Ante el espejo


Descubrí que me gustaba mirarme en el espejo. Desde entonces llevaba un espejito y un peine en el morral y cuando nadie se percataba de mis movimientos me miraba. Encontré dos lunares en las mejillas, simétricos, a la distancia de los ojos que antes ignoraba. El encanto de mirarse al espejo consiste en que nadie se entere ya que no está bien visto que un hombre saque de su morral un espejito y un peine porque pasa por afeminado. Yo no quería que pensaran tal cosa de mí sobre todo cuando había logrado cierto prestigio en el colegio. Así que, como todo un hombre que oculta sus sentimientos, ocultaba mi gusto por los espejos. Por ello, todo lo que reflejara mi rostro me atraía. En más de una ocasión me crucé en vitrinas con la mirada de otros hombres que al verse sorprendidos arrugaban el ceño y continuaban caminando como si quisieran pelear. Por eso, mirarse al espejo necesita de mucha cautela y concentración para no herir susceptibilidades. Sobre todo si vas conversando. Si se conversa hay que estar pendiente de la última oración del interlocutor para después de mirarse en un vitral repetirla. Así, el interlocutor no se enterará ni ofenderá del placer que te produce mirar tu propio reflejo. Se requiere de cierta agilidad y experiencia para mirarse y conversar sin ser notado. Aunque, a veces, lo más experimentados metemos la pata. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando salía del colegio, en una casa contigua a la tienda donde comparaba panes o chicles, había una ventaba enorme. No me percaté en ese momento que los vidrios con la luz invierten el reflejo. Por ejemplo, con la luz del día, el que está dentro de la habitación puede ver hacia afuera, pero el que está afuera solo puede verse a sí mismo. Yo estaba afuera y vi mi reflejo en la ventana. Sigilosamente me acerqué. Pasé frente al vidrio para no generar sospechas. Luego me devolví. Como no detecté nada extraño me quedé frente al vidrio. Esa era la habitación de una de las hijas de la dueña de la tienda. Era una mujer cuarentona, muy religiosa, sin hijos y sin novio. Durante el día permanecía encerrada y odiaba a los hombres. Vi mi rostro azuloso e hinchado con algo sospechoso en la frente. Llevé la mano a la frente y encontré un trocito de borrador. Sonreí y seguí buscando si tenía algo más. Incluso me acerqué más al vidrio cuando sentí un ruido espantoso precedido del chirrido de la ventana que se abrió. Ante mí apareció la hija de la dueña de la tienda. Ella estaba en toalla y me preguntó si se me había perdido algo. Dije que no y cuando me estaba alejando para salir corriendo ella me agarró de una de las manos. Sus uñas se clavaron en mi antebrazo mientras me decía que una dama no se vigila, menos si es una mujer de buena familia. Luego, llevó mi mano a uno de sus senos fríos y arrugados. Sentí náuseas y halando la mano logré escaparme. Con los ojos aguados crucé la portería cuando escuché la voz de Yurley que me esperaba. No sé por qué me detuve, pero al verla se me quitaron las náuseas. Ella se acercó y me regaló una chocolatina. Era el primer regalo que una mujer me hacía en la vida. En silencio, con la chocolatina en el bolsillo del pantalón, la acompañé hasta su casa. Ella me miraba y se sonreía. Yo la miraba e intentaba decir cualquier cosa, pero no encontraba las palabras. Ella se veía contenta a mi lado y suspiraba. Yo la miraba sin poder sacarme de la cabeza la imagen de la beata que me había obligado a tocar sus senos. Ella tomó una de mis manos. Yo sentí un escalofrío en el cuello precedido de una erección, así que me amarré el pulóver en la cintura. Ella me contaba que su madre ya le había comprado el vestido para la confirmación. Yo intentaba ocultar mi erección y respondía con monosílabos. Ella presintió que algo me sucedía porque me apretó la mano con fuerza. Yo empecé a sudar y empecé a sentir miedo. Ella me tomó de la mano y al llegar a un callejón oscuro, se detuvo y de un tirón desamarró el pulóver y poniéndoselo en el cuello empezó a correr. Yo me quedé quieto porque no quería perseguirla. Ella al ver que no la seguía se detuvo y movía el pulóver. Yo, estático, sin saber qué hacer. Ella se devolvió y se acercó lentamente. Yo seguía en un estado de estupor que daba vergüenza. Ella se alzó en las puntas de los pies, como en una clase de ballet y me dio un beso al tiempo que su mano se introducía en el bolsillo donde estaba la chocolatina. Yo la miré y sentí que me dolía menos la vida. Ella sonrió y me entregó el pulóver y media chocolatina antes de marcharse. Yo la vi alejarse y sentía aún entre las piernas el roce de su mano. ¡Era maravilloso! Busqué entre el morral el peine y el espejo.

2 coment�rios:

Belén Rodríguez dijo...

Narciso aquí tenía mucho trabajo...
Me ha impactado el giro inesperado que has dado al relato.
Cómo el personaje, sin dejar de lado su esencia, se convierte por arte de magia en otro diferente para retomar finalmente su yo primigenio.
Me ha gustado.
Un abrazo.

Juan Camilo dijo...

muchas gracias por sus palabras. un abrazo gigante.