El pliegue del origen



Entras desnuda a mi habitación y te in­troduces en las cobijas. Conversamos un poco de lo bien que te hacen los colibríes. Luego, nos besamos, tocamos, olemos y solo importa el impulso benigno de penetrarte. Un olor dulce invade el cuarto mientras en­tro en ti como otra casa habitable. Siento tu humedad de almidón y tierra movediza inun­dar mi cuerpo. Me quedo quieto dentro tuyo como si hubiera llegado al momento preciso de la más alta evolución. Como si te sintiera de antes, del principio de los tiempos: Tú y yo un mismo ser que se ha buscado durante muchas vidas. Y ahora adentro, cálido y suficiente, vuelvo a ser un mamífero de cuatro piernas y cuatro bra­zos. Vuelvo a la oración única. Te abrazo queriendo meterme piel adentro y empezamos, sin saber cómo, a caminar de lado, como los cangrejos, recordando lo que éramos. En ti siembro el amor. Me dejo fluir. Soy contigo yo. En la sábana nos revolcamos y algunos granos me tallan en la espalda, pero los ignoro cuando te envisto con mis bríos de jardinero. Y nuestros pies se unen y juntos buscan la tierra que ahora cubre todo el colchón. Nuestras bocas se fusionan. La piel empieza a tornarse verde y nos hacemos atractivos a los pájaros. 

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