Ella viene con la lluvia y toca con sus dos manos el cuerpo de él. En el pecho se abre un portón de madera, antiguo. Al fondo de su pecho se ve un hombre sentado en una mesa, con una vela encendida y dos copas de vino. “¡Entra! ¡Es aquí!” dice él. Ella sospecha que desde allí puede ver perfectamente las estrellas. Además, hay fuego para el frío. Así que sin dudarlo se sienta frente al hombre. Lo mira a los ojos y sonríe porque ve en las pupilas del hombre una mujer igual a ella con una puerta en el pecho entre abierta.

La perversión se ha considerado nociva en todas sus manifestaciones y exploraciones. De ahí que muchos grandes personajes en la historia sean queridos y temidos al mismo tiempo. Queridos porque se atrevieron a indagar sus oscuridades para exhibirlas sin vergüenzas y temidos porque llegaron a realizar acciones que atentaron contra las doctrinas, la fe o las leyes morales de un pueblo. 

Algunos de esos personajes fueron: el Marqués de Sade, el Conde de Lautréamont, Vincent van Gogh, Arthur Rimbaud… entre otros. Pero también son los artífices de grandes obras de arte. Como si esa relación luz y oscuridad, locura e iluminación, amor y pornografía, misticismo y soledad… los llevara rondar esa ambigüedad cósmica de los espíritus atormentados por la luz.

Nombro a grandes personajes porque sus perversiones hicieron de sus impulsos corceles indómitos que los llevaron al delirio: Uno se cortó una oreja, otro le clavó un cuchillo a su amante en la palma de la mano, otro experimentó los más espeluznantes encuentros sexuales, uno más se sentó en una playa a mirar el mar mientras anhelaba coitos con tiburones… 

Acudo a estos episodios porque me asustan, pero también me excitan. Me asustan porque soy incapaz de violentar a otra persona y me excitan porque he descubierto que un poco de perversión, en medidas controladas, casi a goteras, puede avivar una pasión casi dormida. 

En cada uno hay una fascinación por lo turbulento. Esa curiosidad nos ha llevado a indagar dentro de nosotros mismos. Pero muchas veces este viaje interior es, a mi modo de ver, tenebroso porque puede no concretarse, ni siquiera encontrar el camino de retorno. Esto depende de la naturaleza de las búsquedas. Para este caso, la búsqueda emocional. Hay otra búsqueda, que ninguno de los personajes citados, exceptuando en una época de la vida de Van Gogh, realizó. Y es la búsqueda de su divinidad, de su poder que quedó a penas insinuado y calcinado por el fuego de sus emociones. Por ello, el gran enemigo en el viaje emocional es uno mismo porque se teme que eso que se encuentra sea juzgado por las convicciones del mundo de los otros. Y lo que se encuentra no es más que una acción basada en el dolor físico. Entonces vivimos solapadamente esos deseos. 

Aclaro que no hago una apología de la perversión. No me interesa. Es solo que tampoco la satanizo de tal modo que no pueda ser útil. Lo que planteo es que en ciertos momentos sirve para avivar aquello que está en cuidados intensivos debido a la rutina o al cansancio. Por ejemplo, las relaciones de varios años. Siento que si a estas relaciones se le inyecta un poco de perversión, como dije antes, a goteras, las cosas pueden cambiar. Si el otro apenas nos muestra esa otra faceta de animal el celo es suficiente para despertar el deseo. En parte el amor funciona, al menos la magia que le otorgamos, cuando deseamos al otro. 

 Cuando hablo de esas pequeñas dosis de perversión me refiero a esas cosas que se pueden concertar con el otro y que lo invitan a jugar a un cambio de rol. Claro, pero hay que cuidarse de las pasiones excesivas, de los masoquismos, de la violencia, de la traición, de la combinación de licor e ira… eso no lleva a nada bueno. Lo único que eso ocasiona es soledad y tristeza crónicas. Por eso es necesario aclarar que no es un desborde de locura lo que se necesita, solo un poco de perversión, a goteras, para avivar aquel amor que pide a gritos ser atendido. Al menos así funciona en las búsquedas emocionales, las que podemos aspirar mientras siga siendo el otro el centro de nuestro universo.
  

Hace días la palabra “mujer” se hospedó en mi pecho. En la mañana subió hasta los ojos y apoyó sus manitas finamente delineadas en mis parpados. Le gustaba que el viento la despeinara y el sol le calentara todas las letras. En la noche bajó hasta los riñones y encendió una vela para espantar las pesadillas. 

 Ãšltimamente la palabra “mujer” tiene comportamientos extraños. Es tan ella que ninguna otra palabra se le parece. Tal vez la palabra que más se le aproxima es la palabra “luna”. El misterio de estas dos palabras es mejor observarlo que comprenderlo. Volviendo a su comportamiento, hace cosas muy particulares. Hace una semana, por ejemplo, pegó un montón de papelitos en mi corazón. Cada papelito hacía parte de un dibujo. Al terminar observó, desde la distancia, el rostro del hombre que tenía mirada de fuego. Luego, recogió los papelitos y cuidó de que no se le perdieran. Subió hasta el oído derecho y los echó a volar. 

 Después, la palabra “mujer” se durmió a oscuras y permaneció quieta, en silencio. Su quietud era de anfibio. Pero hace tres días se levantó y se dirigió hasta mi boca. Estiró la letra “m” y aprovechó la primera corriente de aire para emprender vuelo. 

 Hoy, noche de luna llena, recuerdo que hace días hablo con una mujer que siente una relación muy estrecha con la luna. La recuerdo y sonrío. Quiero irme y no puedo. El influjo de una palabra que se encarna es misterioso y profundo. Además, cuando una mujer emerge de la palabra puede vencer todas las distancias y todos los silencios.

No porque se nazca con las rodillas raspadas, con la tristeza como una marca indeleble en el alma y por ello se le delegue a los sueños el peso de la soledad. 

No porque se crea que Dios esté tentado a borrar la humanidad poco a poco, de a tajos, porque la humanidad no supo qué hacer con tanta luz. 

 No porque se herede sin escrituras los errores de nuestros padres y maestros que no supieron que hacer con ellos mismos. 

No porque se confunda el amor con el vacío de los cuerpos electrizados por la corriente frenética del miedo a estar solos. 

No todo está perdido. Al menos así lo creo. Nací con el derecho universal de estar tranquilo. Soy el camino a mí mismo. Soy la medida de mi esfuerzo.
Mis dedos juegan con el aire.  Escriben la palabra: "gracias" y la dejan un rato colgada. Luego, comprimo los labios y soplo. La palabra se desintegra en múltiples pedazos luminosos y éstos milagrosamente vuelven a juntarse. Esta vez forman un pájaro. El ave aletea, da un circulo pequeño y empieza a descender por la montaña.  Con agilidad esquiva un trueno y algunas corrientes de aire. Se pierde en el horizonte. Esa palabra es poderosa, tiene vida, pues en el centro hay una lucecita que la guía. Por eso no se pierde. Además, lleva escrito en todo el cuerpo la palabra: "gracias" y la dirección de una casa. Si escuchas bien, es posible que ahora mismo, mientras lees estas líneas, algo esté dando golpecitos en la ventana.

Cuerpo de ti que amortigua la lluvia
y este silencio que te respira.

Cuerpo de ti que es autopista
y permite que las miradas 
viajen a 120 suspiros por hora.

Cuerpo de ti que florece
y permite que los pájaros
y las palabras hagan el resto.