Lo bello de ser feo




“Definir qué es lindo y qué es feo no es fácil. Las cosas son lindas y pueden ser al mismo tiempo horribles.” Clorindo Testa



Hemos reducido lo bello al rango de los ojos. Tal vez porque el ojo se engaña con facilidad hemos desarrollado la manía de ficcionar nuestros actos. Por ello, los relatos cotidianos que ocurren en el trabajo, la familia... se modifican. Por ejemplo, el tímido suele decir que una desconocida lo miró desde un colectivo en marcha; el eyaculador precoz habla como si estuviera reinventando el Kamasutra ; el inseguro hace de su trabajo un rin de boxeo con el supervisor y cuando está frente a él sonríe como si estuviera pidiendo un aumento en el salario; el fanático se aferra a las figuras de santos o personajes populares para aceptar su miserable existencia… y así un sinfín de historias que representan una necesidad molesta de creernos otros. Por algo, la mayoría de esas referencias se fundamentan en seres que no existen, en personas que sí existen pero que no hicieron nada de lo que dijimos que hicieron, en personas que vemos como muletillas de nuestra incapacidad de aceptarnos tan feos como somos. 


En el fondo hay un miedo terrible de vernos feos. De ello habla el abrumador mercado del cuidado de la imagen. Lo paradójico es que entre más se marchita la juventud más duele aceptar que hay otros más jóvenes y bellos. Y es peor para los jóvenes y atractivos que se buscan y se dejan como camisetas recién usadas. Al final, el excesivo cuidado de la imagen es un hueco hediondo en la personalidad. 

Cuando el feo, por su condición de excluido en un primer instante, logra construir otro tipo de encuentros porque confía en sus otros sentidos. Por tal motivo puede despertar otras sensaciones. Sobre todo si aprende a caminar con la indiferencia de las cosas que son indispensables. Tal vez, Emerson pensaba en los feos al profetizar que al envejecer la belleza se convierte en una cualidad interior. 

Es en lo no estereotipado, en lo que se sale del molde de la belleza donde se fundamenta el sentido a la vida, es decir, el amor. Porque el amor, ese estado que nos mueve al encuentro con el otro, repara poco, después de varios días, en sí nos parecemos a los personajes que salen en las portadas de las revistas y periódicos. Por algo, quien conoce un feo con personalidad hermosa por lo regular no se decepciona. 

Viendo la importancia que le damos a lo transitorio, la imagen, sería divertido imaginarse un macho alfa que exhibe sus mujeres como artículos costosos de un almacén de elite. Por ejemplo, si el ilustrísimo poeta Maluma hubiese estado en la época del renacimiento Italiano (1400-1700) con sus cuatro babys de estómagos planos y cuerpos curvilíneos; lo hubiesen desterrado porque la belleza perfecta de esa época eran la de las mujeres de estómagos redondeados, pecho amplio, piel blanca, contextura gruesa y caderas grandes. Ni qué decir de sus rimas que son un atentado a la inspiración. 

Otro caso simpático sería el de la lista de patitos feos que figuran en los partidos políticos: Armando Benedetti, Oscar Iván Zuluaga, Alejandro Ordoñez, Germán Vargas Lleras… entre otros que su gran atributo es ser políticos. En fin, serían el hazme reír en la antigua Grecia. Pues, en aquella época, donde se fundamentó la democracia, la mujer era una versión desfigurada del hombre, lo que es hoy el político tradicional colombiano. Por lo que estos personajes podrían haber sido para Sócrates los primeros intersexuales de la historia. 

O tal vez si la rusa Helga Lovekaty fuera una mujer de la época victoriana (1837-1901) coqueta, pomposa, robusta y mostrara sus bananos en vez de pechos, no sería tan importante ese supuesto romance con el 10 de la selección Colombia. 

En conclusión, una personalidad atrayente es como una carta de recomendación que llega al corazón, sin intermediarios. En esa medida, más vale feo y bueno que guapo y perverso, o mejor feo y atrayente que buen mozo y repelente.

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