Todo empezó cuando Raúl se dirigió al aeropuerto dispuesto a realizar un viaje para aprovechar las vacaciones de fin de año. Se subió al avión. En el asiento contiguo había una mujer en extremo pálida, vestida de negro, leyendo un libro de pasta naranja. Desde muy joven lo atraían las mujeres blancas, delgadas y con grandes ojeras. Estas mujeres le generaban sensaciones contrarias que no entendía muy bien pero que dimensionaba como una mezcla de miedo y pasión, algo irresistible y peligroso al mismo tiempo. Raúl, aprovechando que de joven había sido un buen lector, intentó averiguar quién era el autor del libro para intentar romper el hielo. Pero, cansado de mirar de reojo la pasta anaranjada dirigió la vista a las nubes y se asombró porque desde esa altura parecían dinosaurios de algodón. La mujer siguió leyendo y cuando hubo anochecido encendió una lamparita que estaba ubicada en la parte superior del asiento. Raúl se asombró de que la mujer apenas se diera cuenta de que iba en un avión como si fuera igual a dar un paseo en un Porsche. Miraba su tez blanca de rasgos cadavéricos y seguía sin encontrar una estrategia para presentarse y decirle que era un ingeniero metalúrgico interesado en conocer Argentina. Sin encontrar las pautas para comunicarse prefirió llamar a la azafata para pedirle una cerveza. Cuando abrió el envase hizo un ruido espantoso. La chica lo miró y sonrió. En ese momento él dijo:

 —Hola, me llamo Raúl. 

Ella miró por encima de la pasta naranja y volvió a la lectura. Raúl encendió la lámpara correspondiente a su asiento para disimular la vergüenza y buscó alguna cosa en el espaldar del asiento de en frente. Encontró unos audífonos, papeles en inglés y dos revistas. Tomó los audífonos y, después de descifrar la curvatura que los ajustaba a sus orejas, buscó cómo enchufarlos. Descubrió en el soporte del asiento, donde podía poner la mano, dos agujeros plateados y escuchó música electrónica. 

El avión hizo escala en Quito dos horas. Luego, continuarían directo hasta Buenos Aires. Él entró a un bar y compró una cerveza. Al fondo de la sala estaba ella en una mesa, fumando. Desde donde estaba vio el libro y se le hizo conocido: La música del azar de Paul Auster. No recordaba la trama, pero sabía que en esas páginas había autopistas y eso le dio una idea para acercase a la chica. 

—Hola, me llamo Raúl. 
—Ya sé, dijo ella. 
—Me gusta el estilo rápido de Auster, su escritura telegráfica y limpia es como ir en automóvil en una autopista sin rumbo, a la espera de cualquier cosa, concluyó Raúl. 

Bastó ese comentario para que las dos horas de receso en el aeropuerto y las cuatro que duró el vuelo hasta Argentina parecieran sólo unos minutos. Habían encontrado una conexión inexplicable, como si ambos se estuvieran esperando desde siempre. Al bajar del avión pasaron juntos el control de migraciones y tomaron un taxi. El aeropuerto estaba retirado del centro de Buenos Aires, pero había unos hostales económicos cerca de allí, dijo el taxista. La chica le pagó al taxista diez pesos. Hacía un sol del demonio y Raúl apenas respiraba. El recepcionista del hostal era un señor de unos cuarenta años, con sombrero, panza, bozo espeso, ropa harapienta y con una pala en la mano. Raúl miró la pala y se extrañó porque no le encontraba uso en ese lugar. Pero bueno, él no iba a interrogar el uso de la pala sino a rentar un cuarto. Alquilaron una habitación matrimonial que la chica insistió en pagar. 

Después de acomodarse en la habitación los nuevos inquilinos se dirigieron al bar. Las cervezas, los cigarrillos, las risas, las palabras subidas de tono, la mano de Raúl en la mano de la chica, los labios en los labios y la ropa que molestaba en la cama. 

Cuando Raúl despertó quiso abrazar de nuevo a la chica y proponerle que viajaran juntos por Argentina. Pero, lo que abrazó fue una lápida fría. Al alzar la vista vio que frente a él había infinidad de tumbas. Justo al lado de la lápida había un billete de veinte dólares. Raúl tomó el billete. Pensó en decir alguna cosa, dijo lo primero que se le ocurrió y salió en busca de una taza de café.

Cuando crees que todo está claro y piensas que puedes decidir sobre tus emociones, que todo anda a las mil maravillas y que has superado todas las adversidades… aparece el instinto: Animal salvaje e indomable. El instinto pasa frente a ti y levanta el polvo de la tierra. No puedes evadirlo y te subes en él. Cabalgas sin claridad hacia la desgarradura.

El ritmo, ese misterioso movimiento del espíritu que define una personalidad, que no se sabe muy bien de dónde viene y a qué se debe, lo atraviesa todo en la vida. Por eso, aquel que encuentra su ritmo puede moverse con naturalidad en cualquier espacio. 

Descubrís entonces que tu ritmo es lento, discreto y un poco torpe, pero muy juguetón. Por eso tu ritmo no sabe de horarios de oficina o largas jornadas laborales y te obliga ir un poco atrás de todos los procesos normales. Es decir, más que eficiente eres suficiente. Más que ser el primero en todo prefieres llegar de segundo o tercero para evitar la zancadilla o las trampas de aquellos que anhelan correr en todo sin pensar en las pausas. ¿Cuántas veces te detienes a oler una flor? ¿Alguna vez te has detenido a mirar el cielo? ¿Algún día has tenido el valor de caminar con la determinación de respirar y nada más que respirar? 

Encontrar el ritmo propio es encontrar un antídoto a la adversidad que acecha en todas las esquinas. Por ejemplo: meses sin salario y sin copas de vino. Meses sin vergüenza al aceptar la ayuda de las mujeres que te quieren para financiarte el arriendo de la casa en que vives porque creen en la novela que escribes. Meses encarando la inutilidad hasta cansarte y dejarte caer en sus brazos. Meses en silencio tragándote las palabras con rocas amarradas para que se queden en el intestino fermentándose. Meses entre los campesinos cosechando tus versos. Meses cuidando tus versos del verano. Meses viviendo modestamente, entre flores y atardeceres. Meses de abstinencia, de olvido, de renuncia, de soledad, de locura, de torpeza... meses de ritmo.