El discurso

Lucrecia bebía desde que se despertaba hasta que anochecía y no encontraba como reanimarla. Intenté ingenuamente acercarme y consolarla. Ella me sonrío y puso el vaso de whisky sobre la mesa de noche, mientras buscaba en uno de los cajones su pipa con marihuana. Inhaló varias veces antes de ofrecerme. Fumé y sentí como el humo me quemaba la garganta obligándome a toser. Luego, por primera vez, observé que los movimientos de ella eran distintos a los míos. Por ejemplo, sus fosas nasales se abrían y cerraban más rápido, lo mismo sucedía con sus párpados. Veía que su cuerpo respiraba más ligero, por lo que sus senos subían y bajaban dejando en el aire un eco gelatinoso y torturante. Ella brincó al sentir mis manos en sus pechos y me lanzó el vaso con whisky. Afortunadamente me agaché y el vaso se estrelló contra la pared. En ese instante volví a sentir el ardor en el estómago y le grité “puta”. Ella buscó lo primero que encontró, una silla, y me le lanzó. Salí del apartamento maldiciéndola porque nada de lo que hiciera o dijera le importaba. Me había convertido en un ser insignificante cuando había sido antes su gran amor.

En la calle me tomé varias copas antes de ver en un auditorio a un grupo de jóvenes discutiendo sobre la libertad, la política y todas esas utopías por la que se sacrifican como becerros. Entre al recinto y sin importar en que iba la discusión alcé la mano para pedir la palabra. Estaba tan indignado con el mundo y mi historia que me importaba un rábano el ridículo:

El dolor de un hombre es el dolor de todos los hombres reprimidos por la violencia. Por eso debemos dejar de asumir el rol de victimas, de magdalenas, de residuos del estado. Debemos alzar la cabeza porque nos merecemos una vida digna en la que podemos opinar libremente. Pero que ha pasado, nos hemos hecho el pajazo mental de que aquí no ha pasado nada. Entonces asumimos el papel de indiferentes como si esto nos eximiera de toda responsabilidad. Cuando, y lo decía Albert Einstein ‘La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa.’ Por eso no hay que seguir de zombis ante las mujeres que rezan por sus hijos fallecidos, los campesinos desplazados de sus fincas obligados a pedir limosna en las ciudades, las mujeres violadas sin que nadie se haga responsable, los hombres picados a machetazos y enterrados en fosas comunes por el simple hecho de estar en desacuerdo. Mientras estas cosas pasan millones de personas se hacen los desentendidos como si esta no fuera su historia. Y con esta indiferencia apoyan cada uno de los actos vandálicos que quieren ignorar. Cuando este dolor es colectivo y cada uno debe cargarlo por el simple hecho de haber nacido en esta tierra corrupta y maldita. Al menos yo estoy decidido a soportar este dolor que me pesa desde hace siglos porque creo que si todos nos unimos podemos erradicar la mafia que nos corroe el corazón. Digo esto porque creo firmemente que ningún individuo nació para ser sometido, al menos en este tiempo. Por eso reclamo mi derecho de caminar sin temor a que una bala perdida me corte la respiración. Reclamo el derecho de vivir tranquilo y sentir que soy hijo de estas tierras al igual que mis padres y los padres de mis padres. Reclamo el valor de un pueblo para enfrentar todo acto injusto que nos coarte y oprima.


No esta de más decir que los actores de estas masacres, a comparación de la sociedad civil, son la minoría. Nosotros, si queremos, podemos ser un ejercito invencible porque representamos al pueblo, a la voz de la mayoría. Pero como nos hemos adormecido hemos permitido que sean los políticos los voceros de nuestras voces sin permitirnos interrogarlos. También les hemos creído ciegamente a los medios de comunicación cuando ellos son parte del plan macabro del gobierno. Somos ingenuos al creer que el discurso de un político pronunciado por la pantalla chica tiene las mismas bocas que la cantidad de televisores en nuestras casas. Esto es irrisorio porque somos un ejército de televidentes que podemos levantar nuestros traseros de las sillas para reclamar nuestros derechos. Pareciera que nos atemorizara un televisor, como si detrás de este artefacto existiera un terror mayor que solo venceremos con un milagro. De esta manera, y me duele decirlo, estamos condenados a morir de inutilidad que es peor que una lepra. Si todos nos unimos podremos vencer y asumir una posición responsable como pueblo. ¿Somos pueblo?, dije. -¡Si! Respondió el público enaltecido-. ¡Somos pueblo!”

Concluí mientras tomaba una botella de vino y salí a la calle. Todos los muchachos salieron detrás como si yo fuera un caudillo. Solo entonces me di cuenta de lo que había sucedido y me dio pavor tener que sostener mi discurso, así que empecé a correr para evitar toda responsabilidad. Los muchachos, que debían ser unos cuarenta, me seguían con las manos alzadas implorando que los esperara. Me sentía enfermo y no soportaba tener que dar explicaciones de mis actos, sobre todo a desconocidos. Pensé que cuando los muchachos me confrontaran se darían cuenta de que era un ser débil, con severos problemas emocionales y se burlarían del viejo patético que soy. Y creo que a estas alturas no soportaría ser objeto de burla. Con una edad avanzada la burla puede herirle a uno profundamente el ego y pararse de ese golpe sería muy complicado. Mejor sería poner la mejilla a un bofetón a permitir que unos mocosos se burlen de uno. Con la burla algo del hombre muere y algo maligno empieza a germinar: Un rencor hacia el mundo lo domina hasta el punto de convertirse en un asesino. Por ello, corrí lo más que pude hasta que me subí a un taxi y me escapé.











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