A veces necesito salir de mi cotidianidad porque tanta sobriedad me abruma. Así que evoco mis años juveniles y me aventuro de nuevo a la noche, a su misterio e incertidumbre. Elijo un lugar para aturdirme un poco, reventarme los oídos antes de hacer lo correcto. ¿Qué es lo correcto? ¿Para quién? En fin, un par de cervezas para escribir sobre la barra del bar algunos poemas efervescentes. Dejar fluir la palabra sin medida, sin ilación, sin propósito. Escribir de la misma manera que un vagabundo dirige sus pasos a un lugar desconocido. De esta manera encarar el olvido como si la vida se fuese en ello. 

No es un salto definitivo al vacío. Tal vez sí. Es como si la mucha luz necesitara un hilo de oscuridad para brillar más. O quizás en la noche se buscara el brote de luz que le dé sentido a la vida. Como si en lo aterrador surgiera la chispa, de la inconsciencia la locura, de los bríos la enfermedad, de la desgarradura la calma. Hay algo en ese juego de luces y sombras que atrae y asusta. 

Lo cierto es que en cualquier forma no sale uno bien librado porque cuando se aventura al abismo queda la piel desgarrada en el recuerdo, el lecho contaminado de algún dolor y la soledad persiguiendo gatos y estrellas. 

A veces, no siempre, busco aturdirme un poco del ruido que endiosa la estupidez. Lo hago porque a veces estoy demasiado sobrio para hablar con mis semejantes.


Pocos creen que cada hallazgo tiene su fisura. Por ejemplo, mi última hipótesis es que hay una  relación entre la imagen de la "mano peluda" o la "bestia" o  el "monstruo" en los cuentos infantiles con el "olvido" en la vida del adulto. Es lo mismo. Hay un temor que se despierta al nombrar algunas de esas presencias. Un temor que se evita y se busca. Si se pudiera dar forma al olvido sería un ser amorfo con las manos peludas, dientes afilados, ojos desorbitados... Un ser tan horrible que de solo sentirlo nos precipita a los brazos equivocados. Nos lleva justo a donde es más certero: al abandono.  A fuera llueve. El agua ruge como una fiera furibunda. Escucho que tocan a la puerta. 


Desde pequeño mi padre me educó para enfrentar a los toros. Para poder ganarme su amor me encaré a mi destino con desgano. Sin embargo, tenía tanta agilidad que veían en mí una estrella de la tauromaquia. Pese a ello, me afligía las banderillas en el lomo del animal. Muchas veces, así apagara la vida del toro, mi corazón se afligía así saliera en hombros de la plaza bajo una lluvia de flores y la ovación del público. Cierta vez me dejé embestir para equilibrar las cosas y me recuperé milagrosamente.

Hoy estoy de nuevo frente a un toro. Mi padre está con algunos empresarios que quieren promocionar su emporio ganadero y desean invertir en el negocio familiar. La plaza está llena. Frente a mí un toro formidable. Mi progenitor ríe porque ve sus bolsillos llenos. Me señala con orgullo. 

Me acerco al toro y no se mueve. Sus ojos en los míos. No tengo ganas de seguir en la farsa. Además, en sus ojos, en vez de furia hay compasión. Como si fuera la mirada de un perro. Incluso, bufa cuando los banderilleros lo hieren y se queda en el mismo lugar. Las personas empiezan a pedir la estocada final. Lamentan que no sea un espectáculo digno. Camino hacía él y sus ojos dulces e inofensivos. No tengo el valor de apagarlos. Así que arrojo la espada y de rodillas me inclino ante el toro. Me olfatea. Al instante, tanto al animal como a mí, nos retiran de la plaza y me llevo las manos a los oídos para no escuchar las rechiflas.

Entré a ti como un soldado a la batalla. Los primeros días tu artillería pesada hizo frente a la mía y nuestras fuerzas nos derrotaron en un frenesí casi irreal. Los siguientes meses, la misma batalla nos abrumó y quisimos habitar el recuerdo y lo que logramos fue dirigirnos al hastío. Ahora, heridos de tanto amor, buscamos otro rival.