Hace unas lechugas llegó el amor. Ella lo sabe. Sonriente, al sentirse observada, se desnuda con lentitud dolorosa. Una brisa y un poco de neblina es lo que la aleja de su amante. La mirada de él, viento que disipa las nubes, empaña la ventana.

Soy un fabricante de sueños. Bueno, más bien del paisaje en qué ocurren. Es decir, nací con el don de ambientar algunas escenas en el subconsciente del soñante. 
Desde pequeño pintaba paisajes y quienes lo veían afirmaban que después se introducían en ellos al dormir. Por tal motivo, una orden sacerdotal me recluyó en un monasterio para orientar mi don y así, darle a los sacerdotes, un descanso merecido. A cambio, le dieron a mi madre una pensión mensual.
Al crecer me educaron como uno de ellos. Claro, me dieron ciertas libertades: Podía estar en la biblioteca, en las tarde, pintado. 
Amo pintar. Cuando lo hago no hay nada en el mundo que me llame la atención. Todo yo soy paisaje, cada vez más variado. 
Procuro no pintar personas. Ha ocurrido que al pintar a alguien su destino se ve condicionado por el paisaje. Es decir, si hago el primer plano de un caballero y de fondo una tarde sombría, lo más seguro, es que el hombre tenga alguna ruptura, una depresión. También, admito, he hecho cosas milagrosas. Hace unos meses llegó un caballero con la foto de su hijo que fue secuestrado. Pagó una fortuna a los monjes para poder verme. Dibujé a su hijo en casa, alegre. De fondo entraban rayos de sol y una luz celestial que le daba calidez al hogar. Le sugerí al hombre que durmiera con el dibujo bajo la almohada. 
A partir de entonces se complicó mi trabajo. Muchos pagaron un alto precio por aparecer en mis dibujos. Otros, y esto me pesa en el corazón, me convencieron de inducir pesadillas. Por ejemplo, dibujé un señor entre varas de hierro. Después me enteré de que era el hermano de un político importante y lo llevaron preso. Otro, se fue del país huyendo de sus responsabilidades. Debido a esos sucesos, los sacerdotes decidieron encerrarme. Al principio me dejaban estar por el templo. Una vez salí a un jardín cercano y me quedé observando una flor, pues sus colores eran una alucinación. Los monjes creyeron que pensaba fugarme y me encerraron en una celda sin papel ni colores. 
No entendía el porqué me trataban así. Me contó uno de los pocos aliados que tengo en estos calabozos, donde se han podrido todos los rebeldes cristianos, o lideres sindicalistas, que los sacerdotes afirman, a quien pregunta por mí, que desaparecí sin dejar rastro. Al parecer fui secuestrado por un grupo guerrillero. Aunque, la causa de mi encierro, es que uno de esos personajes que me visitaron pagó un precio exorbitante para desaparecerme porque soy una amenaza estatal. Los sacerdotes, por el cariño que me tienen, no me eliminaron, solo me enclaustraron. 
Lamento que teman. ¡Si entendieran el bien que se puede hacer al ambientar un sueño con mis paisajes! Eso hace posible los sueños. Me duele que se les priven a las personas de bien, a los hijos de Dios, la posibilidad de materializar sus sueños más profundos. Es deplorable que se me considere peligroso por mis paisajes sombríos, los cuales fueron por encargo. Sé que esos dibujos conectan con el sufrimiento del soñante e inducen a la culpa y el remordimiento. Cuando son más los dibujos que han dado felicidad y prosperidad.
No entiendo a los sacerdotes. Saben que soy incapaz de hacerle daño a alguien. Podrían enviarme lejos y no privarme la posibilidad de dibujar, mi pulso, lo que sé y amo hacer. Por ello, para pasar el tiempo entre estas paredes, empecé a imaginar en mi cabeza trazos mentales, repetitivos. Con los días, como un director de cine, decoré mis pensamientos. Hice como una especie de cortometraje. De tanto pensar las imágenes empezaron a tener secuencia y trama. Lo más difícil fue introducir algunos personajes. Luego, mostrarles, por imágenes, como fotogramas, el camino al lugar donde estoy encerrado.


Llevo varios días soñando con aquel hombre que me ayudó a encontrar a mi hijo. Quise volver a él y agradecerle, pero los sacerdotes dijeron que había desaparecido. Me dolió profundamente. Hice, desde mi despacho, pues soy juez, una búsqueda exhaustiva y sin resultados. 
Cuando ya me iba a dar por vencido empezaron a llegarme ciertas imágenes en los sueños. Vi una celda, un camino, algunos árboles, y el monasterio. No entendía qué significaban. Así que volví y me sorprendió encontrar en el templo una docena de personas que afirmaban que allí estaba el fabricante de sueños. Los sacerdotes negaron. Logré una orden judicial y al entrar al recinto, me sorprendí al caminar por él como si ya lo conociera. Supe dónde buscar. Bajé, con familiaridad, unas escaleras. Llegué a unos calabozos y allí lo encontré. Estaba demacrado y en un profundo sueño.


Julio está rodeado de muy buenas referencias. En su casa hay Cds y libros indispensables. En la mesa de noche hay biografías de cantautores  como León Gieco, Lenoard Cohen, Bob Dylan, entre otros; poetas como Neruda, Whitman, Pessoa, Borges [musicaliza el soneto La Lluvia]; o discos de Víctor Jara, Quilapayún, Inti Illimani, Violeta Parra, Joaquín Sabina, Javier Krahe, George Brassens [de quien tomó la música de una canción para componer  El amanecer].


Un hombre soñó que una mujer tenía dos mil ojos y los abría. Se despertó sobresaltado y salió de su casa a tomar un poco de aire. Afuera, en la estepa, encontró un ejército de cocuyos.

Cuando un cabello hace parte de la arquitectura del nido de un pájaro, un hombre encuentra en un sueño la respuesta de algo que creía imposible.