Desde pequeño mi padre me educó para enfrentar a los toros. Para poder ganarme su amor me encaré a mi destino con desgano. Sin embargo, tenÃa tanta agilidad que veÃan en mà una estrella de la tauromaquia. Pese a ello, me afligÃa las banderillas en el lomo del animal. Muchas veces, asà apagara la vida del toro, mi corazón se afligÃa asà saliera en hombros de la plaza bajo una lluvia de flores y la ovación del público. Cierta vez me dejé embestir para equilibrar las cosas y me recuperé milagrosamente.
Hoy estoy de nuevo frente a un toro. Mi padre está con algunos empresarios que quieren promocionar su emporio ganadero y desean invertir en el negocio familiar. La plaza está llena. Frente a mà un toro formidable. Mi progenitor rÃe porque ve sus bolsillos llenos. Me señala con orgullo.
Me acerco al toro y no se mueve. Sus ojos en los mÃos. No tengo ganas de seguir en la farsa. Además, en sus ojos, en vez de furia hay compasión. Como si fuera la mirada de un perro. Incluso, bufa cuando los banderilleros lo hieren y se queda en el mismo lugar. Las personas empiezan a pedir la estocada final. Lamentan que no sea un espectáculo digno. Camino hacÃa él y sus ojos dulces e inofensivos. No tengo el valor de apagarlos. Asà que arrojo la espada y de rodillas me inclino ante el toro. Me olfatea. Al instante, tanto al animal como a mÃ, nos retiran de la plaza y me llevo las manos a los oÃdos para no escuchar
las rechiflas.
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