré para controlar el deseo fue masturbarme. SabÃa que no tenÃa la fuerza ni la voluntad para enfrentar ese deseo, y si no buscaba cómo enfrentarlo podrÃa enloquecerme y perder el control definitivamente. Después de que el semen flotaba me sentÃa menos triste y me era menos doloroso pasar el resto del dÃa semimuerto, con sueño, los ojos vidriosos, con ganas de llorar, desganado, encorvado, sin palabras, apetito ni deseo; que sentir la necesidad de Amanda. El semen flotaba. Bajo el semen mi cuerpo cadavérico.
DÃas atrás quise hacer una crónica para el especial de Semana Santa que organizaba El Espectador. Un compañero de la universidad hacÃa las prácticas en este diario colombiano. Contacté a Bibian, un sacerdote irlandés que conocÃa a profundidad la historia de sus compañeros asesinados en la dictadura militar en Argentina en los 70. La mamá de Amanda me indicó dónde encontrarlo. Llegué a la casa cural y me presenté como el reportero Florentino de El Espectador. Bibian recién salÃa de una diálisis. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que era el novio de Amanda y que buscaba hacerle un reportaje. Además, me parecÃa muy interesante que él escuchara a Pink Floyd, Led Zeppelin, The Kiss, The Rolling Stones, Alice In Chain, Black Sabbat… y que tocara guitarra. El sacerdote me contestó que no tocaba guitarra y que no era el indicado para el reportaje. Le dije por decir, no tenÃa que decir, que las obras de caridad eran universales. Sonrió y dijo que no le interesaba. Salà de la casa cural con la saliva seca. El humo del cigarrillo sabÃa amargo. Otra bocanada. Los calzoncillos en el borde de la bañera. El cabello flotaba. Pensé en Amanda. Otra bocanada. Vi anotaciones de otra crónica. HabÃa encontrado un refugio con el Grupo de Teatro Integrado de Suipacha. Iba a los ensayos dos veces a la semana. El grupo estaba integrado por seis jóvenes de capacidades insuficientes y dos chicos menores de dieciocho años con facultades mentales suficientes. La directora querÃa viajar a Colombia. Le dije que en Colombia no habÃa proyectos como el de ella. Los chicos me abrazaban y me permitÃan ser. Al menos con ellos me sentÃa seguro porque no me exigÃan demostrarles que podÃa valerme por mà mismo. Fueron los únicos amigos que conseguà en Suipacha. Por eso, no sabÃa cómo decirles que la crónica no habÃa pasado el Comité Editorial. Según los editores de El Espectador al texto le faltaba contexto y calidad. Era una crónica de aficionado. Entonces les dije que habÃan publicado la crónica en una gaceta impresa en Bogotá.
Otro cigarrillo. Parte de la ceniza cayó al agua. Los dedos de los pies estaban arrugados y blancos. Cerré los ojos y recordé el primer asado al que fui. Asaban media res. Por el consumo de carne los habitantes de Suipacha son histéricos, redondos, cachetones, grandes, rosados, con manos gruesas. En cambio en Antioquia los gordos, en su mayorÃa, se caracterizan por la barriga que les cuelga sobre el vientre. Una gordura dispareja, donde la barriga se asoma por los espacios que hay entre los botones. Pero a los gordos de Suipacha la adrenalina segregada en la carne de la vaca y del chancho al morir, les recorre las venas. Tienen más vértigo en el cuerpo. Quizás, por ello, son en exceso alegres o depresivos y acuden al sicólogo porque no pueden con ellos mismos. Mientras que el antioqueño con algunos tiros al aire encuentra una buena terapia para transferir sus emociones.
En el asado me decÃan: “Flaco, si no come se muere”, “Flaco, es necesario consumir vitaminas”, “Flaco, cuidado con una torcedura de hueso”, “Flaco, la salud es lo más importante”. Mi contextura era la de un chico de quince años. Incluso, Augusto, el hermano menor de Amanda, tenÃa catorce años y era más corpulento. Yo era uno de los tipos más delgados de Suipacha. Por no decir el más delgado y el único trigueño. Los hombres cocinaban. Las mujeres conversaban en el comedor. Yo estaba con los hombres. Me hablaban gritado, pausado, graficando con las manos lo que decÃan. Acentuaban las palabras más de lo necesario como si me tradujeran de otro idioma. Mientras escuchaba mordà un trozo de carne de más de una pulgada de grueso.
Vacié la bañera. Esperé que el agua desapareciera. Me vestÃ. Me puse el pulóver que Amanda me habÃa tejido. Salà a caminar, a presenciar el primer otoño de mi vida. Era como si hubieran florecido todos los guayacanes amarillos. El azul del cielo contrastaba con el amarillo. El azul era tan azul que la retina se dilataba. Las hojas amarillas luego se secaban y caÃan de los árboles. Las calles eran un colchón de hojas amarillosas.