Cuba es uno de los destinos turísticos más importantes del Caribe por la revolución, la arquitectura colonial, el mar, la playa y la santería. Desde que abrió sus puertas al turismo internacional, a principios de la década del noventa, la isla se ha convertido es uno de los lugares más atípicos y contradictorios para los visitantes. 


1.
La familia y la burocracia


El Aeropuerto José Martí recibía el vuelo 349 de la aerolínea Cubana proveniente de Bogotá. Cada cubano, en promedio, traía unas 4 ó 5 maletas. Aparte llevaba dos maletas adicionales como equipaje de mano. 



Antes de pasar al puesto de migraciones me llamó una funcionaria. Respondí que era periodista, estaba de visita gracias a un premio que me otorgó el Periódico Periferia de Medellín, si podía escribiría algo sobre el viaje, me quedaría en el ICAP y un funcionario, Andrés Palma, me recogería. A ella mis respuestas más que satisfacerla le preocupaban. Preguntó por el efectivo y los equipos eléctricos. Indagó si tenía la visa de periodista. Dije no y sugirió que anduviera con cuidado porque me podrían llamar la atención. Traté de responderle con afabilidad y respeto. Ella me dijo que saldría conmigo y personalmente hablaría con Andrés.


Al encontrarme con Andrés Palma, un cubano encantador, mulato, al que le corre la revolución por las venas, se asusta por el alboroto de mi llegada. Él que es un tipo impetuoso, aficionado a los perfumes, al buen vestir, impecable en el aseo, que no le gusta esperar en el país de las grandes filas, un hombre que toma la palabra como punto de partida porque así se lo enseñaron en la logia de Cuba de los masónicos me saluda y le dice a la funcionaria que él se haría cargo. 

Dos días después cambiamos la residencia de turista por la de familiar. Costó 40 CUC los sellos con el riesgo de que si la funcionaria, sin importar que se hubieran comprado los sellos, decidía que no era viable la firma para autorizar la visa no se podía hacer nada. Discutirle sería salir peor de como entraste. Lo otro era que había que hacer fila para pagar los sellos, entregar el pasaporte, para que te llamaran. La palabra clave era “el último” para indicar en qué lugar de la fila te tocaba.

Andrés y Bertha
Andrés trabaja como distribuidor comercial en el ICAP (Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos) hace 32 años. Está casado. Antes tuvo otra relación de la que quedaron dos hijos, lo mismo su esposa, Bertha Bosch, cuando conoció a Andrés tenía una niña. 

Andrés fue militar y estuvo en Nicaragua. Es uno de los tantos cubanos que respira por Fidel Castro. Tanto, que de ser posible donaría su corazón para que sus nietos lo conocieran y vieran aquel hombre que fue encarcelado y exiliado en México por la dictadura de Fulgencio Batista. Aquel hombre que regresó de nuevo a su país y con Ernesto Che Guevara y los campesinos derrotaron la dictadura. Aquel hombre que entró triunfante a la Habana el 8 de enero de 1959, de esa entrada se conserva la tanqueta que es exhibida como monumento nacional en la Universidad de la Habana.

A Andrés la revolución le dio un apartamento de tres habitaciones, sala, baño, comedor, en el piso 21 de un edificio que está al frente del Ministerio de Transporte. Como él, muchos cubanos de piel oscura, viven como reyes porque en su país no existe el racismo.

Andrés me organizó un cuarto, el de su hijo menor, para mi estadía. Para él es un deber atender bien al turista porque considera que si se tiene un terruño de amor fuera de la isla habrá más posibilidades de expandir los afectos. 

Era sábado en la noche y salí con Andrés y su hijo mayor. Encontré una ciudad viva. Las personas iban y venían, se saludaban, olían y enamoraban. Como no tenían dinero para una discoteca se compraban una cerveza o una cajita de ron.

El dinero en la isla es escaso. Por ejemplo, Andrés se gana al mes 200 pesos en moneda nacional (m.n.). En la isla cambian los dólares y los euros por moneda convertible (CUC) que es, en promedio, equivalente a un euro o un poco menos del dólar. Cada CUC equivale a 25 pesos en m.n.. En promedio Andrés se gana al mes 8 CUC, lo que un turista se gasta en una hora en una cerveza en la Plaza Vieja (Habana Vieja) en la Casa de la cerveza.

El estado les otorga al mes por persona: 5 huevos, 1 libra de pollo, 5 ó 7 libras de arroz, 1 libra de frijoles, 3 libras de azúcar blanca y 1 libra de morena, 250 cc de aceite, un cuarto de libra de café, leche al niño hasta los siete años, yogurt de soya de los siete años en adelante… pero no es gratis. Tienen un valor asequible. Para la familia de Andrés, de cuatro personas, lo que les da el estado les puede costar unos 40 pesos en m.n.. Lo que haga falta se debe conseguir en los graneros o tiendas que por una libra de cerdo cobran 50 pesos en m.n. 

El precio de las cosas es variable. Por ejemplo, se da el caso de que un taxista, sin terminar el bachiller, gane más que un médico con especialización. También que un paseo en bici-taxi oscile entre los 5 ó 8 CUC cuando la guagua cuesta 40 centavos de peso en m.n. 

Tomamos uno de esos vehículos, modelo cincuenta, que funcionan como taxis y llevan a varias personas. Cobran por persona 10 pesos en m.n. 

Caminar las calles de la Habana es como tomar un atajo al pasado. Algunos edificios los ha agrietado el tiempo y la brisa salada del mar. Muchos se han derrumbado. 

La ciudad con menos edificios y la población en aumento por lo que la vivienda es uno de los tres grandes problemas de la Habana. Los otros dos son: el trasporte; las guaguas (buses viejos y atestados de gente) no son suficientes para la cantidad de cubanos que se transportan y se arruman unos a otros; el tercero, las telecomunicaciones que existe en contadas casas con la tecnología de inicios de los noventa en un país como Colombia. Sin embargo, los cubanos están influenciados por las modas y el capitalismo más de lo esperado. Los desvela el beisbol y los jóvenes van con camisas americanas y cortes de cabello de sus cantantes de hip hop o reggaetón favoritos. 

Quizás el problema del internet, que solo funciona en los edificios estatales, con conexiones a wi-fi o en los grandes hoteles como el Habana Libre, haya llevado al cubano a socializar más y no a trasladar su vida a la web como sucede en el resto del mundo. Quizás por ello, sea un pueblo que aprende a otro ritmo. De ahí que la mayoría de cubanos en un edificio se conozcan, se visiten y se ayuden. Decía José Martí, el hombre que más monumentos tiene en la isla, que había que ocuparse de la tierra chica, se refería a la familia, para transformar la tierra grande. Un pueblo para el que la soledad no es un dilema o una enfermedad crónica como sucede en el mundo globalizado.





                                 

                                    






Llegas al malecón de la Habana y tus olas embisten, golpean las piedras, piedras y muralla construida por los españoles para evitar que los piratas robaran lo que ellos ya habían robado. En el aire se siente la sal, sal del agua, sal de lo oscuro, sal adherida a la piel, sal del mar abierto de mil brazos que ruge como un león hambriento, sal del mar revuelto, mar de peces profundos, mar de corales en remolinos, mar que llega al malecón y asustas al turista, mar de sal que choca contra el malecón, sal que es aire en un mar de amores ahogados en los rugidos de sal de un león marino que ruge al son de las olas, al son del mar, al son de un frío atípico en la Habana, al son del mar que llega al malecón.


 

El café es la contra a la prisa. Por ello, se recomienda tomarlo sentado, con música a no muy alto volumen porque es la bebida que exalta la conversación y para conversar se parte del principio básico de la comunicación que es escuchar. 

Es importante estar cómodo y dispuesto. Para eso acudir a un lugar confortable como los kioscos, las cafeterías y los cafés. Cuando se está dispuesto, bien acompañado, en un lugar agradable, entre tazas de café, entonces sucede el milagro de la conversación donde las palabras regalan un rato de ocio compartido. Los temas, sin importar su naturaleza, mientras permitan dialogar son el aliciente para que el café sea uno de los pocos rituales que nos acerca al otro. Quizás, el único que persista a la soledad de las vitrinas, al desenfreno de las nuevas tecnologías, al enajenamiento del prójimo que es suplantado por el nebuloso virtual.

En china el té y en Argentina el mate son bebidas de encuentro. Gracias a esto en ambos países los niños saben que tanto el mate como el té son legados culturales, de encuentro, de interacción, de reconocimiento de sí y del otro. En Colombia el café es la posibilidad de comunicarse. Tal vez esto sea una razón fuerte por la que los colombianos no seamos, en la totalidad, autómatas del estado, la empresa y la religión. 

Mientras existan las invitaciones a tomarse un café con el pretexto de conversar o resolver alguna treta emocional. Mientras el campesino conserve la costumbre de hablar con su compadre, en las tardes noches, entre tazas de café. Mientras inventemos excusas para sentarnos y sentirnos parte de la tierra cafetera que habitamos. Mientras se disfrute de un café y se respire es posible soñar con un país de más oportunidades. 

Hablo de soñar un país porque Colombia es una mujer que los dirigentes violan y desangran cada día. Por algo es tan evidente que el colombiano promedio, el que no sale en los medios de comunicación, el que sufre en silencio, viva en miseria en un país multimillonario en recursos. Es un país, ahí viene la paradoja, patria ostentosa de los extranjeros. El oro, el agua, el petróleo, el carbón, las fuentes hídricas… entre otros recursos son capital de multinacionales. A parte de eso, nuestros gobernantes se maravillan en exhibirse públicamente de sus negocios internacionales que traerán inversión a nuestro territorio. En el fondo, nos dicen imbéciles en la cara y aplaudimos porque nos gusta la cultura de la escasez. Nos acostumbraron a no ser autosuficientes, a acceder a una educación mediocre y casi imposible en los niveles superiores, a la mendicidad, a trabajar inhumanamente por un sueldo miserable. 

¿Cuándo tiempo disponemos los colombianos para respirar, para contemplar el cielo, para leer un libro, para preguntar qué amamos? ¿Existe una posibilidad para que el colombiano pueda vivir sin que le suenen las tripas? Dicen que sí. Sin embargo, en lo cotidiano, el colombiano llega agotado a su casa y apenas puede comer y dormir. Apenas puede sentir su cuerpo para satisfacer las necesidades básicas. Es un panorama desconsolador el nuestro. Y aun así, persiste la esperanza de tomarse un café con los amigos. 

Entre tanta enajenación todavía se frecuenta las cafeterías. Se conversa. Se olvida por unos minutos, lo que dura la taza de café, del afán del día. En ese instante, el hecho de compartir nos hace sentir que somos algo más que entes que nacen, crecen, trabajan, se reproducen y mueren. 

Es evidente el ritmo acelerado de los días donde la presión del trabajo nos hace creer que sin laburo no hay seguro médico, techo, amor, estudio, fiesta, es decir, no hay vida. Es un país sin Dios el que nos han vendido. ¿Qué tal si descubriéramos que nos merecemos más? ¿Qué tal si descubriéramos que somos una potencia mundial en recursos? ¿Qué pasaría si rompemos la cristalidad de la escasez que nos ha sido impuesta por los que temen nuestro despertar? ¿Qué pasaría si todos aquellos que compartimos el ritual del café soñáramos a Colombia? ¿Qué sucedería si entre tazas de café nos preguntáramos sobre la miseria que nos han obligado vivir? ¿La aceptaríamos? 

Voy concluyendo con que un buen café, uno que sea íntimo, debe ser negro como el cuervo, amargo como una mala noticia, caliente como el aliento del fuego y dulce como un beso con los ojos cerrados. Debe beberse en cantidades reducidas, en un pocillo pequeño, a medio llenar y en dosis controladas. El vapor debe ser una flor gris azulosa que se abre en el aire. 

Es necesario volver a mirarse a los ojos. Volver a conversar. Volver al hechizo de las tardes de lluvia, de las ventanas empañadas, de las noticas a desconocidas, de las velas encendidas en la noche, de los abrazos compartidos, de los proyectos fecundos de cafetín, de los regalos, de las cenas. Volver a sonreír. Volver a disponer de tiempo para un café.