El libro de cuentos Los errantes se publicó en diciembre del 2013 con la editorial Silaba. Fue uno de los proyectos ganadores  en la Segunda Convocatoria de Estímulos al Talento Creativo 2013. 

Este libro nace de un proyecto que me rondó meses y era el de escribir una serie de cuentos breves que retratarán las búsquedas y renuncias de un hombre de provincia al que lo rondan cuatro temas fundamentales: la renuncia, el amor, la muerte y  el ensueño.

El fondo de esta tesis, lo sustenta mejor alguien que ha pensado por muchos años el valor de la literatura más allá del deleite de escribir y leer. Esta tesis la plantea mejor Piedad Bonnett en su texto Literatura y Universidad donde afirma de manera contundente que la literatura es una manera de ajustar cuentas con la realidad en que vivimos: “La literatura es sobre todo arma de indagación, pregunta que se hace a la realidad. Ella ahonda, imagina, recrea, examina, juega, potencia, crea mitos y utopías. Y nos vincula a lo más esencial de la naturaleza humana, la lengua”.

 Foto solapa del libro de cuentos Los errantes

Por ello, el libro de cuentos Los errantes son una serie de relatos, muchos de ellos, no superiores a las 200 palabras. Otros, los más extensos, no exceden los tres folios, que abordan la cotidianidad como materia prima de estudio para analizar nuestros imaginarios de ahora que son los mismos del de nuestros abuelos. Para eso es indispensable la brevedad porque siento que estos relatos nacen de la exigencia del momento, pues no es un secreto que nuestra sociedad predica la moda de la inmediatez y el consumo.

El afán caracteriza al hombre actual, tanto en la cuidad como en la provincia, porque necesita informarse lo más rápido posible y por eso evita las lecturas lentas, rumiantes y cuidadosas por la simple razón que lo desespera. Aclaro que el hecho de que los microrrelatos sean rápidos no quiere decir que sean explícitamente para personas afanadas. Al contrario, en esa brevedad se plantean o insinúan historias y situaciones tan complejas que se necesita más de una relectura para  rumiar un poco en el contenido.  Por eso, aunque las virtudes del cuento corto no son precisamente para la gente afanada, permiten, a mi modo de ver, llegar a ellas de manera directa porque en Antioquia se vive con una intensidad singular muchas veces efímera, pero propia. Muchas de esas vivencias son casi imposibles de escribir por lo volátiles y complejas.  Es por ello que en los microrrelaros se intenta abordar incidentes intrascendentes donde un personaje se detiene  a recordar un instante de sus vivencias, que a veces, condensan toda su vida. Es este instante el que se condensa en el cuento corto, el microrrelato o la minificción  porque busca la expresión máxima de la condensación literaria. Es esta brevedad la que contiene la esencia misma de la narrativa. De ahí que en unas líneas o un párrafo se logre construir atmósferas o sensaciones más complejas que las que podrían plantearse en varias páginas. Quizás, sean estos factores los que exijan una peculiar forma de escribir, que uno podría definir como telegráfica, nerviosa, cortada, pero que permite dibujar un aspecto sicológico y sociológico de un personaje en un tiempo donde todo es tan efímero porque se vive a una velocidad, a veces, aterradora.  Por algo Julio Cortázar en su  texto: Aspectos del cuento dice: “la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases.”

El libro que presento parte de la experiencia de haber vivido muchas de las situaciones que enfrentan los personajes, porque es la vivencia la que le da cuerpo a las historias. Tal vez por ello, el pensador antioqueño Estanislao Zuleta plantea que: “Se carece de oídos para escuchar aquello  a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia”. Solo cuando se tiene algo que contar, que parta desde la experiencia, la prosa fluye. De ahí que el cuento corto me permita abordar situaciones complejas y a la vez triviales de la cotidianidad nuestra para trabajar dilemas tan abismales en el hombre como la renuncia, el amor, la muerte y el ensueño.

Así, el libro Los errantes no es más que un intento consciente, no desesperado, llegar a cualquier persona en cualquier momento. Entonces la lectura será a voluntad y sucederá en cualquier parte, como debe ser toda lectura que nace, como todo lo que nace, espontanea.


Llevo varios días sintiendo que a la hora de despertarme no he descansado lo suficiente. Una amiga que hace tiempo estudia el mundo onírico me dice que pueden pasar dos cosas. Una: estoy en un despertar de conciencia. Segunda: que al hígado no le llega suficiente sangre y por ello los sueños se disparan. La miré con mucha atención porque me asustó la segunda teoría. En ese momento ella sonrío y dijo en voz alta, como si yo no estuviera, que hace unos días, al despertarse, habla en voz alta como si le respondiera algo a alguien que en sueños le hace ciertas preguntas que a ella también le inquietan.


Estuve en frente tuyo imaginando mil formas de decirte hola. Estabas en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional de Lima. Controlabas tus impulsos de enviar tu tesis de grado a la mierda. ¡Cuánto te aburrías! Yo controlaba los impulsos de decirte hola. Todo era forzado. Pensaba cómo saludarte cuando me preguntaste la hora. Luego me preguntaste si era colombiano. Te dije sí, soy del país donde se cultiva el mejor café del mundo y te invité a un café peruano. Aquella tarde te hablé de mi travesía desde Argentina. El tiempo fue poco para mirarnos. Quise quedarme en tus ojos hasta que te diste cuenta de que debías irte.

Estuve pensándote en la noche. Apenas sabía tu nombre: Jimena, y ya te extrañaba. Sacudí la cabeza para pensar en otra cosa.  Al despertarme me estiré. Desayuné. Me dirigí a un locutorio. Te cité a hacer nada en la biblioteca. Nos encontramos a las siete de la noche. Me alegré con verte. Te vi el cabello casi rubio cubriéndote el rostro. Me miraste. Vi tus ojos verdes. El ojo derecho a pocos centímetros parecía que miraba para otro lado. No importaba. Me esperabas porque también querías verme. Éramos dos extraños conociéndose. Me invitaste a pagar los servicios públicos de tu apartamento. Cruzamos la avenida Javier Prado. Entramos al centro comercial Plaza Vea cuando me dijiste que parecía seminarista. La factura estaba vencida. Nos reímos. Me llevaste a un centro cultural cerca a tu casa en el distrito Jesús María. Pagaste mi pasaje porque sabías que estaba en la ruina. Ya me había retirado del negocio de las cartas de amor

Mi apuesta fue ser sincero. Sentía que sólo teníamos las palabras para vivirnos. Además, había descubierto que en Migración Perú-Chile en vez de los sesenta días que pedí me pusieron diez. Llevaba más de treinta días de ilegal.

En el centro cultural no había actos culturales. Nos sentamos en el parque que estaba en frente y encendimos un cigarrillo. Hablamos del amor, de la eyaculación precoz, de tu tesis de grado, de mi ocio descarado. Me invitaste a comer pollo a la brasa. Sentía que llevaba hablando contigo décadas. Por algo no parábamos de mirarnos y reírnos. Nuestros errores eran sinceros. Te acompañé a casa y te di un beso en la mejilla.

El sábado en tu casa vimos la película El perfume. Me impresionó la cantidad de libros de tu biblioteca. Hablamos de Vallejo, Charles Bukowski, Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Nos miramos. Jugué con tu gata Catalina. La gata maulló y me arañó. Quise arañarte y que me arañaras porque la mujer perfecta, según Balzac, es la que araña. Derramaste el café sobre la mesa. Hablé con la boca llena de pan y algunas migajas cayeron sobre la mancha del café derramado. Intenté hacerte un truco para evitar el debate sobre el final de la película que me había gustado. Intenté hacer aparecer de tu oreja una chupeta. El truco era mirarte la oreja. Delegar toda la atención en tu oreja. Luego extraer del bolsillo de la camisa la chupeta sin que te dieras cuenta. Llevar la chupeta hasta tu oreja y hacerte creer que llegó por arte de magia. Pero la chupeta se cayó del bolsillo. La tomé del suelo y te la entregué avergonzado.

No quería irme. No querías que me fuera pero no te atrevías a decirme que me quedara. Te dije que era tarde. Me respondiste que era tarde. Te dije que ya no conseguía combi. Sabías que no era cierto. Para que no fuera evidente tu intención te negaste un poco al principio. Luego cediste satisfecha de haber defendido la imagen de mujer pulcra. Debías mostrarme el maravilloso trabajo que habían hecho contigo tus padres. Dejaste claro que a tus veintiséis años eras una mujer atractiva e independiente. Me acosté en el cuarto de tu hermano que andaba lejos de Lima. Te acostaste en tu cama. Los cuartos estaban divididos por una pared delgada de madera. Pero la parte superior de la pared era de plástico y se veía tu reflejo deforme. Vi sin ver cómo te quitabas la ropa. Me contaste tu vida amorosa y me confesaste de tu facilidad para dominar a las personas. Nos sorprendió el alba. Nos dormimos porque era tarde y era justo descansar. Me desperté a las diez de la mañana. Te llamé. En pijama hiciste el desayuno. Me despedí con otro beso en la mejilla. Sentí tu mejilla cerca, tan cerca como tu cuerpo.

Durante la semana hice votos de silencio. No dije tu nombre para extrañarte menos. Pero no aguanté las ganas de verte y te cité el sábado siguiente en la catedral de la Plaza de Armas. Imaginé que no ibas a llegar. Cuando te vi desaparecieron las dudas. Caminamos por el centro de Lima. Luego entramos al bar Queirolo cerca a la Plaza San Martín. Me invitaste a cerveza Cusqueña negra. Fumamos como locos. Estábamos locos. Era nuestro último sábado y no nos habíamos dado un beso. Me temblaron los labios.

Nos dirigimos a tu casa. Le echaste la comida a la gata. Te esperé en el mueble. Estiré los pies. Te sentaste al lado. Nos tocamos por encima de la ropa. Te olía y me apretabas. Nos besamos. Quería quedarme en ti. Recorría tu rostro con mis dedos. La gata me arañaba los pies cada vez que te tocaba. Puta gata. Una y otra vez tiraste la gata al suelo. Una y otra vez la gata me arañaba los dedos de los pies. Nos encerramos en el cuarto de tu hermano. Tenías ropa interior negra, la que contrastaba con el blanco de tu piel. En tu cuello metía mi rostro y te decía: “Te quiero”. En mi pecho tus labios decían: “Te esperaba”. Te miré hasta la madrugada. Malogré los preservativos de tu hermano. No encontré la erección indicada. Estaba tan tranquilo que mi pájaro no respondía. Tal vez tanto ajetreo con la gata le quitó el entusiasmo. Hacía falta un poco de perversión y nos tocamos hasta que mi pájaro cantó.

Nos dormimos a las seis de la mañana. Me desperté a las ocho. Te abracé y te di un beso de buenos días. Hice huevos revueltos sin sal. Hiciste jugo de naranja y café. No faltaba nada.

El amor era reírnos juntos, verte hacer el café, besarte los párpados, lavar los platos,  barrer el apartamento, la gata arañándome los pies, salir a la calle sin bañarnos a comprar panes.

Me bañé y salimos al centro de Lima. Te acompañé a comprar un tiquete. Ibas de viaje. Caminamos. Sentí el cansancio y nos sentamos en el Parque Universitario. Te dije que no era un caballero. Por eso, te pedí que me sostuvieras una rosa mientras me amarraba los zapatos. Te reíste porque sabías que era mi forma de darte la rosa. Te besé.

 Almorzamos en un restaurante chino. En la mesa del lado una niña de tres años me hacía monerías. Me sorprendiste respondiéndole a la niña. Tomamos una combi rumbo a tu casa. Teníamos sueño. No quisiste ir a misa porque habías dicho la verdad en los últimos días y te había gustado. Dormimos en tu casa. Cuando me desperté sabía que era la hora del adiós definitivo. Nos besamos. Fuiste a la cocina y empacaste en una bolsa un paquete de pan y atunes. Te abracé porque no volvería a verte. Bajé en el ascensor. Abrí la puerta de la calle. Crucé la avenida. Tomé una combi. Miré el cielo. No había sol. Las nubes se apilaban en mis ojos.


Creo que uno debe escribirle a aquellos milagros naturales que siempre estuvieron ahí, están ahí y permanecerán en el tiempo. Es un acto de agradecimiento poder referirse a imponentes paisajes que nadie más que uno conoce por el hecho de haber nacido en ellos. En este caso quiero dedicarle unas líneas al Cerro Bravo. Cerro que se impone en el municipio de Fredonia, ubicado al suroeste de Antioquia.

Para empezar quiero referirme al cerro de “tu” y no de “él”. De “él” a “tú” hay grandes distancias. Una de ellas: Mientas el “tú” es como un abrazo el “él” es como la fotografía del mismo. De ahí que el “él” al nombrar el Cerro lo represente como un monumento rígido de unas pocas líneas telegráficas y “tú”, en cambio, es un texto más ameno y sentimental.

 Querido Cerro te impones en el tiempo y por ello estás en el paisaje desde antes que nos inventáramos la palabra “Cerro”. Eres un rumor que nadie escucha porque te mueves en otra frecuencia. Eres como esa palabra que se dice y nunca termina de pronunciarse: La palabra que encierra todas las palabras.

 De pequeño te vi desde la casa de mi abuelo, ubicada en la vereda Travesías. Vereda de donde se te puede ver como una pirámide perfecta. Desde allí, subido en un ciruelo, te vi durante horas, días, meses y años y sentía algo que no era capaz de llevar a las palabras. Ahora, con unas cuantas palabras de más, vuelvo a verte, no desde la casa del abuelo, y vuelvo a sentir lo mismo. Pareciera que te escondes bajo un manto de niebla para ocultarte de todos porque quieres estar solo, en intimidad. Imagino que todo tú se re-acomoda y tu estructura de roca, de volcán dormido, te hace ver, bajo la niebla, como un gigante sentado en flor de loto. Entonces meditas. Quién sabe en qué piensas, pero es notable que haces algo porque la temperatura baja y todo lo que representas y cuidas empieza a laburar. Por ejemplo: La araña teje y luego, cuando siente su tela segura, se queda estática sin temerle al viento, esperando el momento oportuno para moverse. Los pinos, qué decir de los pinos, guerreros con armaduras que rugen de tristeza porque nosotros, los hijos de Adán, los talamos sin misericordia…

Abuelo Cerro eres el testimonio de otro tiempo que nos viene a decir que todo es transitorio y curiosamente lo transitorio es lo que más daño te hace. Pero eso no te importa. Por más daño que te hagamos no podremos moverte de tu lugar. Estarás ahí después de nosotros. Por ello, esperas a que el sol caliente las piedras, los árboles. Entonces los pájaros cantan y acompañan un rumor apenas perceptible que se pronuncia en otra frecuencia desde hace tiempo.

Desde hace días, debido a unas ilustraciones sobre algunos cuentos de Poe y algunos poemas de Baudelaire, ha empezado a ver la muerte en los sueños. De esos paisajes oníricos extrae la mortecina hermosura que hace de lo terrorífico sublime. 

Es consciente de que desde hace mucho le coquetea a la parca. Ella, valora el trabajo de su admirador que hace de ella -un simple fenómeno natural- un suceso hermoso y sórdido. Por ello, en los sueños le suministra información suficiente para que él pueda ver lo que necesita. Pero él debe pagar sus sueños. En el estado de vigilia debe soportar una melancolía sin precedente, una de esas que te pueden explotar la cabeza una noche cualquiera, una que te hunde más los ojos… solo así puede extraer de sus dedos los colores del terror que recrean el apocalipsis de nuestros tiempos.