No puedo estar bien hasta asegurarme de que tú estés bien. Al menos eso es lo que me interesa hacerte creer.  Si giro en torno tuyo puedo hacerte pensar que tengo decisión y así no te enteras de que mi control sobre ti no es más que mi miedo a estar solo y con los bolsillos rotos. Querida patria, espero no enloquezcas para que no me obligues a respetarte a la fuerza.

Vivo en un país diverso y con tierra suficiente para resolver el problema de pobreza que hace años nos afecta. El problema es que no hemos querido entender que lo tenemos todo y no hace falta mirar afuera para generar lo que se puede producir desde adentro. 

Nuestro territorio cuenta con el clima perfecto para sembrar los alimentos que los colombianos necesitamos. Incluso, si hacemos un buen uso de este recurso podemos ayudarles a nuestros vecinos. Lo que falta es un cambio de mentalidad donde se empiece a respetar la tierra y su valor para el desarrollo evolutivo de la humanidad. 

Pero no, en los últimos años los gobiernos se han dedicado a buscar la aprobación de los tratados de libre comercio. Han conseguido varios y no se han detenido a mirar si tenemos las condiciones de infraestructura para competir con otros países. Pero eso no es lo más aterrador. Lo angustiante es que El Congreso de la República expidió la ley 1518 de abril 23 de 2012, "Por medio del cual se aprueba el Convenio Internacional para la protección de las Obtenciones Vegetales, UPOV 1991". Esto, es resumidas cuentas, es darle la libertad a las multinacionales de perseguir a nuestros campesinos, Afrodescendientes, mestizos e indígenas por cultivar semillas sin transgénicos. 
El que controla el alimento controla el pueblo y a nosotros, un pueblo prospero en riquezas naturales, pero pobre en el aprovechamiento de los recursos, nos están conduciendo lentamente a la pobreza absoluta. Somos como el príncipe dormido que rondan los buitres. 

Mientras creamos que la salida de la pobreza sea permitir que otros mercados entren y nos vendan sus alimentos con intervenciones genéticas, y por ello más barato, estaremos entrando en ese peligroso juego de la oferta y la demanda. En esa mecánica fatalista de que solo se es feliz en la medida en que más produzca dinero sin importar lo que haga o le pase al vecino. El mercado por el capital es inhumano y devastador. Pero al parecer, esa es la única alternativa nacional para solucionar los problemas de cartera estatal y las inconformidades del pueblo que en los últimos meses van de un paro a otro. 

Es hora de que empiece a suceder un cambio. Creo en eso. Confío en que un líder de la tierra dirija este barco que se hunde por falta de capitán. Ese cambio es urgente. De lo contrario, nuestras semillas, las que han alimentado a generaciones de colombinos, las que constituyen nuestra soberanía alimentaria, serán más peligrosas que el narcotráfico y nuestros agricultores, los padres de la nación, porque así cueste creerlo, somos un país rural, serán los que habiten las cárceles. Es hora de despertar de ese letargo al que nos ha sumergido la historia de la guerra y la historia de la corrupción política. 

Es hora de que se enteren de que no somos la vaca lechera que otros ordeñan y maltratan. No somos la huerta casera de las multinacionales gringas. No somos las víctimas de los malos negocios del gobierno. No somos los mendigos que han querido que seamos por décadas. Tenemos derecho, por ser hijos de estas tierras, de cosechar nuestras semillas, de caminar nuestras tierras y de tener el estómago lleno. Tenemos el derecho universal de ser felices y de ser agricultores en un país rural.

Salí de la casa con los nervios alterados debido a un sueño. Había visto algo horripilante, una de esas visiones que te ponen los vellos de punta. La aparición era un esqueleto que llevaba sobre sí el rostro de una mujer de tez blanca, cabellera negra y ojos azul cielo. En ese instante desperté e intenté respirar profundo para volver a la calma. Inhalé y retuve el aire en los pulmones cinco segundos. Luego exhalé. Repetí el ejercicio varias veces. Hasta que me atreví a mirar mi habitación y me sentí feliz de ver el desorden tal cual lo conocía. Tuve la certeza de que estaba despierto y me incorporé de la cama con el fin de tomarme un vaso de agua. Pero, cuando quise halar una cobija para ponérmela sobre los hombros vi que había alguien sobre la cama. Levanté la cobija con cautela. Ante mis ojos apareció el esqueleto con rostro de mujer. No pude retener el grito y tumbando lo que encontraba en el camino salí de la habitación. Al pasar el portón resbalé y caí en la calle. Al caer me di en la cabeza con un poste, pero era tanto el susto que como pude me incorporé y seguí corriendo. 
 Creo que el sol empezaba a bañar la cima de las montañas cuando vi al esqueleto con rostro de mujer a una distancia considerable. Caminaba con pasos pequeños y constantes. Cuando estuvo en frente, como si yo no existiera, atravesó mi cuerpo. Grité. Al abrir los ojos estaba en mi cama bañado en sudor. Me llevé la mano derecha al plexo solar para retomar la respiración y lo que toqué fueron los huesos de la columna vertebral. Brinqué de la cama y escuché el chasquido de mis huesos.
La calle esta vez no estaba desértica. Había varios cuerpos caminando en distintas direcciones. Yo era uno de ellos.
El olvido es la señal de que se empieza a liberar el espíritu del miedo de estar con uno mismo.