Gerardo estaba en casa. Su hermana le había solicitado que le cuidara a su hijo. Ella debía ir a la ciudad. Gerardo aceptó, aunque estaba acostumbrado a pasar fin de año solo. Celebraba para sí el cambio de año, hace años, sentado en una hamaca con una botella de vino, sin dramatismo o reuniones ruidosas de familias indeseables. 

Su sobrino desde la mañana empezó a caminar por toda la casa. Necesitaba gente para sentirse vivo. Las veces que intentó hablar con Gerardo no logró una conversación fluida, apenas unas respuestas monosilábicas. Cansado del silencio se ubicó cerca de su tío y empezó a renegar del día, del sol, del fin de año, de su madre que lo dejaba con un loco, de él mismo que no era capaz de valerse por sí solo, de su generación, de su incapacidad para estar solo, del silencio… Se sumergía en ese sentimiento general que profesa que todo está mal y al final por pensarlo tantas veces todo resulta mal. 

Gerardo se preocupó por lo que pasaría si el muchacho seguía llamando esos pensamientos. Así que desde la hamaca se comunicó con el sobrino y no le ofreció una copa de vino. Acto seguido le dijo, como si lograra ver dentro de la cabeza del joven, que los pensamientos nos hacen o deshacen. El joven arrugó el entrecejo y Gerardo continuó: “cuando me endiabla algún pensamiento sacudo la cabeza para alejarlo. Esta estrategia permite relacionarme con otras personas. Saber que la mente es tramposa sirve para no darle mucha mente a los pensamientos. El cerebro es como una antena receptora de ondas que distribuye por todo el cuerpo. Por eso, es necesario que esas ondas tengan una buena vibración para encontrar la conexión con la voz interior. Es en el corazón dónde está esa voz o la fuente de la sabiduría. Incluso, la ciencia moderna ha entrado a valorar que este órgano sirve para algo más que bombear sangre al cuerpo. Por ello, procurarse buenos pensamientos es permitirse estar en paz consigo mismo. Es algo que aprendí con la sumatoria de mis continuos errores. Cuando me vencían los pensamientos tormentosos y me dejaba dominar por el Mister Hyde interior.” 

Gerardo se percató de que su sobrino estaba más que atento. Por eso mismo, con una leve sonrisa volvió al silencio. El muchacho al notar que la conversación había terminado sin posibilidad de reiniciarse, empezó a caminar sin despedirse de su tío, a quien consideraba despreciable. Atravesó un puente vegetal y sin darse cuenta, caminaba sin pensar, con tal despreocupación que parecía parte del paisaje. Gerardo observaba a distancia y con una sonrisa saboreaba un sorbo de vino.

Durante muchos años tuve una especie de muro o pared en la que colgué paisajes que deseaba visitar, retratos de escritores difuntos que admiro, fotografías de mujeres que imaginaba a mi lado, amuletos de la buena suerte; incluso, escribí cifras en papelitos que deseaba ver en mi cuenta bancaria… 

En la medida en que todas esas referencias iban en aumento, llegó el momento en que no hubo espacio para ninguna. Eran tantas cosas para atender que no pude priorizar. Por tal motivo, para no entrar en el dilema emocional de que era más importante, decidí descolgar absolutamente todo. Limpié la pared y le eché una mano de pintura blanca. Después de mucho meditar qué poner se me ocurrió, y no soy religioso, colgar un cuadro de la virgen María. Esas cosas que no se pueden explicar y que lo definen a uno. Lo ubiqué en la mitad del muro y al verlo, sentí que no faltaba nada. 

Al tiempo empezaron a suceder cosas maravillosas. Por ejemplo, por motivos ajenos a mi impulso original de emprender un viaje, como lo es un trabajo o la invitación de un amigo, frecuenté muchos de los lugares que antes había referenciado. Asimismo, conocí escritores vivos que amorosamente me obsequiaron un aprendizaje importante acerca del arte de escribir. También, hablé, besé y amé a más de una mujer. Lo más interesante es que la palabra empezó a funcionar como un amuleto de la buena suerte después de que obedecí al impulso de dejar en mitad de la pared el cuadro de la virgen María. Tal vez, me gusta esa figura sobre otras que habitan las historias de la religión cristiana. Sin embargo, cuando estuve durante horas frente a la pared en blanco, adentro mío, vi ese cuadro. Solo ese. Ese mismo que permanece sencillo y hermoso, en medio de una pared que no es más que un espacio en blanco, un espacio para llenar de sueños al finalizar un año, sueños que ya no se cuelgan en la pared sino en el corazón donde cada sueño brota como una lámpara en el camino.



Entre las sombras y los reflejos de las lámparas transita la ilusión con múltiples entusiasmos a cabestro. En determinado momento los suelta para que corran libres hasta la madrugada. No todos regresan, pero los que vuelven traen incautos que pierden el sentido común y sus delirios son el alimento de estos equinos nocturnos. 

En estos tiempos, los de la era digital, es muy fácil encontrar incautos. Es tanto, se ofertan sin necesidad de cautivarlos porque rigen sus experiencias vitales desde el rango de la visión. Algo muy desgastante porque casi siempre las cosas no son como parecen. Por lo general se distraen de sus deseos profundos o principios de necesidad interior y se precipitan ante el primer entusiasmo como si se tratara de una experiencia significativa o un regalo de los cielos. 

En tal medida, cuando un incauto se cree jinete de un caballo de la ilusión, cabalga con tal frenesí que obtiene una insatisfacción más imposibilitándose para la experiencia del amor. 

Sin embargo, si ves ese caballo nocturno no lo cabalgues ni huyas. Deja que se te acerque. Obsérvalo como una señal de algo en el interior que se te manifestará. Pásale la mano por el lomo. Luego déjalo ir. Para trascender la ilusión es prudente no seguirla. Y es probable que en poco tiempo llegue el corcel del amor, en plena luz del día, el mejor escenario para una experiencia del reino del corazón.

Me inquietaba el “otro” que yo era. El “otro” que caminaba las mismas calles. El tímido, pero no tanto, igual a mí en lo físico y un poco más listo. El “otro” que vestía mi ropa, leía mis libros, se alimentaba en casa, hablaba con mi madre y, sin embargo, no me ayudaba. El “otro” que podía sobreponerse a las adversidades sin que yo me diera cuenta. El “otro” que utilizaba mis pensamientos y no escuchaba. El “otro” que buscaba en los espejos. El “otro” que era una especie de guía guiado, un líder de segunda mano, un resplandor a chispazos. 

Tal vez el “otro”, que era más extrovertido y con sentido común, decidió salir a dar una vuelta en bici. Recorrió algunas calles del pueblo hasta la casa de ella. El “otro” con una sonrisa le insinúo que estaba alegre de verla. Ella juntó los labios y llevándose una mano a la boca envió un beso. Yo vi la trayectoria. El “otro” estiró el mentón para recibirlo. Yo vi como cruzó la calle a una velocidad asombrosa antes de impactar en la mejilla. El “otro” se estremeció porque era un beso pesado, de sentimiento. Así mismo lo sentí. Tanto el “otro” como yo casi perdemos el equilibrio. 

El “otro” cruzó la calle para el encuentro. Yo observé. Ella se acercó y me regaló una chocolatina. En silencio la acompañé hasta su casa. Ella sonreía. Yo intentaba decir cualquier cosa. El “otro” se movió en mí. Ella se veía contenta. El “otro” deseaba abrazarla. Yo la miraba. Ella tomó una de mis manos. El “otro” sonrió. Yo sentí un escalofrío en el cuello seguido de una erección, así que me amarré la chaqueta en la cintura. Ella hablaba. El “otro” escuchaba. Yo respondía con monosílabos. Ella presintió que algo sucedía porque me apretó la mano. El “otro” quiso besarla. Yo empecé a sudar frío. Ella, al llegar a un callejón oscuro, de un tirón me desamarró la chaqueta y corrió. Yo me quedé quieto porque no quería perseguirla. El “otro” la miraba con dulzura. Ella, al ver que no la buscaba, se detuvo y movía la chaqueta. El “otro” la llamaba. Yo, estático, sin saber qué hacer. Ella se devolvió y se acercó lentamente. El “otro” con una mano rozó los cabellos de ella. Yo seguía en un estado de estupor. Ella se alzó en las puntas de los pies como en una clase de ballet y nos dio un beso al tiempo que su mano se introducía en el bolsillo donde estaba la chocolatina. Yo la miré y sentí que me dolía menos la vida. El “otro” volvió a besarla con la determinación de que la vida era hermosa. Ella sonrió y me entregó la chaqueta y media chocolatina antes de marcharse. Yo la vi alejarse y sentía aún entre las piernas el roce de su mano. El “otro” respiró profundo y con una mano le envió un beso. ¡Era maravilloso! Yo era el “otro”. El “otro” era lo mejor de mí. El “otro”, gracias al amor de una mujer, era aquello que ignoré por no verme lo suficiente.


Amanda invitó Manuel a su casa. Lo condujo a su cuarto. Dos velas sobre la mesa de noche iluminaban las cartas y versos. Amanda le pidió que leyera. Él, algo tímido, pues se le dificultaba leer en público, escogió un poema y recitó de memoria. La voz de Manuel vibraba dentro de ella, era rumor de agua. Amanda, como una gata, buscó mimos. Manuel con los dedos índice y corazón recorrió el rostro de Amanda. Descendieron hasta el cuello y los hombros. La mujer se acostó en la cama y se introdujo en las cobijas. Manuel la miraba. Ella se quitó la camisa blanca y el pantalón. Manuel estaba inmóvil. Se sentó sobre él. Manuel respiraba con dificultad. En un arrebato abrazó a Amanda y con un movimiento inesperado quedó sobre ella. Amanda sonrió. Él le quitó la ropa interior y observó la desnudez de ese cuerpo que aparecía ante sus ojos como un espectáculo, como la cosa más bella nunca vista. Contempló la piel, los senos, los hombros, los labios, los ojos, el vientre… Era hermosa. Como si se tratara de algo muy delicado, que podría romperse, deslizó sus dedos por el vientre, las costillas y se detuvo en los senos pequeños, del tamaño de unos duraznos y notó como los pezones se endurecían. Con la lengua sintió la textura. Manuel la besó queriendo conservar ese recuerdo para siempre. Amanda, con un movimiento felino, logró ponerse sobre él. Presionó con sus manos el plexo solar y con sus piernas flexionadas, como la ficha de un rompecabezas, se ajustó al amado. Él sintió una humedad cálida y reconfortante. Estuvo tentado a moverse, pero contuvo el impulso. El amor era esa sensación de estar flotando en una bañera de agua tibia. El amor era la respiración lenta. El amor era aquella palabra que brotó, como agua, desde el estómago y subió hasta los labios. Ella empezó a contraer sus músculos internos y en una danza antigua se balanceaba. Al cabo de un rato ambos eran un solo estremecimiento, el impuso de sus cuerpos, el deseo que los poseía, la entrega hasta el límite del esfuerzo físico.





El hombre al escuchar el timbre que indicaba el cierre de las puertas del Metro salió del vagón sin conmoverse ante la respiración tranquila de su hijo que dormía en una de las bancas. Sólo en ese instante, entre la multitud que salía de la plataforma del tren, perdonó al abuelo del niño.



“Definir qué es lindo y qué es feo no es fácil. Las cosas son lindas y pueden ser al mismo tiempo horribles.” Clorindo Testa



Hemos reducido lo bello al rango de los ojos. Tal vez porque el ojo se engaña con facilidad hemos desarrollado la manía de ficcionar nuestros actos. Por ello, los relatos cotidianos que ocurren en el trabajo, la familia... se modifican. Por ejemplo, el tímido suele decir que una desconocida lo miró desde un colectivo en marcha; el eyaculador precoz habla como si estuviera reinventando el Kamasutra ; el inseguro hace de su trabajo un rin de boxeo con el supervisor y cuando está frente a él sonríe como si estuviera pidiendo un aumento en el salario; el fanático se aferra a las figuras de santos o personajes populares para aceptar su miserable existencia… y así un sinfín de historias que representan una necesidad molesta de creernos otros. Por algo, la mayoría de esas referencias se fundamentan en seres que no existen, en personas que sí existen pero que no hicieron nada de lo que dijimos que hicieron, en personas que vemos como muletillas de nuestra incapacidad de aceptarnos tan feos como somos. 


En el fondo hay un miedo terrible de vernos feos. De ello habla el abrumador mercado del cuidado de la imagen. Lo paradójico es que entre más se marchita la juventud más duele aceptar que hay otros más jóvenes y bellos. Y es peor para los jóvenes y atractivos que se buscan y se dejan como camisetas recién usadas. Al final, el excesivo cuidado de la imagen es un hueco hediondo en la personalidad. 

Cuando el feo, por su condición de excluido en un primer instante, logra construir otro tipo de encuentros porque confía en sus otros sentidos. Por tal motivo puede despertar otras sensaciones. Sobre todo si aprende a caminar con la indiferencia de las cosas que son indispensables. Tal vez, Emerson pensaba en los feos al profetizar que al envejecer la belleza se convierte en una cualidad interior. 

Es en lo no estereotipado, en lo que se sale del molde de la belleza donde se fundamenta el sentido a la vida, es decir, el amor. Porque el amor, ese estado que nos mueve al encuentro con el otro, repara poco, después de varios días, en sí nos parecemos a los personajes que salen en las portadas de las revistas y periódicos. Por algo, quien conoce un feo con personalidad hermosa por lo regular no se decepciona. 

Viendo la importancia que le damos a lo transitorio, la imagen, sería divertido imaginarse un macho alfa que exhibe sus mujeres como artículos costosos de un almacén de elite. Por ejemplo, si el ilustrísimo poeta Maluma hubiese estado en la época del renacimiento Italiano (1400-1700) con sus cuatro babys de estómagos planos y cuerpos curvilíneos; lo hubiesen desterrado porque la belleza perfecta de esa época eran la de las mujeres de estómagos redondeados, pecho amplio, piel blanca, contextura gruesa y caderas grandes. Ni qué decir de sus rimas que son un atentado a la inspiración. 

Otro caso simpático sería el de la lista de patitos feos que figuran en los partidos políticos: Armando Benedetti, Oscar Iván Zuluaga, Alejandro Ordoñez, Germán Vargas Lleras… entre otros que su gran atributo es ser políticos. En fin, serían el hazme reír en la antigua Grecia. Pues, en aquella época, donde se fundamentó la democracia, la mujer era una versión desfigurada del hombre, lo que es hoy el político tradicional colombiano. Por lo que estos personajes podrían haber sido para Sócrates los primeros intersexuales de la historia. 

O tal vez si la rusa Helga Lovekaty fuera una mujer de la época victoriana (1837-1901) coqueta, pomposa, robusta y mostrara sus bananos en vez de pechos, no sería tan importante ese supuesto romance con el 10 de la selección Colombia. 

En conclusión, una personalidad atrayente es como una carta de recomendación que llega al corazón, sin intermediarios. En esa medida, más vale feo y bueno que guapo y perverso, o mejor feo y atrayente que buen mozo y repelente.


Hay ciertos días en los que al abrir los ojos sientes que estás contento a medias. Pues, reír mucho precipita el llanto. Entonces empiezas a hacer lo debido, lo que para ti requiere más concentración, con un poco de distancia. Es importante dejar un hilo de duda en los ojos para sobrevivir a este momento de la historia. Sabes, que todo puede cambiar. Ahora cuentas con la certeza de que existe cierta incertidumbre, como engranaje del caos, que puede hacer de cada instante un cambio repentino de las circunstancias. Es la magia del cambio. Como sí también como no. Aceptas, que el  asombro no admite planes muy rígidos o muy descuidados. Sabes que ciertos días, casi todos,  cualquier hecho puede ocurrir. Ejemplo, que este comentario sea solo un pensamiento fugaz.
A veces prefiero imaginar que no existe para no ne­cesitarla. Pensar que ya no la pienso para que ma­ñana no me duela. Ese es el secreto de que todos los días me enamore más de ella. Es que no espero verla siempre. Incluso, en las horas de la tarde cuando el ocaso es un manto violeta sobre las montañas siento que ya no la siento. Empiezo a no extrañarla. Es de­cir, para encontrarla un poco hay que olvidarla otro tanto. Por eso, la distancia es ella marchándose to­dos los días a mi encuentro.

Así el malestar sea general, te duelan los huesos, la irritabilidad te queme la garganta, soportes una ausencia parecida a un dolor en los huesos y tengas los ojos irritados... Es prudente encender una vela y orar por la calma, el amor y el equilibrio. Siempre hay respuestas Tocad la puerta del corazón y el universo empieza a manifestarte en milagros.

Desde hace un tiempo decidí acercarme a las personas desde otra perspectiva, una más tranquila, que permita conversar un poco más. Pues, han sido muchos los encuentros donde lo importante se ha disipado por lo urgente y después de unos días de lo mismo solo queda el agotamiento. Sin embargo, al tomar esta determinación se me acercó una mujer comprometida, dispuesta a todo conmigo. Me dije: "Enrique ahora que no quieres una relación te llega una oportunidad inimaginable e irracional". Ella argumentó que veníamos de otras vidas, que recordaba muchas cosas conmigo, que me había demorado mucho en encontrarla, que podía separarse y dedicarse a mí el resto de la vida, que esto, que aquello... Ante esa oferta me sentí abrumado. No me interesó en que las cosas me llegaran tan fácil. 
En mi casa, después de muchos mensajes sin responder, sin ganas de explicar por qué no quería salir con ella, con varias excusas para evitar un encuentro... ella se apareció. Abrí la puerta y estaba con un hombre que resultó ser su compañero.
Se sentaron en el mueble y más que incomodo estaba asustado. Él hombre me miraba de pies a cabeza. Yo sudaba. Ella me preguntó sin anestesia, ¿estás de acuerdo en que mi esposo nos dé el visto bueno? Estuve en silencio. El hombre no dejaba de mirarme. Parecía que estaba más por ella que por él mismo. Yo no quería estar con ninguno. Ella volvió a preguntar. Tragué saliva. Estaba aterrado. Era como si de pronto me cayera sobre la cabeza un ladrillo. Abrí la boca y respondí que "no". Argumenté que estaba comprometido con otra persona. Ella se quedó con la boca abierta y después de vociferar algunas palabras de fuerte calibre, salió de la casa cerrando la puerta con violencia. El hombre me dio la mano y dijo que agradecía mi sinceridad. Pues fue él quien le habló de nuestro encuentro en vidas pasadas. Era un último entusiasmo antes de que se viera recluida en una cama. Ella tenía una enfermedad terminal y viviría unos meses. No supe qué responder. Estreché la mano del hombre y lo vi partir a paso lento y seguro. 

Hay un momento en la historia de todo hombre que el instinto deja de primar, por el hecho de que el fruto de los encuentros se basa más en los enredos emocionales que en la posibilidad de estar bien consigo mismo. Eso lo entendió José cuando vio por ultima vez  a Julia. Ellos se  habían aferrado a la idea de un imposible que les ayudaba a soportar la cotidianidad con sus parejas. Sin embargo, en el último encuentro José se sintió distinto. Era como si por las grietas que había hecho de sus relaciones entrara por fin la luz de la cordura y se sintió algo incómodo al saber que en casa lo esperaba su esposa. Intentó dialogar con Julia y ella, desconcertada, con el rostro descompuesto, como si los gestos no encontraran una expresión, le dijo que ese era el último encuentro. Él quiso detenerla, como en otras ocasiones, sin embargo, esta vez, la dejó ir. No sabía muy bien porqué, pero se sentía tranquilo  y sin culpa.   

A veces anhelas tanto estar en silencio, que cuando por fin estás solo, callado y asilado, sientes un silencio tan aturdidor que te asustas y te duele el espacio y le haces el quite a la soledad.

Desde hace unos años, en el arte de escribir poemas, he encontrado que no hay método ni métrica. A veces, es una imposibilidad, una ruptura al lenguaje, una rebeldía de la moral y del sistema. Es decir, hay tal libertad en algunos versos que es imposible que fueran gestados más allá de un arrebato divino. Al menos, a esos versos, los imperfectos e impredecibles, son los que vuelvo una y otra vez a leer. 

Algunos ejemplos de esos versos son: “Un día en que discurren vientos ineluctables / ¡un día en que ya nadie nos puede retener! Porfirio Barba Jacob. “E hizo Dios la expansión,/ y separó los sonetos/ de la versificación libre. Y fue así./ Y llamó Dios a la inspiración.” José María Zonta. “He llorado al hombre, frágil cosa, y a la vez mirada y voz del Universo. He llorado el corazón del hombre, capaz de tanta dicha. He llorado la extraña dicha de estas lágrimas.” Carlos Framb. “Siento lo que escribo al ponerse el sol,/ o cuando una nube pasa la mano sobre la luz/ y un silencio corre por toda la hierba.” Alberto Caeiro, “Un hombre se me viene cayendo por la sangre/ con una copa rota entre los dientes…” Jorge Boccanera.  Son solo un puñado de versos. Quedan faltando los indispensables. 

En fin, hay una espontaneidad en esos versos que no la da el estudio del lenguaje. Tal vez la embriaguez. Pienso esto sentado en un bar. Frente a mí hay algunos envases de cerveza y la libreta de apuntes sin una línea memorable. De fondo se escucha Soda Stereo. La luz está difuminada y el poema, el imposible, tal vez se manifieste. Tal vez. ¡Más cerveza!


A media voz
acepto el medio yo que busca 
a la media tú que no sabe porqué sonríe.




El Hortalero, así se hace llamar aquel hombre que vive en una casa en el campo dedicado a sus cultivos, no solo de la tierra sino del espíritu. Digo del espíritu porque después de estar un tiempo con él uno sale inquieto, con cierta sospecha de lo que cree cierto. Lo conocí porque Carolina, mi compañera, organizó una cita privada. Aunque vivía solo, eran muchas las personas que deseaban visitarlo. Después de publicar su único libro La mujer agapanto. Diario de un jardinero, su fama se disparó a pesar de él. Sin embargo, después de un periodo corto en que promocionó su libro, se alejó por completo de los escenarios, las lecturas, las charlas y esos eventos que algunos escritores anhelamos, a veces, más que la misma literatura. Este hecho me llamó la atención. 


Aunque Carolina me había dicho que enfocáramos la conversación en el amor, el original, el verdadero, el nuestro, yo me centré en su libro y sus influencias. Él, con su cabello cano, su sombrero ajustado a la cabella como el mismo cabello, su voz ronca y pausada empezó a decirme que su libro no era nada asombroso. Lo que hizo fue hacer un diario de campo de sus emociones mientras cultivaba sus flores y vivía con uno de sus amores transitorios y eternos. Transitorios porque para él el encuentro con una mujer no es definitivo, cosa que si es la ilusión, por lo que prefiere asumir el encuentro con final incluido. En ese proceso agregó algunos episodios de El profeta de khalil Gibran, de algunos versos de Lao Tsé, de algunas inspiraciones de Canto a mí mismo de Walt Whitman, de Ilusiones de Richard Bach, de las Cartas a Lucilio de Séneca, de Viaje a pie de Fernando González, en esencia. Aunque me sorprendió que su punto de partida fue El guardador de rebaños de Alberto Caeiro, el poeta de la naturaleza, heterónimo de Fernando Pessoa. Afirma que lo sorprendió la idea de un poeta de la naturaleza y se dijo ¿por qué no? Fue cuando durante años empezó a hacer anotaciones de sus lecturas indispensables, las que se releen y fue haciendo una mixtura de esas ideas con las propias hasta consolidar un libro sencillo, compacto y natural. A eso, le añadió matices de una historia personal que absorbió esas filosofías. Por lo que concluía que no había nada nuevo en su libro. Su único libro. También confiesa algo sonriente que deseaba dejar un libro esencial, con el paisaje de su Antioquia querida. Sin más pretensión que dar pruebas de que el hombre puede saciar sus impulsos destructivos si se conecta con el Creador. Quise indagar sobre la imagen de Dios y Carolina me dio un codazo. Sugería que fuéramos al grano. Así que callé. 

El nombre de El Hortalero es Ángel de la huerta, de familia de comerciantes. Estudió Filosofía y no terminó el pregrado. Se retiró de la universidad para dedicarse a una casa que su familia iba a vender porque no le interesaba a nadie. No sé cómo ha sorteado la economía. No quise preguntar. No era lo importante ante un hombre como él. Aunque eso no le impidió para sus lecturas y su estilo de vida. Ahora su casa es como un centro holístico que no necesita publicidad. Tenía muchas inquietudes y él se acomodó en la silla. Me miró profundo a los ojos. Luego sonrió hasta la carcajada. Nos ofreció un poco de vino y luego miró a Carolina. Ella empezó a sudar y yo sentí algo extraño en el aire, como si hubiese subido un vapor caliente. Así que volví a mirarlo. Él, en tono solemne, pidió que le contáramos el motivo de la visita. Carolina dijo: “Florentino se expresa mejor”. Sonreí y pregunté qué opinaba del amor original. Volvió a reír. Tomó un sorbo de vino y contestó: “El problema del amor original no es que sea original. Igual, el inicio sucede como por encantamiento. El meollo del asunto es el final. Eso no se recuerda en el encuentro y de insensatos nos hacemos daño, nada original”. Intenté formular otra pregunta y él respondió que no era necesario. Se puso de pie y nos regaló algunas flores. 

Al despedirnos Carolina me preguntó qué opinaba. Alcé los hombres a falta de palabras. Sin embargo, la veía hermosa. Ella sonrió y con un beso entendimos el regalo que habíamos recibido de El Hortalero con solo mirarnos.

Más de dos décadas imaginó el amor de su vida. Leyó la carta astral, la maya, fue a adivinos ambulantes...  Tanto indagó que olvidó dejarse encontrar. Estaba tan distraído que no se percató de que su otra mitad, después de verlo y no sentirse reconocida, lo dejó partir.


Cuando me endiabla algún pensamiento sacudo la cabeza para alejarlo. Esta estrategia permite relacionarme con otras personas. Saber que la mente es tramposa sirve para no darle mucha mente a los pensamientos. El cerebro es como una antena receptora de ondas que distribuye por todo el cuerpo. Por eso, es necesario que esas ondas tengan una buena vibración para encontrar la conexión con la voz interior. Es en el corazón dónde está esa voz o la fuente de la sabiduría. Incluso, la ciencia moderna ha entrado a valorar que este órgano sirve para algo más que bombear sangre al cuerpo. Por ello, procurarse buenos pensamientos es permitirse estar en paz consigo mismo. Aunque lo sé de memoria soy incapaz de sentirlo. Pues, en los momentos difíciles me vencen los pensamientos tormentosos. Hasta que me domina el Mister Hyde interior.

Hay libros escritos con tal fuerza que a pesar del tiempo siguen diciendo. Como que con la fuerza que se escribe, también se lee. El es caso de la Mujer Agapanto. Diario de un Jardinero, que regresa renovado, mejor dicho, nuevo. Pues es un libro que tiene vida propia. Es como si fuera un mundo independiente de mí, su autor. Cuando lo escribí, hace ya varios años, no imaginé que fuera tan querido por los lectores. Argumentaba en ese entonces, cosa que no ha cambiado, que no se puede escribir de lo que no se conoce. Solo cuando se tiene algo para contar, que parta de la experiencia, la prosa fluye. Por algo decía Eduardo Galeano: “Sea señor escritor, por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma”. Se refiere a esa autenticidad que se lleva dentro y que uno se pasa buscando en bares, mujeres, libros… Yo la encontré en las flores y entendí que la clave de toda buena escritura, al menos una responsable y espontánea, es sentir lo que se dice para que no haya simulacros. De ahí que el gran reto de La mujer agapanto. Diario de un jardinero, fuera y sea que los textos se conciban desde un razonamiento sencillo y natural. Ahora, es esta nueva edición, que es tal vez la primera porque encontró una historia dentro de un relato novelado que se alimenta del formato del diario. Y un diario personal da la dimensión de que es un subgénero de la autobiografía, data de la narración que hace una persona de las experiencias personales que vive. Normalmente los diarios personales son leídos únicamente por su autor, en especial, por las cuestiones privadas e íntimas. Precisamente es esa intimidad la que pretende compartir el personaje, El Hortalero, el narrador. Y lleva lo personal al plano literario. 



Él estaba sentado en su casa mirando las nubes. Una figura extraña se le manifestaba hace días. Aunque mirar las nubes para muchos era acto cursi más que poético, para él no importaba. Quería mirar las nubes y lo que los otros opinaran lo tenía sin cuidado. Casi siempre el otro es una distracción que deja un ruido molesto en el interior. Eso pensaba de todos, menos de ella, la que lo visitaba y sin hablarle lo miraba a distancia o se quedaba en un lugar cercano. Mientras, él preparaba su corazón. No quería que algún fantasma le impidiera acercarse, como le había ocurrido antes. Al cabo de una semana, cuando quiso buscar a la mujer, se encontró que no estaba. Tal vez nunca estuvo. Tal vez. 


De niño ves el amor como un jardín sin zancudos
en un castillo lejano.

De joven sientes el desierto, arena en las tripas,
festín de anfibios.
Te crecen cicatrices, vellos y olvidos.


De viejo confirmas que el amor es un jardín sin castillo,
con zancudos, lagartijas y desierto.


Después de dicha una palabra ya no hay marcha atrás. Las palabras se filtran en la sangre. Entran a rincones insospechados y desestabilizan las estructuras mentales o emocionales. Cada  palabra es un canal por el que pasa información que queda, como una semilla, germinando en un individuo. Una palabra mal dicha es un tizón encendido que quema una y otra vez en la llaga. Así mismo una palabra en el momento justo es el vaso de agua en el desierto. De ahí, que el poder de la palabra unifique el pensamiento y la acción. Es decir, cuando la palabra es el vehículo que transporta un pensamiento que se convierte en acción trasmite un modo de vida. En esa medida, puede transformar conciencias, forjar  cimientos de una cultura, estructurar los mitos de un pueblo y también, destruir a un individuo o una nación. Por ejemplo, en la segunda guerra mundial los nazis utilizaron la palabra como un mecanismo de tortura contra los políticos o artistas judíos. Encerraban a sus víctimas y durante días les decían: “¡No existen, están solos, son basura!” Hasta que enloquecían o confesaban. La palabra es posibilidad, comunicación, camino. Por ello, entendí la responsabilidad moral y ética al pronunciarla, sobre todo en momentos coyunturales. A veces, uno dice lo primero que se le ocurre y se lamenta de eso toda la vida, cosa que ocurre en una discusión. Como es regular en las confrontaciones uno acude a sus vibraciones más bajas, las que están soterradas. Lo peor de nosotros llega a la superficie como una procesión de sombras. Viene del lado oscuro, donde el odio es un volcán en erupción o una bestia peluda que escupe fuego. Entonces al abrir la boca la lava interna, el resentimiento que somos, quema todo a su paso. Familia, pareja y amigos se calcinan. Lo más cercano sufre y no nos damos cuenta de lo solos que nos quedamos cuando vertimos nuestra suciedad. Como si aquellos que nos aprecian estuvieran condenados a soportar nuestra crueldad, ese placer antiguo que se inyecta a través de la palabra.

Considero que existe un oficio para cada persona y en la medida en que se dedique a ello puede evolucionar emocionalmente en todas sus relaciones. Es decir, el sentido de la vida se manifiesta cuando hallas el oficio donde vibra tu espíritu. Sea el que sea. Aquello a lo que cada vez le inviertes más tiempo. El oficio que se hace con amor es el rio de la vida que fluye sin detenerse y desemboca en el mar. Eres parte del fluir de la vida que es laboriosa y se proyecta al infinito. Si identificas lo que amas hacer nadie puede darte las pautas porque se establecen en tu interior. Por lo tanto, empiezas a ser el director de la orquesta. Cuando eso sucede, empiezas a identificar tus deseos más profundos. Aquellos que si no satisfaces te pasan la cuenta de cobro con los años. Por lo tanto, cuando descubres tu oficio te ocupas de ti mismo. No importa si estás triste, alegre, iracundo, nostálgico, con o sin dinero… Lo relevante es que eres útil y no para los demás, sino para ti. Los otros, con todo el respeto que se merecen, pueden esperar. Luego, es una ley universal, ahí sí los otros, se interesan en ti. 

Al dedicarte a un oficio, con el tiempo, comprendes que es irrisorio controlar tus emociones. Sin embargo, te permites sentirlas sin mutilarlas, sin que te dominen, sin desconocerlas hasta que aprendes a vivir con ellas. Eso es evolución emocional a partir de un oficio. Es tan alta que transforma todas las relaciones. 

Volviendo a lo del oficio, el mío es ser escritor. Es lo que me vibra. Recuerdo que empecé a interesarme por las letras cuando me gradué del colegio. Es curioso, cuando dejaron de enseñarme en la escuela me interesé por aprender. Al principio fue difícil. Partí de la necesidad de ocuparme para que el tiempo no me atormentara con el paso de las horas. 

Mientras removía la tierra fértil de la literatura fabricaba sueños e imposibles. Tensión de hueso y nervio. En la juventud me confundía la caricia, la humedad del beso, el deseo encendido. Todos mis actos eran una urgencia en caída libre a segundos de jalar el seguro del paracaídas. De pronto, una tarde en que inhalé profundo para pedir un poco de sosiego tuve la sensación de levitar, de sostenerme en el aire como ángel. Era ingrávido y sin esfuerzo cada gesto, cada paso, cada signo encajaba en la profecía del reinado de la montaña sobre el hombre. Era montaña, tierra, jardín, palabra y hombre. Era natural y sencillo. Había encontrado mi lugar en el mundo.



Ya te respiro. Sé que estás atrás del suspiro. Tu olor te delata. Digo tu olor porque sé de flores y por ello puedo identificar ciertos aromas, besos, abrazos y caricias. Las flores me han dotado de una sensibilidad que me permite mirar más allá de las cosas. No es que sea clarividente es solo que soy intuitivo. Ese no sé cómo que me hace percibir cosas en el otro es lo que me permite sentir el amor. Cuando el amor emerge desde lo más íntimo del ser es una espiral de luz en un campo magnético. Es vibración y energía. Es más que pasión porque la pasión es una deformidad en el alma. El apasionado se obsesiona y la obsesión es un conjunto de manías que subordina a los espíritus débiles. Nada de estupideces y disparates. El amor es más que un instinto. Es una inspiración, es una creación. 

Ya viste las coordenadas de mi abrazo. Te invito a volar. ¡Abre las alas! El viento es dulce. Es hora de que confíes en la bondad del universo que todo lo organiza. El amor es una fuente inagotable de luz que otorga una felicidad a prueba de tristezas e insectos molestos.

En ese amor crecemos como bosque. En mí verás un abrigo para el frío y una hoguera para la noche. Notarás en ti bombillitas azules. Son flores. Y respiraré profundo. Y mis suspiros, como abejas, se harán contigo intimidad.

Voy a tu encuentro algo incierto,
algo distante, algo contradictorio.
Soy tan predecible en mis predicciones
que me torno algo rebelde, algo incrédulo,
algo necio.
Voy al silencio para sentirte sin molestia,
sin reclamo, sin control
y el espacio y el tiempo
y mi manera de estar solo
y tu manera de mirarme
como si un abandono o un olvido te llegara.
Tal vez estemos hechos para lo durable,
tal vez nos asuste tanto bienestar,
tal vez necesitamos el recuerdo más que el presente,
tal vez busquemos todos los peros
para anteponer el concepto a la caricia,
tal vez voy a tu encuentro algo distraído,
algo suspicaz, algo contradictorio
y no me declaro culpable.
Voy con amor y sin afán a otro encuentro.
Voy algo despreocupado, algo alegre,
algo desatento
y tal vez mañana yo no sé.

Veo el vuelo de los gallinazos, el ave insigne de los andes. Mientras tanto pienso un rato qué palabras escribir para manifestar mi agradecimiento a la tierra. Encuentro mi escritura como postal de mercado de baratijas. No soy un escritor elocuente o fluido. Al parecer, no soy escritor, más bien un escribano que le da por garabatear sus opiniones sin pensar muy bien cómo. Le suceden las palabras así como brota la hierba de la tierra. Si mucho intelecto, más bien descuidadas, pero frescas. Tal vez por eso, cuando intento hilar una idea las palabras son un silencio prolongado. No fluyo y vuelvo a los lugares comunes. Además, me cuesta creer que en Colombia se celebre la tierra cuando en las noticias abundan los incendios forestales, los derramamientos de petróleo, la tala indiscriminada, los desechos de carbón arrojados al mar, el cáncer de la minería… Por eso, al decir esta boca es mía las palabras insatisfechas se agarran de la lengua. Entonces callo y sigo mirando los gallinazos. Al parecer, estas aves de rapiña, están tras las intenciones mortecinas de los colombianos tan bien peinados, tan elocuentes en los proyectos de protección ambiental y tan desconectados de la madre tierra. Lo sé porque cuando huelen una flor la imaginan disecada ya que son incapaces de oler sin poseer.


Uno de mis dilemas ha sido el de los cierres. Durante años dejé cosas empezadas con la esperanza de que las dilatara el tiempo. Por ejemplo, iniciaba un nuevo estudio y no terminaba. Lo mismo con las relaciones emocionales. Esto, creo, por la incapacidad de priorizar y de asumir responsabilidades. Lo nombro porque mi ignorancia ahora entiende un poco la dinámica de los círculos o la circularidad de las cosas que hacemos. 

Las cosas son cíclicas. Se manifiestan una y otra vez en el tiempo. Una tristeza, por ejemplo, vuelve cada tanto y cada tanto se sumerge uno en ella. Es como si una especie de círculo guiara nuestras acciones. Es decir, uno abre y cierra, inicia y termina, sufre y se alegra, llora y se ríe… 

Cada acción se podría nombrar como un círculo que representa un momento, una etapa o un cambio en nuestras vidas. Casos concretos: el círculo de la escuela, el del colegio, el de la universidad; el círculo del primer amor, de la primera relación esperanzadora, de la familia; el círculo del primer empleo y la alegría del primer sueldo, del trabajo ideal, de la independencia económica; el círculo de la búsqueda de uno mismo, del aprendizaje del amor, del hallazgo de la espiritualidad, de su lugar en el mundo.

Estamos atravesados por estos círculos. Y creo que al nombrarlos se los lleva al plano de la conciencia y esto permite aprender a cerrarlos. Es importante cerrarlos como abrirlos. El cierre permite un mejor campo de visión del aquí y el ahora. Pues, cuando no se cierra un ciclo se puede quedar padeciéndolo o viviendo en el pasado. Esto para cada una de las cosas que hacemos. Cerrar un círculo y permitirse abrir otro para expandir la visión del ahora. También hay que considerar, según las prioridades de la acción a realizar, el tiempo estimado. Es crucial darse un tiempo para cada círculo. Al menos los que se puedan realizar y estén entre las posibilidades y los deseos más profundos.

Si es en lo sentimental, aprender a defender el “no” que surgió de algo más profundo que un capricho o una pataleta. Si ese “no” es una necesidad íntima que busca el bienestar del corazón, es necesario continuar. Mirar atrás es dudar y vivir del recuerdo, de la sombra que vuelve con la tristeza, con la culpa y el apego. Ese “no” es el cierre y el inicio de un “si” que se empieza a sentirse en armonía. 

Lo otro es descubrir que es aquello con lo que se vibra. Eso a lo que más le has inyectado energía vital. Sea lo que sea. Una cosa al tiempo. Luego llevarlo a la materialización. ¿Cuántas cosas hemos proyectado y se han quedado en la nebulosa? ¿Cuántas veces nos hemos quedado a mitad del camino? ¿Qué nos distrae? 

Darle término a un círculo permite abrir otro y al cerrarlo se abre otro. Así sucesivamente hasta que se descubre que se ha logrado aquello que te hace feliz y necesitas para una vida en servicio al corazón. Cuando un círculo se cierra el aprendizaje se potencia. El aprendizaje del conocimiento de sí sucede en forma de espiral. La espiral está constituida de círculos. En esa medida, se fluye con el universo.

Es vital descubrir el poder, entendiendo como poder el oficio, la tarea o el camino que se elija como opción de vida a materializar. De esta manera vibrar y disponer un tiempo estimado. En caso de que se elija sembrar, un primer círculo sería hacer un surco de lirios y cerrarlo sería verlo florecer. Luego, volver a abrir otro. Si el primero se hizo bien la experiencia para el segundo garantiza un mejor cuidado. 

Otra forma de entender esto de los círculos es cuando un padre suelta a su hijo o un hijo suelta a su padre. Esto no quiere decir que se olvide el uno del otro. Lo que supone es soltar al otro para que viva su vida, pero con la certeza de que cuenta con un cómplice. Para eso es la familia, para compartir y acompañarse. 

Claro, hay círculos dentro de los círculos que a su vez tienen otros círculos. Por ejemplo, la historia del hombre que abandona a su hijo y de viejo se lamenta porque su nieto se siente solo. Escena que se repite una y otra vez en nuestra historia de patriarcados. Por ello, el machismo es un círculo abierto en Antioquia que se abre en muchas familias e individuos. Es como una sombra que pasa de padres a hijos. La lujuria es uno de los círculos que están dentro del círculo del machismo y dentro del círculo de la lujuria está el círculo de la falta de voluntad al bien. Esto se repite. La energía que se le inyecta a las cosas queda girando hasta que se materializa. Algo de lo que sentimos cuando creamos queda en el fruto. De ahí que el hecho de cerrar un círculo permita entrar en otro y seguir avanzando en la espiral que es la vida.

Medellín un pedazo de nostalgia te recorre. Un pedazo de montaña custodiado por el ruido y los atracos. Un pedazo de olvido, como alfombra, se desdobla por tus calles. En ti, Medellín, ciudad de aire mortífero, la eterna primavera ahora es mortal y se viste de smog porque el aire le perfora los pulmones más que el humo de los cigarrillos. Medellín, ciudad de café en grano, café instantáneo, café en termo, café expreso, café humeante, café oscuro y amargo, café dulce y trasnochador, café caliente, café frío, café olvido que ya pocos quieren probar. Ciudad de bandeja paisa, de empanada frita, de silicona y escotes prolongados, de cerveza pilsen, de aguardiente antioqueño, de ron Medellín, de Coca-cola, de casinos, de buses furibundos, de chanceras, de amas de casa, de artesanos, de aduladores, de vagos, de niñas y niños vendidos al mejor postor, de matones con tarjeta de identidad, de padres ausentes. Ciudad de lluvia gris por el residuo de la industria. Ciudad que canta bajo la lluvia gris “Rain Fall Dow”. Ciudad con sol de fiebre, sol apagado, acudo a ti como a un funeral. 

“Cierra los ojos y no grites,” me dice. Sé que ve cómo en la noche paso la lengua por el filo de los colmillos.


Cuando era joven creí que ese hombre encorvado, cual garabato, era un ser de otro planeta al pretender que los muchachos nos interesáramos por la escritura. Algunas veces nos intentó atrapar con algunos talleres de escritura argumentando que el escritor es pura fragilidad y es su debilidad la que se robustece en su literatura. También dijo otro montón de tonterías. 
Veinte años después me lo encuentro y parece el mismo. Excepto por el cabello canoso. Estaba sentado escribiendo en una libreta. Parecía sumergido en un embrujo que le permitía estar en el espacio como si fuera el espacio mismo. Lo miré con curiosidad. Quise hacerle una broma porque, yo, que me consideraba escritor y tenía cierto prestigio, no había llegado a disfrutar tanto el acto de escribir. Más bien con burla me acerqué y le hice esta pregunta: ¿Maestro qué es escribir? Él, sin mirarme, respondió lo siguiente:
 -El acto de escribir revela el agua turbia del corazón. En esa medida es un impulso eléctrico sin dirección que corre el velo de la noche unos milímetros para redimir el origen, el propio, entre las cenizas de las tradiciones. Es curioso, te dije esto mismo hace años y apenas lo escuchas.
El hombre cierra su libreta y sin despedirse, como si yo fuese una aparición, un personaje suyo, se marcha sumergido en sus elucubraciones. 


Alonso estaba en su casa con la firme determinación de empezar hacer bien las cosas. Después de cierta edad empezó a cansarse de la bulla y la rutina disfrazada de asombro en las noches de fiesta. Siempre era la misma soledad, la misma sensación de estar incompleto, la misma desesperanza de buscar la plenitud que solo duraba unos segundos: la ebriedad antes de la borrachera o el orgasmo antes del hastío. Así que decidió quedarse un tiempo prudente consigo mismo. Al cabo de unos días deseaba volver al bar, a las mismas canciones, al aturdimiento de la fiesta. Como pudo y con mucho sacrificio permaneció en la casa. No mucho tiempo después lo llamó una amiga que lo extrañaba y quería visitarlo. Él se alegró de recibirla.  Pese a su determinación de estar solo empezó a mirarla como un cautivo recién liberado. Ella, con sutileza, destapó la botella de vino. 


Hace unos tres años y medio llegó a la casa un perro de manera inesperada. Mi hermana lo encontró en un costal a la orilla de un camino. El animalito temblaba de hambre y de solo; le faltaba el otro temor, la muerte, para ser un buen aspirante a mal ciudadano. 

Cual estropajo en mal estado salió un chandoso y contactó con el corazón de mi hermana. Desde ese día, ambos, experimentaron una relación hermosa, que a veces, no se logra con nuestros semejantes. Al parecer, esa incapacidad que tienen los animales de hablar, es tal vez, su mayor virtud porque no enredan sus acciones con su manía de herir lo más cercano. Es lamentable como los más civilizados, nosotros, la jauría de tristes, hemos convertido la palabra en un campo de batalla donde disparamos odio, envidia, cizaña… con el fin de ensanchar el reino de la mentira, la culpa, el dolor y el sufrimiento. Por ello, llenamos el silencio con palabras ruidosas, sin sentido; a tal inconciencia que celebramos las burradas de las canciones de Maluma, los disparates de 99.9% de los políticos y su mal sana costumbre de salvar el mundo a través de la seguridad democrática y las balas. 

El nombre que le otorgaron al canino fue “Confite” porque salió de un empaque. Antes, se llamaba “Bruno” y fue regalado a una familia que decidió dejarlo en un costal. 

En nuestra casa, vivió como un rey mendigo. Tenía los cuidados y los mimes de un perro doméstico, sin embargo, su apariencia era la de un perro callejero y su instinto era un llamado vagabundo. A veces, se perdía tardes enteras en sus asuntos perrunos. Esa era su naturaleza. 

Confite no nació con la idea de que un muro invisible se le iba a venir encima. Por ello, orinaba en cuatro patas. No representaba esa figura de los perros moribundos de muchas obras de arte. Como sucede en algunos versos de Hugo Mujica: “Vi un perro negro muerto/ en la calle, aplastado en medio de la acera, manchado,/ porque nevaba”. Tampoco era una mercancía barata, de poca monta, “una mezcla de perro callejero y cerdo” como lo describe Chejov en su cuento La perra cara. Y medio representaba esa imagen que hace Baudelaire en el texto El perro y el frasco cuando afirma que a un perro, como al público, no hay que ofrecerle perfumes delicados, sino basura cuidadosamente seleccionada. Otro dato curioso era que Confite comía cuando le daba la gana. Podía quedarse con la comida servida, y no atragantarse. Recuerdo esa hipótesis de Séneca cuando dice que el hombre en las emociones es igual al perro con varios huesos. El perro se atraganta queriendo comerlos todos a la vez y el hombre quiere poseer todo al instante. Dice el sabio, que mostrar el hambre aleja el alimento. 

A parte de las referencias literarias, que abundan, los perros también son animales terapéuticos. Por ejemplo, a mi madre le sirvió para canalizar su natural forma de nombrar lo que no funciona; pues, en frente del canino le daba tantas vueltas a un mismo asunto hasta olvidar que funcionaba. A mi hermana para hacerla sentir un estado alto de servicio, de entrega, que le ayudó a soportar las inconsistencias del entorno social, que no es otra cosa que un espectáculo barato de segundas intenciones. Y a mí, para expresar mis interminables monólogos que nadie, es su sano juicio, podría soportar sin alterarse. 

Hablo así de Confite porque ya no está con nosotros. Al menos en cuerpo. Salió una noche tras el rastro de una perrita. Tal vez fue correspondido y por no renunciar al desarraigo, la pulsión, la fuerza aterradora de un instinto insaciable se enfrentó a un rival más corpulento que lo mordió en el cuello y lo sacudió de tal forma que le perforó el pulmón, faringe… Si se recuperaba, dijo el veterinario, quedaría con el cuello torcido y comería solo líquido. Eso no era vida para un animal que vivió para el libre albedrío. 

Con la despedida de Confite se celebra su vida y no se vive su muerte, que es una costumbre errónea que hemos asumido para demostrarle al otro la pérdida de un ser querido. Esperamos su muerte para morirnos en vida. Cuando lo amado, si se ama, se ama en vida. El que ama la muerte de un ser querido representa el drama del miserable que no puede ver lo que tiene pegado a las narices. 

La pérdida de algo o alguien es la ganancia de un sentimiento, de una experiencia más en el amor en sus múltiples manifestaciones. Pues, el amor de pareja, al que más se le invierte tiempo, es tal vez, el más improductivo a la hora de ver a quienes nos aman. El amor es más que una interpretación. Y amar es agradecer lo bello que queda del otro para dejarlo ir. Pues, nos renuevan el sentir. Sí, es cierto, se pierde el objeto amado más se gana el amor.


Durante años fue un hombre escurridizo porque mascó tierra y olvido en nombre del amor. Después, el amor se le cayó de la cama y se fracturó de gravedad. Desde entonces ha partido de cada relación mientras no sienta en las tripas el arrebato irracional y espontáneo de la vida. Por ello, se ha habituado a la palabra “adiós”, ha aceptado no mirar a atrás, ha hecho de la despedida un antídoto contra el apego, ha visitado tantos lechos como le ha sido posible, ha llorado de solo y de acompañado, ha olvidado en tiempo record... Sin embargo, desde hace días sus ojos están más grises. Parece que su corazón se le quedó anclado en un recuerdo que no encuentra en su inventario de amores furtivos.


A veces necesito salir de mi cotidianidad porque tanta sobriedad me abruma. Así que evoco mis años juveniles y me aventuro de nuevo a la noche, a su misterio e incertidumbre. Elijo un lugar para aturdirme un poco, reventarme los oídos antes de hacer lo correcto. ¿Qué es lo correcto? ¿Para quién? En fin, un par de cervezas para escribir sobre la barra del bar algunos poemas efervescentes. Dejar fluir la palabra sin medida, sin ilación, sin propósito. Escribir de la misma manera que un vagabundo dirige sus pasos a un lugar desconocido. De esta manera encarar el olvido como si la vida se fuese en ello. 

No es un salto definitivo al vacío. Tal vez sí. Es como si la mucha luz necesitara un hilo de oscuridad para brillar más. O quizás en la noche se buscara el brote de luz que le dé sentido a la vida. Como si en lo aterrador surgiera la chispa, de la inconsciencia la locura, de los bríos la enfermedad, de la desgarradura la calma. Hay algo en ese juego de luces y sombras que atrae y asusta. 

Lo cierto es que en cualquier forma no sale uno bien librado porque cuando se aventura al abismo queda la piel desgarrada en el recuerdo, el lecho contaminado de algún dolor y la soledad persiguiendo gatos y estrellas. 

A veces, no siempre, busco aturdirme un poco del ruido que endiosa la estupidez. Lo hago porque a veces estoy demasiado sobrio para hablar con mis semejantes.


Pocos creen que cada hallazgo tiene su fisura. Por ejemplo, mi última hipótesis es que hay una  relación entre la imagen de la "mano peluda" o la "bestia" o  el "monstruo" en los cuentos infantiles con el "olvido" en la vida del adulto. Es lo mismo. Hay un temor que se despierta al nombrar algunas de esas presencias. Un temor que se evita y se busca. Si se pudiera dar forma al olvido sería un ser amorfo con las manos peludas, dientes afilados, ojos desorbitados... Un ser tan horrible que de solo sentirlo nos precipita a los brazos equivocados. Nos lleva justo a donde es más certero: al abandono.  A fuera llueve. El agua ruge como una fiera furibunda. Escucho que tocan a la puerta. 


Desde pequeño mi padre me educó para enfrentar a los toros. Para poder ganarme su amor me encaré a mi destino con desgano. Sin embargo, tenía tanta agilidad que veían en mí una estrella de la tauromaquia. Pese a ello, me afligía las banderillas en el lomo del animal. Muchas veces, así apagara la vida del toro, mi corazón se afligía así saliera en hombros de la plaza bajo una lluvia de flores y la ovación del público. Cierta vez me dejé embestir para equilibrar las cosas y me recuperé milagrosamente.

Hoy estoy de nuevo frente a un toro. Mi padre está con algunos empresarios que quieren promocionar su emporio ganadero y desean invertir en el negocio familiar. La plaza está llena. Frente a mí un toro formidable. Mi progenitor ríe porque ve sus bolsillos llenos. Me señala con orgullo. 

Me acerco al toro y no se mueve. Sus ojos en los míos. No tengo ganas de seguir en la farsa. Además, en sus ojos, en vez de furia hay compasión. Como si fuera la mirada de un perro. Incluso, bufa cuando los banderilleros lo hieren y se queda en el mismo lugar. Las personas empiezan a pedir la estocada final. Lamentan que no sea un espectáculo digno. Camino hacía él y sus ojos dulces e inofensivos. No tengo el valor de apagarlos. Así que arrojo la espada y de rodillas me inclino ante el toro. Me olfatea. Al instante, tanto al animal como a mí, nos retiran de la plaza y me llevo las manos a los oídos para no escuchar las rechiflas.

Entré a ti como un soldado a la batalla. Los primeros días tu artillería pesada hizo frente a la mía y nuestras fuerzas nos derrotaron en un frenesí casi irreal. Los siguientes meses, la misma batalla nos abrumó y quisimos habitar el recuerdo y lo que logramos fue dirigirnos al hastío. Ahora, heridos de tanto amor, buscamos otro rival. 

No se puede escribir de lo que no se conoce. Solo cuando se tiene algo para contar, que parta de la experiencia, la prosa fluye. Por algo dice Eduardo Galeano: “Sea señor escritor, por una vez al menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma”. Se refiere a esa autenticidad que se lleva dentro y que uno se pasa buscando en bares, mujeres, libros… Cuando la clave de toda buena escritura, al menos una responsable y espontánea,  es sentir lo que se dice para que no haya simulacros. De ahí que el gran reto de La mujer agapanto. Diario de un jardinero, sea que los textos se conciben con un razonamiento sencillo y natural. Para ello el autor se vale de un diario. Y un diario personal da la dimensión de que es un subgénero de la autobiografía, data de la narración que hace una persona de las experiencias personales que vive. Normalmente  los diarios personales son leídos únicamente por su autor, en especial, por las cuestiones privadas e íntimas. Precisamente es esa intimidad la que  pretende compartir el personaje El Hortalero, el narrador. Y lleva lo personal al plano literario. 

Para mirar un poco más del libro, puedes hacer clic aquí. 

- ¡A que te cojo ratón!, dijo un niño.

Y el ratón disfrutaba de su pedazo de queso mientras observaba sin entender el comportamiento tan extraño de las crías humanas.


Entras desnuda a mi habitación y te in­troduces en las cobijas. Conversamos un poco de lo bien que te hacen los colibríes. Luego, nos besamos, tocamos, olemos y solo importa el impulso benigno de penetrarte. Un olor dulce invade el cuarto mientras en­tro en ti como otra casa habitable. Siento tu humedad de almidón y tierra movediza inun­dar mi cuerpo. Me quedo quieto dentro tuyo como si hubiera llegado al momento preciso de la más alta evolución. Como si te sintiera de antes, del principio de los tiempos: Tú y yo un mismo ser que se ha buscado durante muchas vidas. Y ahora adentro, cálido y suficiente, vuelvo a ser un mamífero de cuatro piernas y cuatro bra­zos. Vuelvo a la oración única. Te abrazo queriendo meterme piel adentro y empezamos, sin saber cómo, a caminar de lado, como los cangrejos, recordando lo que éramos. En ti siembro el amor. Me dejo fluir. Soy contigo yo. En la sábana nos revolcamos y algunos granos me tallan en la espalda, pero los ignoro cuando te envisto con mis bríos de jardinero. Y nuestros pies se unen y juntos buscan la tierra que ahora cubre todo el colchón. Nuestras bocas se fusionan. La piel empieza a tornarse verde y nos hacemos atractivos a los pájaros.