Hace poco me encontré con Eloy, un amigo con el que hace un tiempo compartí algunos diálogos. Cuando lo conocí era muy firme en sus decisiones. Incluso, para mi gusto algo radical. A veces me ha sucedido que cambio de idea con facilidad respecto a una cosa y no me arrepiento de ello porque me encuentro con que en ocasiones no sé lo que quiero. Sin embargo, cuando Eloy dice “sí” o “no” no hay marcha atrás.  Dice que para afirmar o negar algo antes lo meditó un tiempo prudente. Tal vez por su contundencia y por mi levedad en los últimos meses nos alejamos. Pero hace poco me lo encontré y hablamos de todo un poco. Cuando se encuentra a alguien a quien aprecias las palabras aparecen como bombillas que iluminan rincones oscuros o silencios ocultos. Algo de esas conversaciones quedan en uno porque la palabra anida dentro y allí crece como un brote de luz.  Imagino que fue lo que me sucedió con Eloy. Cuando le pregunté, cosa que hago con frecuencia, sobre el amor. Creo que el amor es un motor que siempre está en reparación, aceitado, averiado, fuerte pero quieto, con más revoluciones de las que resiste… en fin… es un motor al que siempre le hacemos o le quitamos algo. Él sonrió y me dijo que ya lo tenía resuelto. Lo miré a los ojos algo incrédulo. Pensé que se burlaba de mí. Al ver mi rostro complementó que hace unos días dejó de buscar en todas las mujeres que le gustaban, que eran muchas, la compañera que se merece. Sucedía que cuando más creía en el sentimiento que se le despertaba algo ocurría y la relación sin empezar se difuminaba. Estuvo mucho tiempo meditando en la energía que inyectaba en la intranquilidad de descubrirse solo. Entonces descubrió que el amor nace de una fe fuerte, de una fuerza interna que da la certeza de que lo que se quiere va a llegar. El cómo le corresponde al universo, pero el qué hay que definirlo. Así, que entre más sereno y sosegado se esté más cerca está la mujer se merece. Por tal Eloy manifiesta que no es necesario luchar. Cuando se nombra y se espera sucede porque así debe suceder. Quise debatirlo, decirle que era una ilusión lo suyo, que si no daba un poco de sí no hallaría algo en otro… en fin, cerré la boca cuando Eloy extrajo de una libreta de apuntes una carta que había escrito a esa mujer que nunca antes había visto. Me la entregó afirmando que había empezado a escribirle porque ya era una realidad. Reproduzco la carta, con permiso de Eloy Rosas, porque me inquieta y tal vez,  esa determinación de mi amigo me remueve ciertas fibras emocionales que apenas dejo filtrar entre líneas.

“Buen día.

Querida, ya te respiro. Sé que estás atrás del suspiro. Tu olor te delata. Digo tu olor porque sé de flores, recuerda que me conmueven las flores y por ello puedo identificar ciertos aromas, ciertos besos, ciertos abrazos y ciertas caricias. Las flores me han dotado de una sensibilidad que me permite mirar más allá de las cosas. No es que sea clarividente es solo que soy intuitivo. Ese no sé cómo que me hace percibir cosas en el otro es lo que me permite sentir que a ti también en el corazón el amor te grita cuando miras. A mí también me sucede. Cuando el amor se nombra en lo más íntimo del ser despierta una espiral de luz para percibir eso que se aproxima, eso que es a fin a tu campo energético o lumínico. Ese campo en mí ya se activó.
Ya te vi. No puedo describirte física, pero si sensorialmente.  Esa luz que se te evidencia en los ojos se delata en la compasión que sientes por los que están en condiciones precarias.  Esa compasión es la virtud de tu bondad, es la señal que los pájaros de luz que viven en el cielo ya anidan en tu corazón. Ya tu corazón tiene las coordenadas de mi abrazo.
Te invito a volar. ¡Abre las alas! Permite que el viento te alivie. Es hora de que descanses un poco del dolor y la culpa que no te pertenece y has creído tuya porque te cuesta soltar lo que te duele. Como si con tu dolor le hicieras menos doloroso el dolor al otro. Eso ayuda pero no te hace bien. Te impide brillar. Solo abre las alas. Permítete vivir lo infinito del amor que es más que esa fracción que delegamos a la dependencia de los registros corporales. El amor más elevado es una fuente inagotable de luz que te otorga una felicidad a prueba de tristezas.

En ese amor creceremos como si fuéramos un bosque.  En mí verás un abrigo para el frío y una hoguera para la noche. En mí podrás desnudarte y al tiempo notarás que en ti brotan bombillitas azules que iluminan tus senos de miel. Lo más seguro es que tu vientre se llene de rosas. Entonces respiraré profundo para que mis besos, como abejas por el rosal de tu piel, se hagan contigo luz e intimidad. Ahora me ves. Me respiras. Ya me hueles. Acabas de enterarte que habito en el suspiro.”

“Sí sentir las nubes puede considerarse una religión, entonces me considero, a partir de este momento, un sacerdote con corazón de viento”, eso dijo el halcón aprendiz a su maestro cuando éste le pedía mesura con la altura.



Recuerdo que de adolescente, la época más complicada de mi vida, donde fui una especie de orangután extra-delgado y extra-tímido me la pasaba con un espejito, como muchos otros, imaginando cómo sería si tuviera los ojos azules, el cabello liso y brillante, una piel blanca, un discurso fluido y un montón de muchachas llamándome a mi casa para invitarme a un helado.

La necesidad de sentirme aceptado me llevó a buscar un montón de sensaciones estériles. Ubico la esterilidad en el postulado de este tiempo de creer que somos imagen, momento, impulso, placer. Nos hemos creído la tonta idea de que vivir bien es otorgarnos la mayor cantidad de placeres disponibles como si en esa fugacidad de los sentidos se encontrara las respuestas a nuestra individualidad. Pero no, sucede lo contrario. Al final, cuando nada, por más que se intente, satisface los sentidos, se siente la existencia como una herida. Una herida que no se cura con pomadas faciales, con sexo día por medio, con ingerir alcohol hasta la cirrosis, con ser un catador de químicos y drogas, con sentarse en un bar en espera de que el idilio llegue y nos salve de nosotros mismos. Entonces duele vivir porque no hay experiencia de vida. Duele vivir porque no hay nada duradero que permita el arraigo y la posibilidad de crecer desde lo que somos y no desde lo que proyectamos. 

Vamos por la vida con un montón de credos ajenos. Tragamos entero y aceptamos que la única forma de vivir es la que nos enseñan quienes se temen a sí mismos. Esto es una idea muy pobre de la existencia. En algún momento hay que verse la cara y eso es suficiente. Con que un ser se escuche evita ir como muchos a la peluquería, hacerse el mismo corte, frecuentar el mismo bar, hablar las mismas cadencias discursivas de los otros y lo peor, hacer de la desidia una especie de afrodisiaco que paradójicamente a veces funciona, pero al final se derrumba.

Unos años después, ya un poco más resignado a mi apariencia, a mi piel trigueña, a mis ojos grandes de párpados caídos, a mis entradas pronunciadas, a mi resistencia a las reuniones sociales, a mi desgano por la vida de los otros, a mi indecencia de no quedarme donde no quiero, a mi intolerancia de escuchar la historia que no me interesa, a mi incapacidad de estar con más de una mujer al tiempo, entendí que no soy de esos hombres que pasan por una calle y roban miradas ni esos que van a una fiesta y casi siempre consiguen una amiga que olvidan por otra. No lo soy porque mi naturaleza es más reposada y necesito grandes cantidades de silencio y soledad para estar en paz conmigo mismo. Esas dosis de mí que ya son un hábito me permiten cantar y sonreír, incluso cuando todo parece derrumbarse.

Entendí, con el tiempo, que los fracasos lo van llevando a uno a donde debe estar. Y fracasé en mis intentos de ser otro. Por ello, no tuve más remedio que mirar más allá de lo que creí que era. Es decir, mi imagen. Por tanto puedo decir, sin ironía, que agradezco de corazón a todas las mujeres que no me hicieron caso. A ellas debo la independencia emocional que he adquirido. Entendí que lo mejor que me pudo pasar fue no tener grandes atributos físicos porque me vi en la necesidad de saber más de mí, de lo que hay dentro, de lo que fluye como una fuente inagotable y me da la seguridad de que la salud, lo sé por experiencia, hace bello al más feo. Tampoco soy el más feo, pero si soy de los hombres más saludables que conozco. Y la salud no es un estereotipo de belleza: Es una seguridad que se trasmite en la mirada, en el donaire al caminar, en la capacidad de ser autosuficiente con lo que se es. 

En estos últimos meses me he sentido más observado de lo necesario. Atribuyo este fenómeno al hecho de proporcionarme grandes cantidades de bienestar. Al sentirme propio me imanto y soy más que el espectáculo de la imagen. 



Estas ganas de verte
saltan a gritos en la garganta
y contraen los músculos del
                             recuerdo.
Estas ganas de verte
aprenden el arte de cuidado
escriben pájaros
que anidan en el follaje de tu
                                   sonrisa.
Estas ganas de verte
cierran los ojos
sienten el roce de tu aliento
    como un viento de menta.
Estas ganas de verte
alistan las maletas
guardan lo mejor de mí
               en un abrazo
Garganta arriba te buscan.
¡Allá van!
Cantan una estrofilla  
              de luz y viento
que estremecen los colores

                        del horizonte.

Rogelio era hijo hombre único. Tenía una joroba que lo obligaba andar con la cabeza inclinada hacia la derecha. Medía 1,60 metros. Su voz era suave. Sus orejas eran pequeñas. Sus ojos eran grandes, de cejas y pestañas espesas. Su piel era blanca y llevaba una mochila de cabuya en la que cargaba un cuchillo, varios cartuchos para su escopeta, una caja de fósforos y un paquete de cigarrillos.

El insomnio empezó a los diez años, cuando camino a casa se encontró un búho pequeño. Intentó cuidarlo, pero a los días se le murió. Había algo que le inquietaba, incluso asustaba, pero no sabía qué. La última noche, el ave moribunda, emitía un ulular agudo y continuo. Rogelio se desesperó y en la madrugada, la ahogó en un tanque. Al día siguiente del tronco de un naranjo amarró al búho, con las alas abiertas. Desde entonces perdió el sueño.


Se acostumbró a dormir poco. Se hizo adulto y más solitario. Cierta noche, en que lo perseguía el recuerdo de la humedad del sexo de su exmujer, quien lo abandonó porque él la había encerrado en su casa para que ningún hombre la viera. Pues, desde que había sentido la electricidad del orgasmo deseaba que solo fuera para él. Pero su compañera en el encierro encontró el valor para enfrentarlo y herirlo con un cuchillo. Luego se fugó a la ciudad. Rogelio quiso ir tras ella, tras ese agujero de goce inagotable, tras esa humedad de estremecimientos y vacíos… pero no conocía más allá de la montaña. Desde que ella se fue las noches eran más largas. Hasta que cierta noche, después de varias cervezas, con el recuerdo de ella tallándole en el intestino, tomó su escopeta y recorrió los caminos que ya conocía. Subió hasta una meseta donde había muchos árboles y rastreaba los búhos. De un guamo un búho blanco, era el primero que veía de ese color y tamaño, voló a un mandarino viejo. Rogelio se acercó con sigilo. Le apuntó y apretó el gatillo. Después de la explosión sintió varios quemones en el pecho y el rostro. Incluso la sensación de que la sangre brotaba le hizo soltar el arma. Estuvo unos minutos quieto. Cuando verificó que era solo una ilusión, como también la imagen de que estaba acostado en mitad de una carretera, muerto; sacudió la cabeza y quiso buscar el animal. Pero no lo encontró. Cargó de nuevo la escopeta y como pudo la acomodó para apretar el gatillo con el pie y abrirse de una buena vez la cabeza. Pero no tuvo el valor. Así que dejó el arma a un lado y él, desconsolado, con los ojos encharcados, se quedó mirando las estrellas. Unió los puntos luminosos y trazó una abertura conocida, una humedad que le hacía falta.     


- Me llamo Martín y he sido un desgraciado
- ¿Por qué te crees desgraciado? -Respondió Jorge, un anciano músico que lo había visto varias veces sentado en la misma cafetería, a la misma hora.
- Porque hace años rondo el fantasma de una mujer que amé. Ella me dejó por otro hombre más adinerado ya que  mi música no era suficiente. Con su partida también se fue la música.
- Ah, ya veo. ¿Y si haces el intento de volver a tocar?
- ¡Imposible! Quemé la guitarra y he permanecido en silencio desde entonces.
- Bueno, pero puedes considerar, ya que eres músico, que una pausa hace parte de la canción y no es la canción entera.  -Dijo Jorge después de hacerle una seña a su interlocutor para que lo siguiera.
- ¿Qué es esto? -Repuso Martín al ver varias guitarras dispuestas en una habitación amplia y confortable.
- Son guitarras. A veces me siento a verlas y a veces solo toco y siento que la música es un lenguaje que trasmite más  allá de las palabras. Desde hace una década vengo aquí y le canto a mi difunta María. Sé que no está pero sospecho que donde quiera que esté ella me escucha. La música es como la alquimia, la combinación de los acordes indicados, la emoción sincera y la posibilidad de vibrar con la voz los latidos del corazón permite sonidos insospechados que me otorgan un vacío aterrador, pero a la vez necesario. Un vacío sin principio ni final. Un vacío que me hace olvidar de lo que soy y sueño. Entonces es cuando sucede que me siento observado por el vacío y la música es paisaje, es lo que me permite no sentirme desgraciado. ¿Quieres intentarlo?
- Bueno. -Martín cerró los ojos y los dedos volvieron al diapasón, a los acordes... y poco a poco, la habitación empezó a llenarse de mariposas blancas y una luz que encandilaba. 

A los minutos tocaron a la puerta. Jorge abrió los ojos y se sorprendió al estar solo. Puso la guitarra a un lado, algo molesto, porque lo habían interrumpido. Ante sus ojos apareció una mujer de unos cuarenta años, con varias lagrimas en los ojos, muy bien vestida. 

- Señora en que le puedo ayudar.
- ¿Dónde aprendió la melodía que estaba tocando?
- ¿Por qué lo pregunta? -Repuso Jorge, algo extrañado y con cierto terror que disimuló como pudo.
- Mi señor, hace años me enamoré de un músico, Martín, quién me compuso muchas canciones, pero la que usted tocaba él me la recitó antes de pedirme matrimonio. Me negué. Eran joven y tenía miedo. Él enloqueció. Durante noches salía a tomarse un café y a fumar en una cafetería en el atrio. Después, lo encontraron ahorcado. Por eso, cuando pasaba por la calle y escuché su melodía me conmoví hasta el llanto.