Una vez venía en el bus hacía Girardota. Eran eso de las seis de la tarde. Esa jodida autopista a esa hora es un desastre. Hay trancones. La gente con zorra, mal aliento… El estrés se respira. El calor, el bochorno te hace insoportable el viaje. Queres convertirte en asesino y matar a todos los que huelen feo. Pero nada, te aguantas la rabia.
Había descubierto un método para tal tragedia. Era un juego, que muchas veces, me hizo corto el viaje. La cuestión era sentarme en una silla x, cerrar los ojos, hacerme el dormido. Imaginaba, siempre, que la persona que se sentaba a mi lado era una mujer (paradójicamente hermosa). Hacia la operación en la imaginación. Casi siempre se me sentaba un man, gordo, grasoso y me agredía con su tamaño y presencia. Pero cuando se me sentaba una mujer era otro cuento.
Sentía que era mujer por su olor. La olía y no abría los ojos. La olía para cerciorarme de no ir a cometer un error imperdonable. Olía de nuevo. Casi siempre olía a manteca quemada mezclada con jabón Neko. Entonces, cuando el olor era inconfundible, empezaba el juego. Siempre he creído que se puede pasar imágenes eróticas a otra persona con un roce de mano o de brazo. Imaginaba que besaba el cuello de la mujer y de una, por mi debilidad, la cremallera se abultaba. Una imagen tras otra. Curiosamente, me olvidaba de los ojos. La cuestión era sentir.
Ese juego lo hice muchas veces. La clave era el olor. Infalible el olor. La mujer huele diferente al hombre. Su olor a mamífero es menos fuerte que el del hombre porque ella sufre más. El hombre respira como tractor, la mujer respira como sin respirar, como si fuera un acto acrobático. El hombre se sienta y agrede el espacio, la mujer se sienta y se acomoda como una ficha de un rompecabezas. El hombre huele a caca de sapo con un poco de vaselina y leche de vaca y pantano, la mujer, ya lo dije.
Solo dos veces tuve éxito. Una, mierda, una señora empezó a moverse, a búscame, a respirar raro, a tocarme con la mano la rodilla. Me asusté por qué no creí que esa locura funcionara. No imaginé que lo de las imágenes eróticas fueran efectivas. No estaba preparado para responder a la efectividad de mi experimento. Abrí los ojos y era una señora divina. Ella también abrió los ojos y me hizo malacara. Se paró del asiento y se sentó en otro. Se ofendió porque yo quebré el hechizo, la complicidad del juego. La vi dormida en otro asiento buscándole el lado a otro.
Después de eso no volví a hacer ese juego. No sé bien por qué, pero esa mujer, la que me besó, me imposibilitó para emitir mis imágenes eróticas. Quede medio y triste. Estoy lleno de ausencias.
E intentado hacer el juego en otras rutas. Pero nada. Lo mismo. Siento como el beso de no sé quién, de una fantasma, me sube a los labios y me despierto y abro los ojos. Hasta le escribí unas líneas por si me la encuentro algún día:
“Me diste un beso araña. Un beso con ocho patas. Lo sentí en ocho partes al mismo tiempo. Me diste el beso de las ocho ausencias. Me dejaste el misterio como una red”.
Pero nada. Así son las cosas. Para mis tomentos otro tormento.