Miércoles en la tarde

Sentado en la entrada de una biblioteca, con un tomo de cuentos completos de Julio Cortázar bajo el brazo, frente a una de las avenidas más importantes de la ciudad, observo a los transeúntes. En especial fijo la atención en las mujeres y como sus rostros varían en múltiples formas, tamaños, tonalidades y edades. Los rostros de las mujeres conservan cierta dulzura insinuada o una sutiliza en el trazo de los gestos que redime el paisaje y me atrae. Es como una fuerza imantada a la que es casi imposible resistirse. Luego miro sus manos, sus hombros, sus piernas, sus nalgas, sus senos, sus tobillos… En definitiva, todas las mujeres que veo son como flores de jardines lejanos, pero que puedo observar y deleitarme con el espectáculo de sus colores y formas. Caramba, me digo después de un rato: “¡Cómo se nota que estoy soltero!”


Trabajo repartiendo periódicos en las madrugadas. Lo que más me gusta de lo que hago es que puedo ver a Lucia, la hija del notario, salir recién bañada en su automóvil. Confieso que estoy perdidamente enamorado de ella, pero sé que es un amor imposible, de esos que se sufren en silencio. De esos que enferman porque no se encuentra sosiego y se empieza vivir a merced de un fantasma. Hasta que ese fantasma es el sur, lo único que importa. Entonces se pierde el apetito, se duerme mal, se está alterable, cansado y triste la mayor parte del día. Es decir, se está hecho un lío. Estoy hecho un lío, sobre todo hoy casi enloquezco al no verla salir de su casa. En una desolación suprema, al entregar el último periódico, toqué el timbre de la casa de Juan. Había escuchado que él tenía fama con las mujeres y pensé que  podría ayudarme de alguna manera. Él es alto, de tez blanca, barba de tres días, ojos café claros, delgado y muy bien vestido. Al abrir la puerta, como si me conociera, me invita a sentarme en la sala muy desordenada debido al arrume de libros sobre los muebles: 

- A qué se debe tan inesperada visita. –Dijo mientras remueve varios libros. 
- La verdad es que necesito ayuda. 
- ¿De mí? –Responde con una sonrisa maliciosa, de esas que lo hacen sospechar a uno que está en el lugar equivocado. 
- Es que estoy enamorado y no sé cómo sacarme esa mujer del corazón. 
- ¿En verdad eso es lo que deseas? ¿Estás seguro? 
- Si, completamente seguro. Es que verla me está matando poco a poco. 

En ese instante, de algún lugar de la casa, como un  espejismo, aparece Lucia en pijama y se sienta en las piernas de Juan. El intestino quiere salírseme por los ojos por lo que el sudor encalambra en la frente. Acontecimiento que él nota y mientras mira a Lucia le dice –como si me estuviera hablando a mí– el secreto para estar con una mujer es hacerle saber que se puede vivir sin ella. Cuando sabe que uno se puede ir en cualquier momento le da la clave de la caja fuerte. Lucia lo abraza y le da un beso en la frente. Él sonríe y me dice que sabe cómo ayudarme. Lo más extraño, como si hubiera descubierto que ella era mi herida, le pide muy amablemente que se siente frente mío con los ojos cerrados. A mí me sugiere que la mire fijo al rostro, sin parpadear, hasta que su rostro se desfigure: Los ojos se agrandan, la nariz se alarga, los labios se tuercen… quedando su rostro amorfo e irreconocible. Después cierro los ojos y al abrirlos Lucia es otra. Miro de nuevo y sus deformidades me asustaron un poco por lo que me levanto como un resorte. Lo misterioso es que a partir de aquella casa me siento ligero, alegre y silbo porque el recuerdo de Lucia no me martilla el pecho.

Buscaba  cuerpos que me llevaran a un país donde el jazz fuera el idioma de las flores. Pero, los cuerpos que he encontrado no saben de música. Más bien aturden y hablan de todo noche y día y se alegran cuando el amor se va de compras y aparece con ramilletes de flores artificiales con cajas de música incluidas de melodías chillonas y tristes.