Cuando era joven creí que ese hombre encorvado, cual garabato, era un ser de otro planeta al pretender que los muchachos nos interesáramos por la escritura. Algunas veces nos intentó atrapar con algunos talleres de escritura argumentando que el escritor es pura fragilidad y es su debilidad la que se robustece en su literatura. También dijo otro montón de tonterías. 
Veinte años después me lo encuentro y parece el mismo. Excepto por el cabello canoso. Estaba sentado escribiendo en una libreta. Parecía sumergido en un embrujo que le permitía estar en el espacio como si fuera el espacio mismo. Lo miré con curiosidad. Quise hacerle una broma porque, yo, que me consideraba escritor y tenía cierto prestigio, no había llegado a disfrutar tanto el acto de escribir. Más bien con burla me acerqué y le hice esta pregunta: ¿Maestro qué es escribir? Él, sin mirarme, respondió lo siguiente:
 -El acto de escribir revela el agua turbia del corazón. En esa medida es un impulso eléctrico sin dirección que corre el velo de la noche unos milímetros para redimir el origen, el propio, entre las cenizas de las tradiciones. Es curioso, te dije esto mismo hace años y apenas lo escuchas.
El hombre cierra su libreta y sin despedirse, como si yo fuese una aparición, un personaje suyo, se marcha sumergido en sus elucubraciones. 


Alonso estaba en su casa con la firme determinación de empezar hacer bien las cosas. Después de cierta edad empezó a cansarse de la bulla y la rutina disfrazada de asombro en las noches de fiesta. Siempre era la misma soledad, la misma sensación de estar incompleto, la misma desesperanza de buscar la plenitud que solo duraba unos segundos: la ebriedad antes de la borrachera o el orgasmo antes del hastío. Así que decidió quedarse un tiempo prudente consigo mismo. Al cabo de unos días deseaba volver al bar, a las mismas canciones, al aturdimiento de la fiesta. Como pudo y con mucho sacrificio permaneció en la casa. No mucho tiempo después lo llamó una amiga que lo extrañaba y quería visitarlo. Él se alegró de recibirla.  Pese a su determinación de estar solo empezó a mirarla como un cautivo recién liberado. Ella, con sutileza, destapó la botella de vino. 


Hace unos tres años y medio llegó a la casa un perro de manera inesperada. Mi hermana lo encontró en un costal a la orilla de un camino. El animalito temblaba de hambre y de solo; le faltaba el otro temor, la muerte, para ser un buen aspirante a mal ciudadano. 

Cual estropajo en mal estado salió un chandoso y contactó con el corazón de mi hermana. Desde ese día, ambos, experimentaron una relación hermosa, que a veces, no se logra con nuestros semejantes. Al parecer, esa incapacidad que tienen los animales de hablar, es tal vez, su mayor virtud porque no enredan sus acciones con su manía de herir lo más cercano. Es lamentable como los más civilizados, nosotros, la jauría de tristes, hemos convertido la palabra en un campo de batalla donde disparamos odio, envidia, cizaña… con el fin de ensanchar el reino de la mentira, la culpa, el dolor y el sufrimiento. Por ello, llenamos el silencio con palabras ruidosas, sin sentido; a tal inconciencia que celebramos las burradas de las canciones de Maluma, los disparates de 99.9% de los políticos y su mal sana costumbre de salvar el mundo a través de la seguridad democrática y las balas. 

El nombre que le otorgaron al canino fue “Confite” porque salió de un empaque. Antes, se llamaba “Bruno” y fue regalado a una familia que decidió dejarlo en un costal. 

En nuestra casa, vivió como un rey mendigo. Tenía los cuidados y los mimes de un perro doméstico, sin embargo, su apariencia era la de un perro callejero y su instinto era un llamado vagabundo. A veces, se perdía tardes enteras en sus asuntos perrunos. Esa era su naturaleza. 

Confite no nació con la idea de que un muro invisible se le iba a venir encima. Por ello, orinaba en cuatro patas. No representaba esa figura de los perros moribundos de muchas obras de arte. Como sucede en algunos versos de Hugo Mujica: “Vi un perro negro muerto/ en la calle, aplastado en medio de la acera, manchado,/ porque nevaba”. Tampoco era una mercancía barata, de poca monta, “una mezcla de perro callejero y cerdo” como lo describe Chejov en su cuento La perra cara. Y medio representaba esa imagen que hace Baudelaire en el texto El perro y el frasco cuando afirma que a un perro, como al público, no hay que ofrecerle perfumes delicados, sino basura cuidadosamente seleccionada. Otro dato curioso era que Confite comía cuando le daba la gana. Podía quedarse con la comida servida, y no atragantarse. Recuerdo esa hipótesis de Séneca cuando dice que el hombre en las emociones es igual al perro con varios huesos. El perro se atraganta queriendo comerlos todos a la vez y el hombre quiere poseer todo al instante. Dice el sabio, que mostrar el hambre aleja el alimento. 

A parte de las referencias literarias, que abundan, los perros también son animales terapéuticos. Por ejemplo, a mi madre le sirvió para canalizar su natural forma de nombrar lo que no funciona; pues, en frente del canino le daba tantas vueltas a un mismo asunto hasta olvidar que funcionaba. A mi hermana para hacerla sentir un estado alto de servicio, de entrega, que le ayudó a soportar las inconsistencias del entorno social, que no es otra cosa que un espectáculo barato de segundas intenciones. Y a mí, para expresar mis interminables monólogos que nadie, es su sano juicio, podría soportar sin alterarse. 

Hablo así de Confite porque ya no está con nosotros. Al menos en cuerpo. Salió una noche tras el rastro de una perrita. Tal vez fue correspondido y por no renunciar al desarraigo, la pulsión, la fuerza aterradora de un instinto insaciable se enfrentó a un rival más corpulento que lo mordió en el cuello y lo sacudió de tal forma que le perforó el pulmón, faringe… Si se recuperaba, dijo el veterinario, quedaría con el cuello torcido y comería solo líquido. Eso no era vida para un animal que vivió para el libre albedrío. 

Con la despedida de Confite se celebra su vida y no se vive su muerte, que es una costumbre errónea que hemos asumido para demostrarle al otro la pérdida de un ser querido. Esperamos su muerte para morirnos en vida. Cuando lo amado, si se ama, se ama en vida. El que ama la muerte de un ser querido representa el drama del miserable que no puede ver lo que tiene pegado a las narices. 

La pérdida de algo o alguien es la ganancia de un sentimiento, de una experiencia más en el amor en sus múltiples manifestaciones. Pues, el amor de pareja, al que más se le invierte tiempo, es tal vez, el más improductivo a la hora de ver a quienes nos aman. El amor es más que una interpretación. Y amar es agradecer lo bello que queda del otro para dejarlo ir. Pues, nos renuevan el sentir. Sí, es cierto, se pierde el objeto amado más se gana el amor.


Durante años fue un hombre escurridizo porque mascó tierra y olvido en nombre del amor. Después, el amor se le cayó de la cama y se fracturó de gravedad. Desde entonces ha partido de cada relación mientras no sienta en las tripas el arrebato irracional y espontáneo de la vida. Por ello, se ha habituado a la palabra “adiós”, ha aceptado no mirar a atrás, ha hecho de la despedida un antídoto contra el apego, ha visitado tantos lechos como le ha sido posible, ha llorado de solo y de acompañado, ha olvidado en tiempo record... Sin embargo, desde hace días sus ojos están más grises. Parece que su corazón se le quedó anclado en un recuerdo que no encuentra en su inventario de amores furtivos.