A veces, en las mañanas, el sol estira sus rayos y se despereza a un costado de la montaña donde está constituida gran parte de la comuna 13 de Medellín. El sol bosteza pájaros verde-azules que se filtran por los vitrales de la estación del metro San Javier y se reflejan en las escalas, paralelas a las eléctricas. La luz hiere la retina del fotógrafo y le impide ver con nitidez el movimiento alucinante de los senos de las mujeres recién bañadas  que se dirigen  a sus trabajos. 



El sol no ha salido. Debe ser que se trasnochó y no quiere trabajar o ya se olvidó de nosotros. Me pesa la tristeza. Siento que soy una tristeza larga que va a ninguna parte. Soy una tristeza con ganas de llorar en la mañana de un día gris. El problema no es que el sol se haya olvidado de nosotros. El meollo del asunto es que amanecí triste y cuando estoy así suelo delegar al otro el origen de mi tristeza. El sol, lo sé, no tiene nada que ver con mi tristeza. O tal vez si. Es difícil culpar al sol de algo si existir es ya un milagro. Pero estoy triste y nada me consuela. Ella me duele y culpo al sol. Desde hace días está marchita, con las hojas caídas, el color apagado, los pétalos arrugados. Su tristeza también es mi tristeza. Incluso el gris está pálido, como si tuviera fiebre.