A los que nos gusta escribir versos nos encontramos que no siempre podemos hacerlo. Sea porque repetimos un verso anterior, sea porque no llegan las palabras, sea porque estemos muy apacibles o lo contrario. Sin embargo, cuando llega un verso, uno que atrapa una sensación profunda, el gozo es incomparable. Es como una experiencia con la divinidad, si me permite tal comparación. Lo digo, porque algo de eso queda entre líneas, como un ritmo interno que brota como agua fresca con cada lectura. Por esa luz del verso que nos redime, invoco la luz para siga apareciendo entre líneas. Llamo esa llama cálida y tenue para que alumbre el verso. Para que surja del vacío, nido de la creación, un poema del aliento interior para que susurre en verso aquellas letras que dibujan signos en la hoja en blanco. 


Andan preocupados por habitar la ciudad. Se hacen viejos y no quieren aceptar que ya pasaron de moda. Se niegan a renunciar al ron, los cigarrillos, la música y la marihuana. Hablan sobre películas proyectadas en el recuerdo, sobre fiestas de las que se cansan rápido, sobre mujeres que nunca han visto. Necesitan inventar historias que coincidan con los recuerdos de aquellos días joviales cuando creían que podían hacerlo todo. Se sientan en los bares a ver pasar transeúntes porque sus amigos se casaron o emigraron. Vuelven, en la madrugada, a la soledad de sus cuartos y cansados se resignan a cerrar los ojos dispuestos a despertarse religiosamente para acudir a sus trabajos.


Antes de ser el que soy, el escritor, el andariego, el prospecto de buen ciudadano, fui muchas veces mujer. En sueños me llegan retazos o imágenes sueltas. Soy otro ser, en otro cuerpo. Y al despertar quedo con la sensación de haber estado con tantos amantes como dolores. También, que amé tanto la carne que encerré al espíritu  en el retrete. Pues, mi único interés era saciar el deseo del cuerpo, el que se agota con el tacto. 


Ahora,  con lo que soy y con esos vagos recuerdos, he sido una especie de don Juan, no por el éxito con las mujeres, más bien por el enredo con ellas. Pues he amado mujeres menores, predecibles, que me aburren y me agobian. Asimismo, mujeres mayores, indómitas, que me asustan y huyo. A todas, les he otorgado el poder de organizar mi intimidad por colores, por formas y días. 

Ellas, con sus cuidados, han formado la imagen de mi madre. Cada fémina una línea del rostro de la progenitora. Por ello, he sido su hijo contemporáneo. Pero los hijos crecen y en gratitud a lo recibido, abandonan a su madre.